Cenando surimi con el capitán Nemo



Hasta la fecha, de Julio Verne siquiera había leído aquel mítico «Viaje al centro de la Tierra» donde el profesor Otto Lidenbrock, su sobrino Axel y un guía autóctono, se adentraban en las entrañas terrestres a través de un volcán islandés de nombre impronunciable. Snæfellsjökull se llamaba dicho volcán, y en mi mente sonaba como “¡Esnafellusul!” , “¡Esnafloskul” o incluso “¡Esnafelsfel…!”, entre otros tantos torpes  sortilegios fallidos que podría haber pronunciado cualquier aprendiz de mago.

No cabe duda de que el «Viaje al centro de la Tierra» de Verne es archiconocido alrededor del globo, y gracias a sus innumerables versiones y adaptaciones cinematográficas, televisivas o en cómic, forma ya parte indisoluble del substrato imaginario colectivo occidental. Así pues,  alentado por el grato recuerdo que me dejó la lectura de aquel primer viaje que emprendí junto a la voz de Julio Verne, hace poco me adentré en otra de sus novelas más conocidas: «20.000 leguas de viaje submarino».

Ahora, tras la lectura, debo admitir que al final el retrogusto que me ha dejado  «20.000 leguas de viaje submarino» no ha sido ni tan provechoso, ni placentero, como lo fue en el recuerdo la novela anterior. Pero todos sabemos que el recuerdo es dúctil y engañoso, y uno no debe fiarse demasiado de él. Por lo que intentaré diseccionar y describir lo que he sentido y me ha transmitido el libro, para justificar ese gusto amargo y mohoso, que mal que me sepa decirlo, es el propio de una pecera.

Técnicamente hablando —desde la técnica que conlleva empuñar la pluma—, de primeras me he percatado  de que tanto Julio Verne, como otros autores que le son coetáneos, utilizan en sus obras la enumeración de una forma reiterada y algo excesiva. Y es que durante la lectura de «20.000 leguas de viaje submarino» acabé harto de escuchar el nombre de especies, subespecies,   clases y subclases de los que habitan los reinos madrepóricos[1], y llegué a plantearme  varias veces si acaso esta generación de escritores no quedaron terriblemente marcados por «El origen de las especies» de Charles Darwin y sus también inacabables nomenclaturas taxonómicas.

Para mí, la novela «20.000 leguas de viaje submarino» es un claro ejemplo de una buena, si no brillante idea, con una ejecución más bien mediocre, que acaba mermando la calidad del resultado. Aunque como suele ocurrirles a muchos autores —entre los cuales debo incluirme—, a medida que avanza el relato también se incrementa la calidad literaria del texto, y la voz de Verne se vuelve más fluida y certera. Ello es consecuencia de la pericia que deviene de un ejercicio continuado, y si de algo han de servir los blogs, justamente, es para mantenerse en forma no dejando de practicar entre novela y novela.  Podría haber sido un gran libro —concluí de nuevo—, pero sin embargo, acabó siendo sólo una gran idea. Eso sí, una idea capaz de producir magníficas películas y adaptaciones, no lo niego, pero que flojea en el texto original que la define.

Pero a pesar de todo lo expuesto,  la crítica técnica no desmerece en ningún caso la admirable labor de un autor tan consagrado como Julio Verne. Porque su aportación a la cultura y a la mitología moderna no viene dada por su destreza literaria, sino por los mundos que nos ha regalado. Unos universos imaginarios que el tiempo ha dotado de ciertos aires de steampunk, repletos de Nockers y autómatas, y donde cabe hallar a personajes tan icónicos como el misterioso capitán Nemo, o tan audaces como el presidente del Gun-Club, Impey Barbicane, en «De la Tierra a la Luna».

En «20.000 leguas de viaje submarino» descubrimos en el capitán Nemo, cuyo pseudónimo significa “nadie” en latín, un homenaje explícito al periplo de la Odisea. En concreto, al episodio en que Odiseo se ve atrapado en la cueva donde habita el cíclope Polifemo. Cuando el cíclope le pregunta cuál es su nombre, Odiseo —que es el Ulises de la versión latina— le contesta que se llama ουτις   —es decir: nemo en latín, y nadie en castellano—. Un claro tributo a los clásicos que evidencia el amor que Julio Verne profesaba por el saber antiguo, igual que sentía una irrefrenable admiración por los avances de la ciencia. Y es que Julio Verne era un hombre que había sabido conservar aquella frágil curiosidad que albergan los niños, y que a menudo es secada por el tiempo y la presunción de que ya no quedan sorpresas en un mundo que actúa, como debería hacerlo.

Y qué genialidad el lema grabado en el submarino Nautilus, aquel que reza “Mobilis in mobili”. Podría traducirse por “Lo que se mueve —el Nautilus— en lo que se mueve —el agua del mar—” o  por “Móvil en lo móvil”, o también por “Cambiando en el cambio”. Todas ellas son frases con un aire místico, pero la última traducción, “Cambiando en el cambio”, me resulta especialmente sugerente, fractal y circular, y creo denota la genialidad del escritor que la ha concebido.

Después de los elogios, obviamente, llegan las incoherencias, las fechas imposibles y las erratas propias de la reedición y las correcciones demasiado alejadas entre sí. Pero eso se lo perdonamos a Julio Verne, por lo menos en pro de todo lo que nos ha dejado, aunque él no lo sepa: desde el capitán Nemo de Alan Moore, al Willy Fog de dibujos animados con que crecí. Pura mitología moderna.


Notas:

  1. ^ Madrépora: Nombre común de diversos cnidarios antozoos de los mares intertropicales que tienen un esqueleto calcáreo externo y se agrupan formando arrecifes. O sea, los reinos madrepóricos   son mundos submarinos a las afueras de R’lyeh; viscosos, blandos y propicios para el horror cósmico.

Fuentes y referencias:


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