Como filosofía el budismo aboga por el fin del sufrimiento, que a su entender se genera a partir del deseo. Habrá pues según Buda que suprimir la raíz del dolor, que es ese anhelo que nos encadena al ciclo de resurrecciones del Samsara. Si no hay deseo, si no hay emociones, no hay sufrimiento, aunque hayamos sacrificado todas las risas, carcajadas y euforias por el camino. Qué mundo más triste e insípido el del Nirvana, que diluye el Yo y retorna la existencia humana a su base inerte, al polvo y al agua. Ese barro primordial que solo contempla, que es ajeno a la pasión o la opinión.
Aun estando de acuerdo con que en el término medio está el camino de la buena vida, no por ello reniego de los llantos ni de las apetitos, porque la vida, la vida que está viva, tiene deseos y miedos, fluctúa y aspira a progresar. Porque el sufrimiento, entendido como todo aquello que no ha sido satisfecho, se trata de una necesidad impulsora, que nos hace levantar y seguir luchando.
Una vida humana puede compararse con una melodía, con sus notas, sabores y colores. Eh aquí la variabilidad y su belleza. Quizás un tono neutro vital sea lo menos arriesgado, aunque también, lo más aburrido, como más aburrida es la existencia de una flor. Y aquí debemos plantearnos cuál es la razón de nuestra existencia, qué finalidad le otorgamos. Creo que biológicamente sin lugar a dudas tiene un fin reproductivo, queremos perpetuar nuestro genoma. Pero psicológicamente, para ese Yo que el budismo quieres destruir por embustero, puede que el objetivo de la vida sea ser feliz. Y ser feliz implica un poco de sal y un poco de pimienta. Con moderación, claro, pero con alegría.
Sin Yo, hay todo. Sin Yo, no importa morir, pero tampoco importa vivir.
La falacia de nuestra unicidad es una mentira muy funcional, y ahí cada cual que haga lo que quiera. Yo, de momento, seguiré viviendo, hasta que nada me importe. Pero para ser justo, hay algunas verdades mayúsculas y buenas prácticas que defiende la filosofía budista. Por un lado, la atención plena, el vivir el ahora. Pero por favor, no dejemos el término medio: ello no significa renegar del cálido sabor de los recuerdos ni de la útil metodología de la planificación. Por otro lado el budismo proclama que todo cambia, y que todo es efímero. De ahí que cualquier felicidad sea perecedera, como también cualquier sufrimiento los es, y tras la noche siempre nazca un nuevo día, al que suele seguir una nueva noche en un ciclo hasta la muerte.
Todo cambia, todo es perenne… y a la vez —añadiría yo—, nada cambia, todo se repite, y el ahora, el acto y el momento, son inmortales. Por eso, hay que fijarse en lo que uno hace, sea budista o no.