Cuando los días se acortan, el frío repta por las calles y la vida en el bosque se aletarga. Es la oscuridad y el helor de la muerte, que acerca el mundo de los que están, y los que fueron. Las sombras cuchichean a las velas palabras que nunca se dijeron, y queda patente la naturaleza mutante de la vida, que es un mandala de arena donde nada pervive, aunque todo se repite.
Y me doy cuenta que no existe ni el infierno ni el cielo ni el Valhala, sino que donde realmente habitan los muertos es en el recuerdo. Ese es su hábitat, su mundo, su purgatorio, y ahí permanecen como fantasmas mientras nuestra alma se aferra a un cuerpo perenne. Nosotros mismos al morir también nos transfiguraremos en espectros dentro de otras almas, en una fractalidad de antepasados a cuestas que se remonta al principio de los tiempos, que es el principio del recuerdo.
Estos fantasmas, que se pasean por el reino de los sueños dándonos consejos y advertencias, suelen ser amables; ya no tienen nada que temer ni perder. Aunque somos nosotros mismos quienes nos hablamos desde el subconsciente, porque en el fondo somos ellos, y estamos tan vivos como cualquier muerto. Siquiera creemos estar recorriendo el camino, pero el camino siempre es. Siempre ha sido. Porque las vidas se yuxtaponen, se conectan, se reflejan. Y la muerte es el final de una hebra, aunque el camino es eterno.