El mito del maestro es una figura propia de la cultura asiática, y a partir de la globalización, por asimilación, forma parte también de nuestro imaginario occidental, sino colectivo.
Se trata de ese viejo cascarrabias, a menudo despistado o excéntrico, que custodia un conocimiento profundo de tal arte marcial o cual técnica secreta mortal. Sí, estamos hablando del tópico que aparece en tantas y tantas películas de kung fu de los 80. Claro está, no cabe entender el mito del maestro sin un alumno que lo determine, pues es una figura necesariamente dual. El viejecito arquetípico que protagoniza este mito de primeras rehúye entrenar al alumno. Pero después de hacerse de rogar, siempre acaba aceptando al discípulo, para someterlo a continuación a todo tipo de aparentemente absurdas tareas. Un entrenamiento de oscuro propósito que, tras mucho esfuerzo, terminará otorgando al alumno una portentosa habilidad marcial.
Seguro que lo habrás podido ver en innumerables películas, como pueda ser el Sr. Miyagi en «Karate Kid» (1984), hasta Yoda en la saga «Star Wars» (1977-2018), Xian Chow en «Kickboxer» (1989) o el maestro Muten Roshi de la serie de animación «Dragon Ball» (1984-1995). Sin duda la industria cinematográfica de Hong Kong ayudó a la difusión de este mito, como ejemplariza «La serpiente a la sombra del águila» (1978) o «El mono borracho en el ojo del tigre» (1978), donde a un joven Jackie Chan le toca soportar las esperadas perrerías de su maestro. Pero fue realmente gracias al icónico Bruce Lee y la difusión que hizo de las artes marciales chinas en la década de los 70 que este mito sobrevino global.
Nos hallamos ante un mito asociado a la enseñanza tradicional del kung fu, donde el respeto hacia el maestro (Shifu) es una de sus bases fundamentales. Lo cual implica que por disparatadas que suenen las metodologías de entrenamiento de un determinado maestro, estas deben acatarse sin rechistar. Porque tradicionalmente en la cultura china no se cuestiona nunca al maestro. No se pregunta, se obedece, pues se da por supuesto que aquel que ha llegado a la categoría de maestro, lo suyo le habrá costado: habrá tenido que vencer a quienes lo desafiaran de joven, con duelos interminables a cámara lenta bajo la lluvia, e indudablemente tendrá en su haber alguna proeza que otra de carácter casi sobrenatural (Nota: cosa muy distinta es en occidente, donde maestro puede hasta pretender ser alguien que ha visto un tutorial en youtube).
Y es que a veces el simple hecho de preguntar, tan común en nuestro sistema de aprendizaje, implica cuestionar, y puede entenderse como una ofensa dentro de un tatami. Incluso más cuando el maestro oriental suele ser muy celoso de sus conocimientos, dado que es la principal diferencia que lo distingue del alumno. Es una posición privilegiada que el maestro quiere mantener, y la única forma es dosificando y haciendo críptica la información. Sin embargo, curiosamente, un aprendizaje profundo requiere de esta dosificación, para que la información se asimile y asiente adecuadamente. Entonces, ¿hasta qué punto el celo del maestro es método y hasta qué punto es proteccionismo? Dicha cuestión a veces es difícil de esclarecer.
Igualmente el kung fu siempre ha tenido algo de bizarro y circense. No es de extrañar, entonces, que se nutra de leyendas y mitos, y guste de entrenar con jarras, bolas de garbanzos, y bambúes, a ser posible, a falta de mancuernas. ¿Pero qué es ser maestro? ¿Cuándo uno puede considerarse tal? A final de cuentas, maestro es el que enseña, con mejor o peor fortuna, indistintamente de sus métodos o finalidades.
Para aprender a dibujar, primero hay que aprender a observar —me dijo un maestro antaño—. Ahora fantaseo en que si yo fuera profesor de dibujo, puede que fastidiara a mis alumnos con técnicas de memorización visual antes de que blandieran cualquier lápiz. Mandándoles a mirar una palmera durante horas bajo el sol, por ejemplo, para que después la recordaran con los ojos cerrados.
Mientras, yo me tomaría un té y me acariciaría la barba.