Un teatrillo. Un espejo.



Los cuentos son el alma del aprendizaje del niño. Hablan su mismo lenguaje simbólico, y son custodios de advertencias y lecciones de miles de años de antigüedad. Es el remanente de aquella sabiduría paleolítica que pasó de boca en boca, en las noches más oscuras, junto al fuego danzarín.

Con tal de explorar su sofisticación y alcance plástico, cuando mi hija iba a cumplir 2 años me propuse de montarle un teatrillo con todos los gadgets que se me ocurrieron. Para diseñar las atmósferas, disponía de varias luces independientes y algunos filtros de color. Así como un sistema de fondos móviles alzados por poleas, música incorporada, y por supuesto, un telón retráctil de rojo satén, icono visual del teatro y la farándula en el imaginario colectivo. También, agregué una fachada con motivos oníricos y ciertos detalles en vistas de más adelante, poder añadir nuevas funcionalidades.  

Quedó precioso. Qué menos ante el esfuerzo y la planificación que supuso. Sin embargo, desde que se lo regale a mi hija, apenas habremos hecho 4 o 5 funciones. Y no es debido a que montarlo suponga un gran esfuerzo, sino más bien a la pereza de construir las historias y crear la escenografía y atrezzo necesarios. En casa del herrero cuchara de palo —dice el refranero—, y en casa del cuentacuentos historias de biblioteca. Así de triste es afrontar lo que somos, respecto a lo que quisiéremos ser.

Y los niños son quienes mejor nos enfrentan a nuestra realidad, y disipan las mentiras de aquella imagen idealizada de nosotros mismos. Sacan nuestras miserias y nuestros demonios. Puede que esta sea la única forma de ver nuestras carencias cara a cara, e intentar corregirlas, limarlas, para acercarnos a ése que creíamos ser.


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