Si andamos por la calle y acontece algún evento inesperado, como pudiera ser que un transeúnte tropiece y caiga de buces al suelo, solemos asumir el deber de ayudarlo si nadie lo ha asumido antes. Porque al ocurrir un accidente, tomando de referencia la base moral estándar, se suele generar de forma espontánea la figura del auxiliador. Un rol que implica un esfuerzo y supone la gestión de una situación complicada, por lo que de primeras, a la mayoría les puede dar pereza llenar la vacante. Seducidos por la desgana, si alguien antes que nosotros asume la responsabilidad de auxilio, fácilmente nos sentimos liberados de ese deber moral. ¿Pero es así? ¿Hasta dónde llega realmente nuestra responsabilidad? Más aún, ¿qué es la responsabilidad?
Antes que nada, hay que tener presente que la cesión de responsabilidad tiene un filo muy fino y peligroso, y se ha probado como personas normales son capaces de torturar y dañar a otros cuando delegan la responsabilidad del acto en alguien que le da la orden. En el libro «Pensar rápido, pensar despacio» de Daniel Kahneman podemos hallar una prueba de ello. En este libro se relata un experimento que resulta muy esclarecedor, donde el sujeto del ensayo está a un lado de una mampara con un mecanismo consistente en un botón o dial —debo confesar que los detalles se han diluido en el mar del olvido—, y en otro lado de la mampara hay un actor del cual solo se ve la sombra.
Una tercera persona, la que conduce la actividad e indica al sujeto del experimento qué debe hacer, va vestida de médico y tiene un porte autoritario y dominante. Esta persona, que asume el mando desde que el sujeto entra en la sala, le dice a este que gire el dial. Cada vez que lo hace, el actor del otro lado se queja y grita como si se le estuviera administrando algún tipo de descarga eléctrica. Curiosamente, la mayoría de individuos sometidos a este experimento, no tienen reparo en provocar dolor de forma repetida a la persona de detrás la mampara, pues delegan la responsabilidad de ello a aquel que ostenta la autoridad y se lo manda. Sienten que no es su culpa.
Y he aquí el sesgo moral de todo ejército, donde sus soldados son eximidos de la responsabilidad en pro de sus comandantes, patrias y objetivos. Pero al disparar un arma, el único responsable final es aquel que aprieta el gatillo. Igual que al apretar el botón en el experimento, la voluntad se ve subyugada pero la autoría del acto permanece inalterada.
Sin embargo no nos podemos responsabilizar de todo lo que les pasa a los demás, eso está claro, el mundo es muy grande y lleno de horrores para que carguemos con esa culpa. Entonces, ¿hasta dónde llega nuestra responsabilidad?
A mi entender, la responsabilidad de cada individuo comprende aquello en lo que podemos influir conscientemente, en la medida que podemos influir. Es decir, somos 100% responsables de tirar un plástico al suelo, pero a partir de ese acto, somos responsables en una fracción muy pequeña del calentamiento global. Aunque al tratarse de un sistema atómico, para cambiar el conjunto solo podemos aportar nuestro granito de arena —¡y debemos hacerlo, si queremos cambiar el conjunto!—.
Por consiguiente, en el experimento arriba mencionado, somos 100% responsables de infligir dolor a la otra persona, por lo menos a partir de la primera vez, en que podemos deducir qué pasará si volvemos a accionar el botón. Puesto que de primeras la ignorancia exime de la responsabilidad, dado que al ignorar algo, no podemos influir en ello. Por tal razón la responsabilidad de los niños es limitada, y la de los animales poco complejos, nula. Ya que no debemos confundir responsabilidad con causa, pues la causa es una propiedad lógica y carece de cualquier acepción moral. Simplemente es.
¿Y qué pasa con el accidente inesperado con que nos topamos al principio de este artículo? En ese caso, que otro ciudadano emprenda la iniciativa en auxiliar a la víctima no nos exime de nuestra responsabilidad, porque dicha persona podría no disponer de los medios o conocimientos necesarios para solucionar la situación, y nuestro escaqueo podría conllevar funestas consecuencias para la víctima. En definitiva, moralmente hablando, habría que intentar ayudar en la medida de nuestras posibilidades, pese a que no nos apetezca mucho, ya que se trata de una situación anómala. Porque como nuestras acciones tienen infinitas consecuencias, y la vida no es inocua, y cada vez que algo hacemos a alguien afecta, podríamos pasarnos el día intentando ayudar a los demás, y hay que acotar el altruismo para que no se convierta en un sinsentido, y que para ayudar a los demás, nos perjudiquemos en exceso a nosotros mismos.
Aquí entra en juego otro concepto primordial, que es la «aceptación de responsabilidad». Somos responsables de tantísimas cosas, que debemos definir y decidir a cuáles atendemos. Un baremo bastante razonable es la gravedad de los acontecimientos. Ante una situación que acarree consecuencias significativas, es más propicio que asumamos la responsabilidad que ante nimiedades, parece obvio. Porque la responsabilidad, al ser un aspecto moral, debe ser asumida por el sujeto. Cuando nos comprometemos con alguna causa o persona, por ejemplo, asumimos la responsabilidad de ello, y al contrario, ante situaciones injustas o personajes de baja calaña, podemos rehusar la responsabilidad sin que entre en conflicto con nuestro sistema moral. Es decir, que si alguien tropieza deberíamos ayudarlo, a no ser que sea un ladrón que nos acaba de birlar la cartera.
Somos responsables de muchas cosas, pero solo nos debemos a aquellas responsabilidades que asumimos.
A final, la única responsabilidad ineludible que nos queda es la de nuestra propia vida. En cuanto somos capaces de actuar, y en consecuencia influir en la realidad, nos alzamos como hacedores últimos de nuestra existencia. Lo que hagamos, es nuestra responsabilidad.
Así de terrible y así de democrático.