Este es un relato liviano, que puede digerirse en apenas una hora.
Su cometido es darme a conocer como autor de ficción. Por ello te invito a catarlo y disfrutar de su sabor. Aquí no hallarás ni espumas ni esferificaciones, solo aventura ligera y juvenil.
Buen provecho.
IM GARTEN EDEN
· Finales de 1938 ·
A la sombra de una gran montaña nevada, Bruno se detuvo con tal de descansar las piernas. Él, el guía y una mula vieja llevaban más de cinco horas de camino bajo el sol de Himalaya, un sol majestuoso y asfixiante que gobernaba en un cielo despejado, carente de nubes, más puro y sereno a estas altitudes propias de los dioses —se decía Bruno en un achaque romántico—. La intensidad del sol ocasionaba que el recuerdo del helor de aquella madrugada al partir del campamento todavía de noche ahora pareciera embustero, casi irreal, y que en la mente de Bruno el tórrido ascenso por la ladera aflorara como la única realidad posible en una tierra tan desolada. «El Himalaya es una tierra de lamas, de magia y de muerte; es una tierra olvidada por los dioses», reflexionó Bruno.
Bruno se sentó en una roca trapezoidal producto de algún desprendimiento reciente del muro que en aquel momento tenían a su derecha, y tras echarle una ojeada a la consistencia de la pared que iba a cobijarle en su sombra, se lió un cigarrillo con el poco tabaco que aún le quedaba en la mochila. Éste estaba seco y olía igual que la paja en que dormían los yaks, pero Bruno no era un alemán remilgado de esos que solían frecuentar el Hotel Adlon o las fiestas berlinesas, así que se conformó con aquel pequeño atisbo de civilización con el que aún podía contar deleitarse.
Junto a la mula de carga, el guía e interprete que contratara en Calcuta, Siawi der Ãœbermensch —«el superhombre» le llamaban en broma los colegas de Bruno—, estaba remontando los últimos metros de pendiente que le separaban de su amo, cuando Bruno tomó consciencia del largo camino recorrido al vislumbrar la llanura desértica que se extendía a lo lejos. Detrás ella, al norte se divisaba aún la silueta borrosa del campamento base, donde aguardaban sus compañeros de la Ahnenerbe, organización cuyo propósito era la investigación de la herencia ancestral alemana, y que gozaba de la gracia de estar tutelada por el gobierno nazi del Tercer Reich.
Tras escupir el culo del cigarrillo, Bruno lo encendió resguardando la llama del viento con una mano algo temblorosa por el esfuerzo físico, y con las primeras bocanadas de humo sus pensamientos empezaron a volar entorno a su situación y su particular trascendencia. Los miembros de la Ahnenerbe habían viajado miles de kilómetros desde Alemania a Calcuta, y de ahí a las puertas del cielo, a Gangtok, en el Himalaya, con tal de estudiar elementos tan variopintos como el origen atlante de la raza aria, las reliquias mágicas tibetanas o los conductos que se decía comunicaban desde aquel punto del globo con la oquedad terrestre. Bruno era el antropólogo del grupo, y había estado recopilando en las últimas semanas minuciosos apuntes sobre la antropometría de las gentes tibetanas, midiendo sus cráneos y confeccionando moldes de sus caras afables. A juicio de Bruno, claramente algunos rasgos de la raza tibetana denotaban la sangre hiperbórea que compartían con los germánicos, aunque aún le quedaba mucho camino por recorrer para poder afirmar que los datos fueran concluyentes; como buen científico de la ciencia aria —había apuntado más de una vez en conversaciones con sus colegas—, él era simplemente un instrumento de la verdad, y ésta emanaría de la investigación, sirviéndose de la pasión, de forma autónoma, igual que el río que fluye hasta el mar.
Sin duda una expedición con unos objetivos tan audaces requería de un comandante igual de intrépido. El elegido para dicho fin fue Ernst Schäfer, un naturalista feroz que gozaba de las simpatías de la cúpula militar. Pero pese a que Ernst lideraba la compañía por motivos más bien políticos, éste ocultaba serios recelos ante las delirantes teorías sobre el origen atlante de los alemanes que Heinrich Himmler, verdadero padrino del proyecto en que estaban inmersos, promulgaba. Bruno intuía tal escepticismo, y por ello despreciaba a Ernst, el cual consideraba un sádico y un traidor. Un sádico por practicar la caza de forma obsesiva: realmente aquel viaje para Ernst era sólo un pretexto para dar rienda suelta a sus filias homicidas —opinaba Bruno, que en más de una ocasión le había visto beber la sangre de sus presas—. Y un traidor por despreciar las tesis de los padres del Großdeutsches Reich, que tanto les habían dado y que tanto amaban su Raza. Como los alquimistas habían precedido a los científicos modernos, el conocimiento ocultista era a todas luces —creía firmemente Bruno— la puerta a las ciencias del mañana.
Por esta razón, por el dudoso compromiso del líder de la expedición con las facetas más trascendentes de la investigación, Himmler había decidido confiar en Bruno, y no en Ernst, la misión principal de aquella odisea transtibetana por el tejado del mundo. El mismo Himmler en persona había encomendado a Bruno la tarea: se trataba de hallar un antiguo ritual secreto, ya perdido, que según se decía era capaz de invocar al mítico rey Gesar. Puesto que el amparo del espíritu guerrero de dicho rey de leyenda daría la victoria al Führer en cuantas batallas tuviera que acometer en el futuro —dijo Himmler a Bruno—, y en vistas de los recelos que en Europa estaban despertando las aspiraciones legítimas de la Alemania nazi, no tardarían en requerir de semejante ayuda. Por eso Bruno no podía fallar en su cometido. En parte, el futuro de su gente, de su raza y de su patria, estaba en sus manos, y eso hacía que Bruno se sintiera como un héroe germánico de antaño, como uno de aquellos que alababan las sagas nórdicas. Aunque él no tuviera que enfrentarse ni con dragones ni con gigantes de la escarcha, su misión se presentaba igualmente complicada y peligrosa.
De momento, la única pista que tenía Bruno sobre el posible paradero del ritual era un quebradizo mapa medieval que Himmler le facilitó antes de partir. En él se describían cordilleras y ríos de nombres ya olvidados, pueblos desaparecidos u otros hitos geográficos que los siglos habían ofuscado. Además, por si esto no fuera suficiente, la leyenda del mapa estaba redactada en sánscrito, un idioma que Bruno desconocía, salvo las cuatro palabras clave que había memorizado con tal de ser capaz reconocer el ritual de invocación si llegaba a posarse ante sus narices. Aquí es donde entraba en juego Siawi, el guía e intérprete, pieza indispensable de aquella misión secreta. Tan secreta que ninguno de sus compañeros de la Ahnenerbe estaba al corriente de los pormenores de la misma, y su marcha aquella mañana había propiciado algún que otro cuchicheo perspicaz. «Órdenes del Führer, máximo secreto», había alegado Bruno ante la mirada indagatoria de su amigo Karl Wienert.
Pero al fin Bruno había emprendido su gran misión, y ahora, apoyado en una roca fumaba y rememoraba todo lo ocurrido; una sucesión de acontecimientos que le trasladaban desde un oscuro despacho en Alemania, hasta aquel camino pedregoso en las mismísimas cumbres del Himalaya.
—¿Estás seguro de que es por aquí? —preguntó Bruno al guía mientras apuraba la colilla del cigarrillo.
Siawi, que acababa de llegar, tardó unos segundos en responder:
—Es lo que parecen indicar todas las señales señor Beger —dijo una vez recuperó el aliento—, pero no puedo asegurarlo al cien por cien… Ahí está el “Pico del Sol”, y no lejos de aquí fluyen dos ríos que dibujan una esvástica, como marca el mapa; el templo, no debe quedar muy lejos —y el guía terminó la frase más como una súplica que como una afirmación, bajando progresivamente el tono de su voz melodiosa y de acento estrambótico, con dejes británicos.
—Venga, no te entretengas —apremió Bruno retomando la marcha—, no disponemos de demasiados días para llevar a término nuestro cometido.
—Sí señor Beger, pero siga usted primero.
Adelantándose, gracias a sus largas piernas, Bruno pronto ganó cierta distancia con el guía y el animal de carga. Escasos segundos más tarde la mula se quejó con un bramido cuando Siawi tiró de las riendas de nuevo. Y no era para menos —pensó Siawi—, el animal portaba encima provisiones para cinco días, la tienda de campaña, mantas, y la máquina de escribir de Bruno. Hombre y bestia subieron con parsimonia por un camino que se dibujaba en la ladera, y al superar un promontorio marcado por un túmulo de piedras, Siawi distinguió que otra vez el señor Berger se había detenido a descansar. Extrañado, Siawi se apresuró a llegar hasta él, aunque avanzar tirando de la terca mula tenía sus inconvenientes, y ésta era reticente a modificar su sosegado ritmo de marcha.
Pero Bruno no estaba descansando, sino que contemplaba pasmado una escena macabra que no esperaba encortar en un paraje tan desolado, donde la huella del hombre raramente se intuía. Delante del antropólogo un cadáver se hallaba postrado en el suelo, medio desollado, colmado de buitres que arrancaban su carne putrefacta en un festín dantesco. El cuerpo desnudo parecía pertenecer a un hombre joven —dedujo Bruno por la carne mullida que aún permanecía adherida al hueso—, y se movía de vez en cuando con espasmos imposibles al tirar un buitre de aquí o rasgar allá.
—Un “enterramiento celestial” —explicó Siawi al llegar—. El cuerpo, para los seguidores del Buda, es sólo un receptáculo, señor Beger. Una vez muere la persona el cuerpo queda vacío, sin nada de valor en su interior. Qué mejor que sirva de alimento a otras criaturas vivas. —Y el guía reanudó la marcha sorteando la mole de carroñeros.
Todavía conmocionado Bruno le siguió. Aquella era una tierra de contrastes —se dijo—, donde cabía encontrar desde las manifestaciones espirituales más sublimes hasta a las costumbres más salvajes concebidas por el hombre. Pese haber estudiado, debido a su condición de antropólogo, a diversas comunidades aborígenes de alrededor del globo, y amar aquella naturaleza en bruto que destilaba todo lo tradicional, Bruno era incapaz de no juzgar las culturas ajenas bajo un filtro occidental muy arraigado en su mente. El misticismo y la liturgia del budismo tibetano le fascinaban, pero también le costaba entender sus preceptos filosóficos; entender el significado profundo que escondía una doctrina religiosa tan colorista y compleja tras de sí. Aun así atisbaba cómo la utilización que hacían los jerarcas religiosos tibetanos de los símbolos era magistral, y Bruno había tomado varios apuntes con intención de trasmitirlos a sus superiores de la Ahnenerbe. Como consecuencia de su encuentro con Himmler, el ego de Bruno se había hinchado sobremanera, y el antropólogo se creía capaz de alcanzar las más altas esferas. Convencido de que se hallaba ante la oportunidad de su vida, Bruno poseía la esperanza de que sus notas sobre el simbolismo tibetano, repletas de sugerencias de cómo aplicar su esencia y poder de sugestión en el Reich, llegaran hasta el mismo Goebbels. Si esto ocurriera, Bruno sabía que se catapultaría su carrera dentro del Imperio que la guerra que se avecinaba iba a forjar; una guerra que se comentaba por todas partes era inminente. En cualquier caso, antes debía completar con éxito su misión.
A Siawi parecía no impresionarle ni el enterramiento aéreo ni las extravagantes teorías de su amo sobre la Atlántida o la tierra hueca. Siawi era un hombre práctico, fuerte e inteligente, y poseía un tono de piel profundamente tostado que evidenciaba la distancia de su casta con la de los brahmanes. Hablaba tibetano, inglés y alemán, y Bruno nunca hubiera llegado a imaginar los vastos conocimientos que poseía aquel sencillo indio de Arunachal Pradesh, y lo mucho que se había visto forzado a viajar durante su vida; primero fue a Londres con los británicos, después, debido a su instrucción sánscrita, a la Universidad de Tubinga con un estudioso de los Upanishads. Pero para Bruno era un simple guía, alguien a su servicio, y esencialmente el único medio para comunicarse con las gentes de los alrededores. Y en verdad Bruno a veces veía a Siawi más como una herramienta que como una persona, pues su orgullo racial o su visión prepotente y colonial del mundo, le impedían considerarlo un igual a su misma altura.
Dejando atrás la horrible escena del enterramiento celestial, siguieron su ascenso sin descanso, ojeando cada cierto tiempo el quebradizo mapa que debía guiarles, y comparándolo con unas vistas de una inmensidad sobrecogedora aunque indiferenciada. Al mediodía ya habían cruzado el collado que les separaba del valle, y bajaban en eses por los derrubios de la otra ladera de la montaña cuando avistaron con claridad dos ríos que se unían formando una cruz, y entre ellos, sobre un cerro de roca, una edificación aislada.
—Señor Beger, mire —instó Siawi, que fue el primero en advertir la construcción—. ¿Será ese el templo?
Sin pronunciar palabra alguna Bruno entrecerró los ojos y analizó el edificio. Desde la lejanía aquella construcción no se diferenciaba de otras que se habían cruzado en el camino. Era quizás un poco más grande de lo habitual —se fijó Bruno—, y sus extraordinarios muros de piedra parecían infranqueables. Por lo demás, sus tejados escalonados y las celdas de sus ventanales se asemejaban a los caserones o monasterios de la zona.
—Los ríos circunflejos —continuó Siawi señalando alternativamente el mapa y el paisaje—, el promontorio sagrado… Ese debe ser el templo.
—Eso espero —dijo Bruno, y continuó el descenso con cuidado de no resbalar en las piedras quebradas del derrubio.
Siawi no supo si interpretar lo dicho por su amo como una amenaza o como un anhelo de esperanza, pero prefirió no pensar demasiado en ello, y le siguió centrando su atención en el panorama y aquella construcción misteriosa, deleitándose en la reverberación del murmullo del agua que la forma del valle amplificaba. ¿Serían verdad todas aquellas historias inverosímiles que el señor Berger contaba sobre la oquedad terrestre o la Atlántida? ¿El mítico rey Gesar, y el ritual que estaban buscando, serían en el fondo algo más que mera leyenda? Pero las dudas que plantearon aquellas interrogaciones no duraron demasiado en la cabeza de Siawi, todavía reacio a creer en tales fantasías sin fundamento. Aunque bien era cierto —se recordaba el guía— que el mapa les había guiado hasta allí con precisión, que los ríos y las montañas en él trazadas existían, y que aquel edificio portentoso perfectamente podía resultar ser el recinto sagrado de Tierra-pura que Bruno tanto deseaba encontrar. Pese a todo, era muy probable que la aventura terminara al llamar a las puertas de aquel templo —se alentaba Siawi—; todo terminaría al descubrir que el templo sólo albergaba unos pocos monjes solitarios que por suerte, seguro estarían en posesión de algún mantra mágico u objeto místico que pudiera satisfacer las ansias esotéricas del señor Berger y sus dirigentes europeos.
Sin llegar al fondo del valle, los dos viajeros torcieron el rumbo para tomar un paso de tierra que llevaba directamente a al montículo de roca donde se alzaba el templo. Al acercarse al edificio, las paredes que lo franqueaban se mostraron incluso más empinadas e inaccesibles que desde la lejanía si cabe, y Bruno las contempló ceñudo, ocultando su preocupación detrás de un semblante arrogante, mientras que Siawi empequeñeció a su sombra. Rodearon la construcción, y resiguieron el perímetro de un patio que durante el descenso había quedado ofuscado por la torre del edificio principal, hasta que en la cara norte, unas puertas gigantescas les dieron la bienvenida a la vez que detuvieron su paseo.
—¿Llamamos señor? —indagó Siawi—. ¿Quiere que grite a los de dentro para que vengan a recibirnos?
—No —dijo sin más.
—¿Entonces señor Beger?
Por respuesta Bruno se sentó en una roca y se lió un cigarrillo. Mientras fumaba en silencio analizó la muralla y aquellas puertas de madera oscura, repletas de plegarias en sánscrito y símbolos arcanos que la intemperie había desdibujado. A un lado del muro nacía un camino que descendía hacia el valle y sus ríos, mientras que al otro lado, de un pequeño grupo de helechos surgía un árbol enjuto pero alto, desprovisto de cualquier hoja, que Bruno observó con pillería.
—¡Siawi! —llamó entonces Bruno al guía que se había acercado a admirar la portalada de cerca—, tengo una idea, ven. Ven y tráete el espejo para afeitarse que guardé en la alforja derecha de la mula. Venga, no te entretengas.
—¿Qué pretende señor Beger? —preguntó Siawi una vez llegó con el espejo.
—Ven —dijo—. Mira: Súbete a ese árbol Siawi, y una vez arriba, pon el espejo de tal forma que yo pueda ver también el interior del recinto. ¿Lo ves posible? ¿Te crees capaz de subir por ese tronco?
—Lo intentaré señor Beger —respondió resignado Siawi.
—No esperaba menos de ti, ¡mi querido “Ãœbermensch”! —le alentó Bruno tras darle un golpecito en el hombro.
De inmediato el polifacético guía se puso manos a la obra, evaluó la dificultad de la tarea desde diferentes ángulos, y comenzó a trepar por el raquítico árbol. Los primeros metros del ascenso los subió con cierta soltura gracias a las ramas que brotaban a intervalos más o menor regulares del tronco, pero pronto el árbol se inclinó levemente por el peso, y Siawi temió que no fuera a aguantar. Desde abajo Bruno le espoleaba a seguir escalando mediante gestos con las manos, y Siawi decidió ignorarlo, no volver a mirar abajo y centrarse en sus pies y sus manos. Para Bruno el guía se asemejaba a un mono trepando por una gigantesca espina de pescado, y mientras cavilaba sobre qué haría si Siawi se resbalaba y moría, a punto estuvo de darle una rama al caer. Por esta vez, el antropólogo nazi no se lo recriminó, ya bastante tenía el indio —pensó Bruno— con mantener el equilibrio. Cuando Siawi estuvo a suficiente altura, sacó el espejo con tremendo cuidado, y lo posicionó de tal forma de que Bruno pudiera contemplar también el interior del recinto cercado.
—¡No veo nada! —voceó Bruno.
—Hay un patio con dos melocotoneros —explicó el guía a la par que movía el espejo—, y el acceso al edificio mayor… y un pozo, y se ven las habitaciones de la primera planta.
Con esfuerzo Bruno consiguió vislumbrar unas ventanas paralelas y las flores de un rosa pálido de uno de los melocotoneros en el reflejo del espejo que Siawi sostenía. Quizás lo del espejo no había sido la mejor idea del mundo —pensó Bruno fastidiado—, pero por lo menos Siawi había podido echar un vistazo detrás del muro.
—No parece haber nadie aquí adentro señor Beger —dijo el guía, que empezaba a temblar levemente por la tensión muscular.
—¡Baja! ¡Ya encontraremos la forma de entrar!
Para descender Siawi primero guardó el espejo, y acto seguido miró hacia abajo por encima de su hombro. Cuál fue su sorpresa al descubrir que junto al señor Beger, a pocos metros detrás de su amo, un anciano lo contemplaba a la par desde el suelo. ¿Quién demonios era ese abuelo harapiento que había aparecido de la nada? —se preguntaba Siawi desde las alturas—. ¿Acaso sería un monje del templo? Resultaba —determinó—, lo más probable.
—¿Qué pasa Siawi? ¿Bajas? —exhortó Bruno al guía.
—¡Namaskar! ¡¿Hajur sanchai cha?! —saludó Siawi desde arriba, provocando que Bruno se diera la vuelta y descubriera al recién llegado.
—¡Vaya! —se sorprendió Bruno—. Namasté, namasté.
—Namaskar —correspondió el anciano, uniendo las palmas de las manos e inclinando la cabeza mientras se dibujaba una amplia sonrisa en su rostro lleno de profundas arrugas.
Entretanto Siawi bajaba del árbol, Bruno y el anciano se escrutaron mutuamente con la mirada, tan extraño era el uno para el otro como viceversa. Y aunque el viejo, sin perder la sonrisa, pronunció un par de frases completamente incomprensibles para Bruno, éste no contestó nada, y se limitó a estudiar la figura e indumentaria de aquel hombre. Sus ropajes rojizos descubrían que debía tratarse de alguna clase de monje, no obstante su indumentaria distaba de ser igual a otros religiosos que Bruno había visto por la zona, y encima los hombros llevaba una humilde capa de saco mal atada. Por lo demás iba sucio y con el pelo desaliñado, pese a que encima del bigote lucía una gran nariz aguileña, de porte aristocrático, y su frente era ancha y su rostro alargado, signos propios —advirtió Bruno con interés— de la razas superiores.
—Dile que venimos a… —empezó Bruno cuando Siawi descendió—. Dile que venimos de tierras lejanas, de la gran Alemania, enviados por su… rey y caudillo supremo, el Führer Adolf Hitler, y que nos gustaría conocer su monasterio. Bueno, pregúntale si… si esto es un monasterio, y qué hacen en él.
Siawi se dirigió al anciano, y conversaron unos minutos hasta que el guía e intérprete volvió a comunicarse en alemán con su amo.
—Dice que vive él solo en la casa —explicó Siawi a Bruno, que no daba crédito a que un hombre tan mayor habitara sin nadie más un edificio de semejante envergadura—. Su nombre es Subachandra, y no es ningún monje Budista, aunque sí me ha dicho que es un hombre espiritual señor Beger, una especie de ermitaño, o de “bibliotecario”, no sé cómo traducirlo, y dice que desde hace muchos años custodia esta casa y lo que ella alberga.
—¿Y qué alberga? Dime Siawi, qué guarda el viejo ahí adentro.
—Supongo que manuscritos o reliquias señor Beger —aventuró Siawi, que no había profundizado en el tema durante aquel primer intercambio de palabras—. Puede que él sea “nuestro hombre”, señor Beger.
—Pregúntale si podemos entrar —se apresuró a solicitar Bruno algo nervioso—, pregúntaselo.
Bruno los miraba fijamente mientras hablaban, intentando sonsacar algo de un idioma que le era tan extraño y disonante, ansioso por conocer más de los misterios que escondía el viejo en su refugio amurallado.
—Dice que si queremos podemos pasar a tomar un poco de té y comer algo —dijo al fin Siawi—, pero que debemos asegurarle que no nos llevaremos nada de su casa. Esa es su única condición, señor Beger.
—Prométeselo.
En los ojos de Siawi podía leerse que no le parecía nada adecuado el pretender engañar a aquel venerable anciano que no les había hecho nada, pues justamente estaban buscando reliquias y rituales que llevarse a Europa, por eso el guía permaneció quieto unos instantes.
—Pero… —empezó a decir.
—Prométeselo —repitió Bruno cortando a Siawi, quien dejó a un lado sus reticencias tras unos segundos de duda y obedeció, recordando lo mucho que le pagaba el señor Beger.
Una vez se lo hubo prometido, el anciano lanzó una sonrisa afable a Bruno, y se postró de nuevo juntando las manos. Luego los condujo hasta la entrada, y la desbloqueó, entreabriendo uno de los portalones lo justo para que pudieran acceder, con una llave de longitud tan exagerada que Bruno no pudo evitar dejar escapar una risita. Al rebasar la entrada Bruno sintió un cosquilleo que atribuyó a la excitación, y Siawi se notó algo abatido por el remordimiento, pero de repente la atención de los dos viajeros se vio atrapada por el patio que apareció ante ellos, el que Siawi avistara desde las alturas, pero que ahora contemplaba con una renovada fascinación. Qué belleza la de aquellos dos melocotoneros en flor —se dijeron Bruno y Siawi internamente, cada uno por su lado y a su forma—, qué delicada armonía en medio de la abrupta y parca naturaleza del Himalaya.
Cruzaron el patio sin ser capaces de apartar la mirada de los dos árboles floridos, que a pesar de no sostener ningún fruto en sus brazos, destilaban un halo de vida y frescor que se extendía desde sus más altas ramas, hasta la alfombra que conformaban cientos de pétalos blancos esparcidos por el suelo. Era como si las flores de aquellos árboles respiraran, y al hacerlo, exhalaran el más puro aire jamás creado; era casi —juzgó Siawi— como si sus pétalos brillaran.
El viejo les condujo a una sala prácticamente diáfana, donde siquiera unas pocas columnas rojas en los laterales dividían el espacio. Ahí las paredes estaban decoradas con tapices que encerraban demonios y mitos pre-búdicos, mientras que al fondo un par de escalinatas de madera milenaria y oscura subían a la primera planta.
Una vez ya en el interior del edificio principal, el ensueño del patio se disipó con rapidez, y los dos visitantes volvieron a sus mundanas preocupaciones: Bruno no paraba de buscar por todos lados algún indicio de los tesoros que el viejo custodiaba; en cambio, en el corazón de Siawi empezaba a germinar el miedo. Temor incitado por el hecho de haber traicionado la confianza de un anciano tan venerable al engañarle sobre las verdaderas intenciones de su patrón occidental.
Como si hubiera leído los pensamientos al guía indio, el anciano se giró y le agarró la mano con un deje de indulgencia en el rostro. Por un momento Siawi creyó que el monje iba a otorgarle algún tipo de perdón, mas no fue así, y en su lugar le anunció que iba a por el té. Luego se marchó.
—Siawi, ¿has visto algo que pueda interesarnos? —indagó Bruno, una vez estuvieron solos en la sala—. No he tenido oportunidad de ver nada de los pisos de arriba a través de los ventanales, me… me he despistado con los malditos duraznos.
—A mí me ha pasado igual señor Beger —admitió Siawi—, pero si existe algún objeto de valor debe estar en la torre. Eso creo yo. Las ventanas de los laterales a que se refiere lo más seguro es que sólo escondan los dormitorios, como me ha parecido avistar antes desde lo alto del árbol.
—Buena observación Siawi, pero no des nada por sentado. Si estamos realmente en “el templo”, podemos esperar hallar cualquier prodigio en él. Himmler me lo advirtió: nada… nada es… lo que parece —rememoró Bruno también para él.
Cuando volvió el anciano, acarreaba consigo una bandeja con tres tazas de barro. En ellas humeaba el té con manteca de yak y una pizca de sal que les había preparado. Al lado, unas pastitas para acompañarlo.
Bruno detestaba aquel brebaje, su sucio color cobrizo y su intenso sabor, así que una vez acomodados en el suelo, sospesó la taza con asco y volvió a dejarla.
—Si no va a beber señor Beger —dijo Siawi con disimulo—, tocar la taza puede ser considerado una falta de respeto.
—No voy a beber de eso —soltó Bruno—, ¿quieres que enferme?
Pero tras chasquear la lengua contrariado, y con tal de contrarrestar su presunta grosería ante el anciano, Bruno decidió catar una de las pastas, arrepintiéndose de inmediato de tal concesión. Su sabor era horrible, agrio y empalagoso, y no tuvo otro remedio que echar un sorbo del té para que bajara por su nuez. El viejo sonrió complacido.
—Pregúntale —empezó Bruno—, pregúntale si conoce al heroico rey Gesar. Dile que nos interesa su historia, su legado, y cualquier información relacionada con él que pueda facilitarnos será bienvenida, y si vale la pena, generosamente recompensada. Adelante Siawi.
—Dice que Gesar nunca existió —contó Siawi después de una pequeña conversación con el anciano—. Que es sólo una leyenda… un cuento. Pero también dice que tendrá en bien en enseñarnos su epopeya, la del rey Gesar, si así lo deseamos, señor Beger. Aunque debemos recordar, ha remarcado, que no podemos sacarla del recinto. —Entonces el viejo se rió y añadió una frase, que Siawi se apresuró en traducir—: Dice además, señor Beger, que si quisiéramos llevarnos la epopeya tampoco podríamos: según tiene entendido es el poema más largo que jamás ha existido, y difícilmente podríamos acarrearlo con nuestra mula escuálida.
—Conozco bien el poema del rey Gesar —mintió Bruno que siquiera había leído un resumen de la obra—, díselo. No es nuevo para mí. Pero que no se equivoque, los mitos y las epopeyas no son exclusivamente fantasías insustanciales. No. Son, en gran medida, el testimonio de otros tiempos, recuerdos difusos que albergan verdades que hay que saber interpretar. —Simultáneamente avanzaba el discurso, Siawi lo iba traduciendo en un murmullo en segundo plano—. ¿O acaso él no cree en Buda? ¿O en las fuerzas sobrenaturales que sea? ¿O no debemos fiarnos de las sagradas escrituras porque incorporan elementos que se nos antojan asombrosos? No digo que todo lo que cuentan los mitos sea completamente veraz, no soy idiota —dijo Bruno jocoso—, pero sí estoy convencido de que éstos esconden en su interior conocimientos ocultos; que sus personajes e historias, aunque ligeramente diferentes, un día fueron tan reales como los somos nosotros ahora.
El intérprete había trasladado al anciano una versión más formal, educada y sintética del discurso de Bruno, obviando algunas impertinencias y desestimando todo lo que no era sustancial. La respuesta no se hizo esperar, y llegó primero por boca del anciano, pero a los pocos segundos aquel lenguaje ininteligible para Bruno fue solapado por la traducción que llevaba a cabo Siawi mientras el viejo hablaba.
—Los hijos de Caín siempre habéis sido muy interesantes —dijo Siawi, o más concretamente el abuelo a través de Siawi—. Vuestra mente es libre y a la vez esclava de la ilusión, pero no seré yo quien os haga despertar. —Tanto Bruno como el mismo Siawi quedaron estupefactos por las palabras del viejo que Siawi acababa de traducir—. Quiere… Quiere saber si sois cristiano señor Beger —añadió al final Siawi.
—¿Hijos de Caín? —repitió Bruno con sorpresa y medio riendo—. ¿Es eso lo que ha dicho, no Siawi? ¿Caín? ¿Pero qué puede saber este viejo del cristianismo? Bah. Los únicos hijos de Caín son los descendientes de las razas inferiores y su marca es el color de su piel —espetó Bruno burlón, pero Siawi no lo tradujo—. No. Dile que no soy cristiano, si eso significa someterse al dios de Abraham. Pero dile que evidentemente conozco la Biblia y la palabra de Jesucristo. ¿Pero él qué va a saber de nuestros dioses y cultura? —volvió a cuestionarse—. Dile también que he estudiado la mitología de mis portentosos ancestros nórdicos, y los rituales paganos que se realizaban antaño, y puedo asegurarle que existen energías en este mundo que todavía no pueden ser explicadas. Que el mítico rey Gesar, el cual investigamos para gloria del Tercer Reich, sí existió.
El silencio que precedió a la contestación del anciano, sirvió para que Bruno se diera cuenta de lo absurdo de la situación: él, un representante del mundo europeo civilizado —especuló para sus adentros— defendiendo la validez de la mitología enfrente a una especie de monje ermitaño que se erigía como abanderado del escepticismo; un monje —se repetía Bruno— de una de las partes más místicas y esotéricas del globo.
—Dice que él conoce mejor nuestras tradiciones que nosotros las suyas —trasladó Siawi a Bruno—. Os pide, que por muestra le expliquéis el génesis de la Biblia cristiana, señor Beger. Queréis que le diga que… que…
—No Siawi —le cortó Bruno, aun ignorando qué iba a proponer el guía indio—. No hay ningún problema: le contestaré y seguiré con su juego. Y espero, que de esta manera, él después nos conteste algunas preguntas —expuso con mirada pícara y tono despreocupado Bruno a Siawi, y seguidamente dejó transcurrir unos segundos de espeso silencio—. Pues verás, venerable anciano —empezó diciendo con cierto sarcasmo—, el génesis cristiano nos cuenta que Dios, nuestro Señor, creó el mundo en seis días, y el séptimo descansó. —Siawi iba traduciendo—. Entonces creó al hombre para que disfrutara de ese mundo, y después creó a la mujer para que le hiciera compañía, tú ya me entiendes —anotó con un movimiento explícito—. El primer hombre se llamó Adán, y la primera mujer se llamó Eva, y juntos habitaron el jardín del Edén, sin preocupaciones, ni hambre, ni enfermedades. El jardín del Edén era un paraíso, un lugar fecundo donde el hombre y la naturaleza coexistían en armonía, donde la comida crecía en los árboles y nunca faltaba. Y Dios, dijo al hombre que podía vivir en él siempre y cuando respetase una sola norma: la de no comer del árbol de la ciencia. —Y Bruno se percató de que aquello era similar a la única condición que les había impuesto el viejo: la de no llevarse nada de ahí. La cual, por otro lado, Bruno pensaba quebrantar convencido de que ningún castigo divino lo asolaría. Tras esta reflexión, que apenas duró una fracción de segundo, continuó—: Pero bueno… ¿Qué… No sé qué esperaba Dios que pasara? La verdad, no hace falta ser un genio para deducir lo que iba a ocurrir, pero bueno, pasó lo que tenía que pasar. Y eso fue que un día, Adán, tentado por Eva, quien a su vez había sido tentada por la serpiente, comió del manzano sagrado que Dios les había prohibido. Y debido a su acto de rebeldía fueron expulsados del jardín del Edén, y condenados a vagar por la tierra, a trabajar el hombre con las manos y a sufrir la mujer durante el parto. Ese es el castigo que impuso Dios al primer hombre y a todos sus descendientes por aquel desafío a su autoridad.
Todavía Siawi necesitó unos instantes para concluir la traducción, y su voz se diluyó en la atmósfera cada vez más penumbrosa de la sala. Después el viejo habló:
—Tu relato, extranjero, no es ex… no es del todo exacto —decía Siawi con sosiego, trasladando al alemán la voz áspera del viejo—, y eso que estás hablando de la religión de tus padres, y de tu pueblo. Pues según el primer libro del Torá, en el principio, fueron dos, y no uno, los árboles prohibidos. Fueron dos los árboles que Elohim plantó en el centro del Edén: uno, el árbol del conocimiento del bien y del mal; el otro, el árbol de la vida. Como he dicho antes, conozco mejor vuestras tradiciones que vosotros mismos.
—¿Y eso qué importa? —no pudo evitar quejarse Bruno que empezaba a perder la paciencia y el buen humor—. Dile que tiene razón, dile que es un hombre muy sabio y nos… postramos, o lo que sea, ante él y su sabiduría. Pero pregúntale si ¿va a ayudarnos o no?
—Dice que por supuesto nos ayudará en lo que requiramos, señor Beger —contestó Siawi—. Que si queremos estudiar el ejemplar del poema del rey Gesar de que dispone, nos llevará hasta donde lo guarda.
—No. El poema no es lo que buscamos —masculló Bruno frotándose la frente—. Pregúntale si tiene cualquier otro… documento, que haga referencia al rey Gesar. Pregúntale si sabe algo de un ritual de… de invocación. Díselo sin tapujos: de invocación del espíritu del rey Gesar.
Por respuesta el viejo rió a carcajada suelta, de una forma un tanto exagerada que Bruno juzgó tenía que estar forzando el abuelo con tal de humillarle. De nuevo el intérprete volvió a interrogarle con las mismas preguntas, empujado por la mirada imperiosa de su amo, y para su alivio, esta vez el viejo contestó con algo más que una risotada.
—No —dijo Siawi trasladando la contestación del anciano, que no había sido tan escueta como una simple negación, y por ello tuvo que ampliarla a continuación—. Dice que no sabe nada más, señor Beger. Que sólo está en posesión del poema.
—Estoy seguro de que oculta algo —confió suspicaz Bruno a Siawi—. El mapa que me entregó Himmler no puede estar equivocado. El ritual ha de estar escondido por aquí, en alguna parte, de eso estoy completamente seguro.
—¿Y qué hacemos entonces señor Beger? —preguntó Siawi algo preocupado por la respuesta que sospechaba le daría su amo—. Él no parece que quiera colaborar. Quizás debamos convencerlo de alguna forma, quizás…
—El futuro de la nación alemana no va a ser sentenciado por las memeces de un lama chocho, mi querido Siawi. Si él no quiere facilitarnos las cosas, pues tendremos que tomarlas por la fuerza —decía Bruno, y el anciano lo observaba sin entender nada, manteniendo impertérrito una sonrisa afable grabada en el rostro—. ¿Puedo confiar en ti mi querido “Ãœbermensch”? ¿Puedo? Pero… Pero no temas por el anciano, no voy a hacerle nada. Veo el miedo en tu cara, no temas. Únicamente llevaremos a la práctica un plan inofensivo, que no le perjudicará. Escucha: vamos a quedarnos aquí a pasar la noche, y así, podremos aprovechar, cuando duerma, para buscar el ritual de invocación del rey Gesar que estoy convencido esconde el viejo en algún lugar. ¿Qué me dices? Pregúntale si podemos pasar la noche en su casa, y dile que mañana partiremos sin falta. Seguro que no va a ponernos trabas: la hospitalidad es lo primero para estas gentes. ¿Puedo confiar en ti Siawi? ¿Me ayudarás?
—Sí señor Beger —repuso Siawi, asolado por la sensación de estar incurriendo en un delito imperdonable.
—Pues adelante.
Como había predicho Bruno, el venerable anciano no puso ningún inconveniente en que pasaran ahí la noche, y añadió que podían quedarse como huéspedes cuanto desearan, que la soledad se le hacía cada vez más pesada a medida que se sucedían los años. Pero Bruno no tenía intención de permanecer en aquel lugar más de lo necesario. El ambiente de la casa era inquietante, había algo dentro del recinto que producía que a Bruno, si bien de forma leve, el bello de los brazos se le erizara. Cuando diera con el dichoso pergamino que contuviera el ritual, se marcharía de ahí, eso lo tenía claro, por mucho que el anciano se sintiera solo y deseara conversar.
Al acabarse Siawi el té y enfriarse el de Bruno, el anciano les condujo a la planta superior, a unas habitaciones en el flanco de la construcción, donde les indicó pasarían la noche y podían dejar sus cosas. Durante el trayecto a los aposentos Bruno husmeaba los oscuros recovecos de la casa con los ojos entrecerrados, en busca de cualquier señal o pista que delatara el paradero del codiciado ritual mágico. Pero nada le pareció especialmente singular ni sospechoso, más de lo que cabía esperar de un edificio de tales características, repleto de tallas en madera por las paredes, elementos ornamentales de bronce por todas partes, y tapices coloristas colgando aquí y allá.
Mientras en su habitación Bruno fumaba un cigarrillo, Siawi aprovechó para subir de la calle todo aquello que el señor Beger le había indicado necesitaría: su máquina de escribir, para realizar un informe de lo hasta entonces acontecido; el maletín con sus herramientas médicas, en su mayor parte utensilios antropométricos con que medir cráneos y proporciones humanas, aunque también pudieran servir de ganzúas o palancas si era de menester; y finalmente sus ropas, entre las cuales recordaba haber guardado un uniforme negro aquella mañana, indumentaria que esperaba le ayudase a ofuscarse en las sombras al caer la noche.
Siawi encontró a Bruno asomado por la ventana, apurando la colilla, meditando sobre la extraña conversación que había mantenido con el anciano. ¿Quién era? ¿Por qué conocía e insistía en la tradición judeocristiana de Bruno? —se interrogaba el eminente antropólogo alemán en su pesado silencio—. ¿Por qué sostenía que el mítico rey Gesar no era otra cosa que una fantasía plasmada en un poema interminable? Bruno no entendía absolutamente nada, y cuando atisbó de soslayo al guía e intérprete indio entrar ni se inmutó. Éste dejó una mochila encima de la cama, y se fue de la habitación a por más carga sin pronunciar tampoco él mote alguno. «Hijos de Caín… El jardín del Edén… El rey Gesar…», se repetía internamente Bruno una y otra vez como si se tratase de un acertijo, buscando la conexión, sin hallarle un sentido. Entonces corrió hasta la cama, y sacó una biblia de bolsillo que guardaba en un lateral de la mochila. Se trataba de un regalo de su amada Katharina, un recuerdo de que ella seguía aguardando su regreso en Stadtroda, aferrándose a su fe. La biblia estaba dedicada en la primera página con sentidas palabras, y uno de los rubios mechones de Katharina reposaba aplastado entre dos hojas, como una flor seca, sacrílega y pecaminosa, o como un fetiche que les unía de manera espiritual a pesar de la distancia.
Bruno se humedeció las yemas de los dedos y separó un papel que de tan fino, era casi translúcido. Justo al principio, en la segunda página del Génesis del Antiguo Testamento, ahí estaba: el viejo tenía razón, eran dos los árboles que Dios había dispuesto en el centro del Jardín del Edén para tentar al hombre.
—“No moriréis —había dicho la serpiente a Eva, y ahora Bruno lo leía a voz, en un susurro prácticamente imperceptible—. Dios sabe que cuando comáis de él se os abrirán los ojos, y seréis como dioses”.
Regresó a la ventana y volvió a admirar los dos melocotoneros. Su belleza, su fragancia, no eran de este mundo.
—Y seréis como dioses… —repitió, y tuvo una idea audaz—. No. No es posible —negó Bruno, refiriéndose a que aquellos dos árboles fueran en verdad los dos árboles prohibidos que relataba la Biblia.
La idea se presentó absurda incluso para él, que era capaz de confiar en las tesis atlantes de Himmler o los sinsentidos de la tierra hueca, pero aquello sobrepasaba el límite de su credulidad, y desestimó la teoría consciente de que estaba empezando a perder el vínculo con la realidad. Algo extraño escondía aquel templo y su enigmático ocupante, pero fuera lo que fuera —se dijo Bruno—, no tendría nada que ver con la tradición judeocristiana, pues eso era ridículo, sino que tendría relación con los misterios que oriente y el inaccesible Himalaya custodiaban con celo. Quizás el viejo quería confundirlos —razonó— y desviar su atención del ritual de invocación que buscaban. Tenía que estar alerta, no dejarse embaucar. Himmler se lo había advertido: «nada es… lo que parece, Bruno. No te fíes del mentiroso». Y desde luego, Bruno no tenía intención de caer tan rápido en sus trampas mentales.
Una vez hubo desecho las maletas, Bruno se juntó con Siawi en un lugar apartado del pasillo que llevaba a las habitaciones, con disimulo, como si el anciano pudiera llegar a entenderlos si les oía. Precaución que Siawi estimó inútil, aunque no quiso cuestionar a su amo y no comentó nada al respecto.
—Después de cenar me quedaré en mi habitación hasta que no quede ninguna luz encendida en la casa —exponía Bruno a Siawi—. Y cuando el viejo duerma, te haré una señal dando un par de golpecitos en la pared. Estate atento, no sé cuándo será —le advirtió—, pero tú estate atento. Entonces, te asomas en la oscuridad hasta esa ventana —Bruno la señaló—, y vigilas que el viejo no aparezca. Mientras tanto, yo me escurriré hasta el edificio central. Es ahí donde tiene que estar todo escondido.
—¿Y cómo le aviso señor Beger? —preguntó Siawi—. Quiero decir, si aparece el anciano cuando usted esté en la torre.
—Buena pregunta… Pues puedes… Puedes hacer como si fueras un búho: Uh-uh. Uh-uh… Ya sabes… —propuso Bruno bajando todavía más la voz para que no se oyera el simulacro de ululo—. ¿Hay búhos por aquí? Bueno, da igual. Tú haz el búho, y si ves que no tendré tiempo de esconderme, sal a su encuentro y lo entretienes. ¿Lo has entendido?
—Sí señor Beger. Pero tenga cuidado —dijo Siawi, que opinaba que lo del búho era poco menos que una majadería que el señor Beger habría leído en alguna novela barata, y de poco iba a servirles si se daba el caso.
—Lo tendré Siawi, no te preocupes.
Poco después bajaron de nuevo al salón principal, donde el venerable anciano estaba manipulando, en alguna actividad hortícola o ceremonial que no supieron esclarecer, unos potes que contenían una tierra negra y húmeda. Le preguntaron si tenía algún inconveniente en mostrarles la casa en general, y en particular el torreón por dentro.
La idea de preguntarle aquello se le había ocurrido a Bruno que, pese a sospechar que el viejo no les iba a descubrir nada de valor o relacionado con el ritual, por lo menos así lograrían hacerse una idea de cómo era el interior de la vivienda, y planificar mejor la incursión nocturna. Sin embargo el anciano les contestó que a estas horas de la tarde ya poco penetraba la luz en la torre, orientada al este, y que si querían subir era mejor dejarlo para la mañana siguiente, cuando el alba alumbrara sus estancias. Bruno observó por una celosía que el sol brillaba espléndido en el cielo, aunque de espaldas al edificio principal. Y no queriendo insistir para no delatarse, Bruno y Siawi aceptaron la negativa, y abandonaron la idea de inspeccionar la torre. Resignados, se contentaron con la oferta del anciano de acometer una visita guiada por un huerto que tenía tras las edificaciones residenciales de los flancos, al amparo de los gigantescos muros de roca.
Afuera el sol pronto menguó, las sombras se alargaron, y una penumbra fría y mortecina cubrió el interior del recinto. El crepúsculo había llegado repentinamente y Siawi se estremeció, quizás por el frío, quizás por lo que temía podía llegar a sucederles aquella noche —ni él mismo lo sabía discernir con certeza—, mientras el anciano les mostraba unas coles visiblemente perjudicadas por las heladas. Durante aquel rato de paseo no habían vuelto a hablar ni sobre el ritual de invocación del rey Gesar, ni sobre el cristianismo u otras mitologías, únicamente se habían dedicado a escuchar los comentarios sobre jardinería, convenientemente traducidos por Siawi, que el anciano iba relatando por el camino.
El viento empezó a soplar con más fuerza en la cumbre, y su empuje en los muros, que se hacía manifiesto por un silbido sinuoso y ensordecedor, provocó que los tres se apresuraran en regresar al refugio del salón interior.
Allí, para cenar, el anciano les ofreció una sopa aceitosa con cuatro fideos. Esta vez Bruno, puede que inducido por el hambre, no le hizo ascos a la comida, y engulló el ardiente caldo con deleite.
—Dile que está muy bueno Siawi —concedió Bruno, rompiendo el silencio imperante.
El anciano asintió con la cabeza cuando Siawi se lo hubo traducido.
—Dice, señor Beger, que hacía tiempo que no pasaba una velada en compañía. Que nos lo agradece —trasladó Siawi.
Y Bruno contestó con una sonrisa, y siguió sorbiendo de su bol. Parecía que el haber pasado la tarde rondando el huerto y escuchando las pamplinas del viejo —reflexionaba Bruno sin perder la sonrisa—, había servido para distender la relación con su anfitrión, y suavizar aquellas extrañas primeras palabras que se habían cruzado mientras tomaban el té.
Era bien cierto que aquel viejo no suponía ninguna amenaza para un hombre alto y fornido como Bruno, y perfectamente podría haberlo reducido y estimulado mediante ciertas técnicas de persuasión física —pensó Bruno en un eufemismo de la tortura—, para que colaborase y les desvelara el paradero del ritual. Pero él no era ningún salvaje —se dijo orgulloso de su altura moral—, y sólo recurriría a la violencia si no le quedaba otra opción. Aunque le había prometido a Siawi que no utilizaría la fuerza, Bruno no podía volver con las manos vacías a Alemania, pues sabía que si lo hacía Himmler se lo haría pagar, puede que incluso con su vida. Por este motivo, de no conseguir sus objetivos durante la noche, debería plantearse seriamente qué hacer. Pero era mejor no adelantar acontecimientos —razonó Bruno algo turbado por aquellos pensamientos siniestros—, y centrarse en su plan actual.
Habiendo terminado de cenar, ya de regreso a sus aposentos, Bruno se aproximó al ventanal de su habitación para cerrarlo, y al hacerlo comprobó que a tales altitudes, en el Himalaya, no se oía un alma, ni búho ni grillo ni perro que pudiera encubrir la voz de Siawi si pretendía alertarlo durante la incursión, y tan siquiera el gimoteo vacilante del viento rompía la calma de la noche. Una noche de negrura opaca, sin luna, que Bruno juzgó triste y terrible. ¿Qué le depararía el destino? ¿Hallaría el ritual? Si algo malo les ocurriese —meditaba el antropólogo mientras preparaba su máquina de escribir para redactar un informe—, nadie lo sabría, sus compañeros de la Ahnenerbe jamás se enterarían, y seguramente los darían por despeñados o perdidos. Si algo le pasase nunca volvería a ver a su amada Katharina, ni volvería a pasear por los jardines del Botanischer Garten de Jena ni a catar el mandelstollen de Fräulein Julie. Pero aquellas reflexiones funestas no le convenían en absoluto, y se esforzó en ahuyentarlas de su mente y centrarse en el informe que debía elaborar a continuación.
Despejó una mesa de madera quejumbrosa para poner encima su máquina de escribir. De marca Erika, el artilugio mecánico era un modelo de viaje ligero y práctico, que daba la impresión de ser demasiado pequeño para un hombretón como Bruno, que lucía unas manos gigantescas y huesudas. Aunque aquella consideración estética que en alguna ocasión le había sugerido jocoso Karl Wienert, a Bruno le traía sin cuidado.
Para él aquello era casi un ritual, y se tomó su tiempo en sentarse adecuadamente, relajarse, y encender el primer cigarrillo de la velada con una de las candelas palpitantes que le iluminaban. Con solemnidad puso el papel, ajustó el rodillo y el carro, y tecleó el encabezado del informe preliminar al tiempo que exhalaba una espesa bocanada de humo.
«D a s A h n e n e r b e.
-Geheimnis mission “Reineland”-
Der Rassenanthropologe Bruno Beger.»
Bruno restó cinco minutos sin teclear, en una calma contemplativa, fumando y reorganizando las ideas. Luego, de repente, las palabras mecanoescritas fluyeron de sus dedos en un repiqueteo constante, y fue relatando todo lo acontecido hasta entonces. Afuera el viento seguía silbando y sin que Bruno se diera apenas cuenta, los minutos se sucedieron con rapidez. Pero de improvisto, cuando estaba a punto de concluir el informe, en la puerta de la habitación apareció una silueta encorvada y siniestra. El sobresalto que invadió a Bruno fue mayúsculo, y tras saltar en el asiento presionó «P u» por error. Enseguida distinguió que la sombra no era más que el anciano que les acogía, inmóvil y sonriente, que Bruno supuso se habría acercado a darle las buenas noches o a ver si necesitaba algo. ¿O acaso le estaría vigilando? —se preguntó preocupado por si se pasaba toda la noche rondando la casa arriba y abajo—.
—Buenas noches —dijo Bruno, aun consciente de que el viejo no iba a entender absolutamente nada de lo que dijera en alemán—, yo ya me iba a acostar —y se sorprendió de mentir en tales circunstancias, en que era innecesario dada la barrera lingüística. Lo dramatizó con un bostezo algo teatral, que al final sólo hizo que tornar todavía más artificial la escena. Como el viejo no contestaba, Bruno prosiguió—: Gracias por su hospitalidad. Sum…iá nang —intentó decir en tibetano—. Buenas noches. Adiós.
Unos tensos segundos de silencio más tarde, el viejo también le dio las buenas noches a Bruno en tibetano, para acto seguido ser engullido por las tinieblas que tenía tras de sí. Poco después Bruno oyó la voz amortiguada de Siawi desde la habitación adyacente despidiéndose a su vez, y los pasos del anciano se alejaron paulatinamente por el pasillo. Caminar lento y cadencioso que Bruno no percibió primeramente cuando el viejo llegó a través de la muda oscuridad, lo cual el antropólogo consideró un hecho inquietante, si no preocupante.
En breve llegaría el momento de entrar en acción, así que Bruno apagó todas las velas menos una, y con aquella tenue luz temblorosa, se desvistió para ponerse con sigilo un uniforme negro y calzarse sus botas altas. Para triunfar en la misión no cabía olvidarse un cuchillo —repasó mentalmente Bruno a la par que iba recopilando los objetos que en su opinión podía necesitar—, una linterna, una libreta para tomar notas, una pequeña bolsa donde guardar lo encontrado, y algunos puntiagudos utensilios de antropometría para forzar las cerraduras si se requería.
Con todo dispuesto, el tiempo extra que Bruno decidió dejar de margen por precaución, se le antojó interminable, como si los segundos ganaran viscosidad. Y en la lobreguez casi negra de su cuarto, durante la espera, caviló sobre su futuro, sobre los escollos superados hasta entonces y los misterios ignotos que escondería aquella casa; una casa que había sobrevenido un santuario. ¿Acaso sería fidedigno todo lo que le contara Himmler sobre el legendario templo de Tierra-pura? ¿Y encontraría, por gracia de los Ases, el ritual perdido o el nexo con la raza atlante? Sólo existía una forma de esclarecerlo, y ésta era adentrándose en las entrañas de la gran torre y sus secretos.
«Un último cigarrillo antes de actuar», se concedió Bruno, postergando el ansiado pero también temido momento.
Al fin Bruno estimó que había dejado suficiente margen para que el viejo cogiera un sueño profundo, así que picó con fuerza comedida la pared para avisar a Siawi, y se asomó con máxima cautela al pasillo que enlazaba aquella ala del edificio.
«Todo despejado», se dijo tras un barrido visual de las tinieblas, y añadió al sentir un escalofrío en el espinazo: «¡Pero qué frío, diablos!».
Agazapado, a grandes, precisas y calladas zancadas, Bruno recorrió el pasillo arrimándose a la pared que daba afuera, esquivando con sigilo la indiscreción de las ventanas exteriores y sus celosías geométricas. En las sombras, los engendros representados en los tapices de las paredes, adoptaban un porte todavía más siniestro, y sus miradas desorbitadas y sangrientas se clavaban en Bruno delatando cada paso. Era como si le estuvieran viendo —se estremecía Bruno, cuando se detenía y acurrucado, inspeccionaba su alrededor—, y sus rostros demoníacos adquirían vida en la penumbra. Hasta había ocasiones en que hubiera jurado que se movían. Pero era sólo un efecto óptico producto de la negrura y el incipiente astigmatismo de Bruno, o eso quiso creer el antropólogo, que se apresuró todo lo que le permitía la cautela, en llegar a las escaleras que conducían al salón principal.
Descendió con extrema lentitud, y abajo, antes de dejar el cobijo de la oscuridad, se tomó su tiempo en cerciorarse de que no hubiera nadie por ahí. En la mesa central seguían los cuencos de la cena, y las ascuas del hogar, aún encendidas, embadurnaban la estancia con un cálido y suave fulgor. En aquel momento un cuchicheo lo alertó en dirección a la cocina, pero enseguida bajó la guardia al reparar en que el ruido procedía de algún tipo de roedor. Saliendo de su escondite Bruno resiguió el perímetro de la sala con la espalda clavada a la pared, y con la vista puesta en los negros accesos por donde cabía la posibilidad de que apareciera el viejo. Pero el viejo no apareció, y Bruno alcanzó la escalinata, que se enfilaba torre arriba, al fondo de la estancia.
Había resultado demasiado sencillo —consideró Bruno con un pie en el primer escalón—, y eso le hacía temer que a la postre, la torre no guardara nada de interés en su interior, y en realidad, todo concluyera como una locura de Himmler y su corte de perturbados. Una locura de la cual él participaba y era en cierta medida cómplice, y en muchos aspectos, puede que hasta artífice. Pero si nada de aquello terminaba siendo real, ¿qué sentido tenía su carrera científica, sus investigaciones o incluso su propia vida?
La duda le carcomía. Pero se dijo que aquel no resultaba ser, ni por asomo, el mejor momento para cuestionarse los principios, y luego se repitió que debía tranquilizarse, y dejar que los hechos hablaran. Él era un científico de la nueva ciencia aria, y la dicotomía entre lógica y pasión que su doctrina promulgaba, se revelaba como un escollo en ciertas ocasiones difícil de gestionar. Porque él era un intelectual, y aceptaría lo que la evidencia le revelase, aunque ello refutara sus creencias más arraigadas. ¿Verdad que lo haría? —se cuestionó Bruno mientras ascendía los peldaños iniciales—. Él quería creer que sí, pero en pro de su ciencia estaba dispuesto a aferrarse a cualquier pequeña evidencia, o escusa, con tal de no tener que asumir que había dedicado los últimos años de su vida a una burda fantasía. Al mismo tiempo, también necesitaba creer que era un hombre racional, pero sin llegar al materialismo estéril y sin alma de la ciencia judía. En cualquier caso, necesitaba creer que era un científico, y debido a ello no lograba aplacar sus contradicciones internas. Sin embargo, en el fondo, Bruno creía que su orgullo de ser europeo, alemán y ario, se fundamentaba en algún tipo de superioridad cultural y moral. Porque él no era un salvaje supersticioso. Él era un científico occidental de contrastada altura intelectual. Porque él no era un animal. Sino un hombre, hijo de la estirpe humana más excelsa jamás creada.
Azotado por estos demonios el antropólogo nazi fue subiendo, pero a los pocos peldaños la escalera se torció hasta retorcerse sobre su eje, y cambiando de rumbo por completo, comenzó a descender mientras se estrechaba progresivamente. Debido a la carencia de luz, Bruno tuvo que echar mano de su linterna, y penetró con cautela en aquel nivel inferior del torreón.
En breve las escaleras dieron paso a una estancia diáfana con unos baúles apilados en un costado. A los baúles seguía una estantería con algunos manuscritos desordenados, y enfrente, en el lado opuesto, dos puertas selladas bloqueaban el paso. Bruno decidió, antes de proseguir la exploración por ellas, inspeccionar bien la sala subterránea en que acababa de penetrar. Los manuscritos parecían ser un recopilatorio de escrituras budistas —opinó Bruno a tenor de su forma rectangular, apilada y uniforme—, pero por si acaso los repasó en busca de alguna de las palabras clave en sánscrito que había memorizado. Pero no acertando en hallar ningún mote significativo, pasó a probar de abrir los baúles. Forzarlos no supuso ningún problema, pero la decepción fue igualmente grande al comprobar que únicamente contenían ropas, cazos y herramientas sin interés.
No debía desesperar —se persuadió entonces Bruno—, porque la altura de aquel torreón se alzaba imponente desde afuera, y ni tan siquiera había examinado su primer piso, sino por el contrario un subterráneo bajo sus pies, desprovisto de valor.
Uno de los dos accesos que ahora tenía enfrente, o puede que ambos, debían ocultar por fuerza las escaleras que subieran a los niveles superiores de la edificación. Bruno no contemplaba otra opción. Con esta convicción fue hacia ellos, y al acercarse notó cómo de una de las puertas, la que se dibujaba a su izquierda, se escapaba un fino hilo de aire a través de las rendijas de su madera. Era un viento frío y húmedo que le acarició la mejilla, y con ello le mostró la solución. Porque una corriente de aire indicaba la existencia de una ventana o abertura al exterior, por lo cual ése tenía que ser el acceso que condujera a los demás niveles de la torre.
Así que, tras correr el pestillo metálico de la puerta, la empujó. Pesaba bastante más de lo que previamente Bruno había presumido, pero poco a poco consiguió desplazarla, mientras un chirrido angustiado acompañaba a cada milímetro ganado. Y de improvisto, la puerta cedió. Cedió y Bruno se precipitó a sus adentros de manera impetuosa y descontrolada. En el interior, justo al frente, alumbró un muro donde, teóricamente, debiera continuar el camino o haber una escalera. Como consecuencia del tropiezo la linterna se le escurrió de las manos, y al caérsele, ésta desapareció por un hondo abismo a sus pies. Pues en el lugar propio del suelo se abría un gran boquete, y la luz de la linterna se sumergió en aquel pozo insondable dando vueltas sin control, como una luciérnaga perdida en la noche infinita —apreció Bruno—, iluminando las paredes del túnel hasta desaparecer en la negrura del punto de fuga. Por poco Bruno no corrió la misma suerte que la luz extraviada, y en un último instante logró aferrarse al marco de la entrada, salvándose justo en el filo. En la embriaguez del vértigo una fuerte ráfaga de viento le empujó para atrás, y los salientes de roca de la pared del pozo entonaron un silbido agudo y vacilante, un cántico siniestro que a Bruno le sonó estremecedor. Y aunque apenas tuvo unos segundos para contemplar la magnificencia del abismo, a Bruno se le quedó grabada en la retina la impresionante visión de aquel agujero, que con siquiera unos metros de envergadura, caía hacia las profundidades subterráneas cientos, si no miles de metros. Y es que la luz había desaparecido en las opacas tinieblas, y todavía ahora, no se había llegado a oír el ruido de la linterna al golpear el suelo. Parecía como si el agujero no tuviera fondo —aventuró Bruno, entre emocionado y aterrado a la vez—, era como si se tratara de una puerta al inframundo o al abismo de Ginnungagap, una garganta hambrienta que casi le engullía. ¿Se encontraría ante la célebre entrada al reino de intraterrestre de Agartha de que tanto hablaba Himmler? ¿Qué otra explicación cabía?
Presa de un agarrotamiento nervioso, Bruno reculó con esfuerzo hasta la habitación anterior, apartándose del peligro, y a ciegas, se arrimó a una pared. Ni un ápice de luz se adivinaba en la sala, y aunque Bruno se moría de ganas de fumarse un cigarrillo, no lo hizo. Acababa de salvar la vida, ¿cómo podía pensar en fumar? —se recriminó—. Pero a tenor de aquellos pensamientos recordó que, por suerte, aún disponía de su inseparable mechero, y se sirvió de él para desplazarse hasta los baúles del lado contrario de la habitación. Ahí quiso fabricarse una antorcha improvisada con un palo y algunas telas que palpó, pero tras prenderla, ésta enseguida se quemó prácticamente por completo, y Bruno asumió que tendría que arreglárselas con la tenue incandescencia que quedaba en el extremo, donde unas diminutas llamas danzaban agónicas.
Con mayor cautela esta vez, abrió la otra puerta, la que aún seguía cerrada. Ahora sí que detrás apareció una escalera que se enfilaba hacia los pisos superiores, y Bruno la tomó sin miedo, impulsado por un arrojo que repentinamente inundaba su ser. Asomaba tal que un sentimiento efervescente de euforia que iba creciendo en su interior, a cada latido, recorriéndole todo el cuerpo, y que manaba directamente de su reciente descubrimiento y las implicaciones que traía con sí. Porque la existencia de un corredor que conectaba la superficie con los mundos subterráneos, se revelaba como una prueba inequívoca de que Bruno no estaba persiguiendo ni quimeras ni fantasías sinsentido, y por simpatía, reafirmaba y confería tangibilidad a las demás teorías de Himmler, por disparatadas que estas sonaran a oídos profanos. Por fin se había disipado la duda sobre sus convicciones o las de su mentor, y ahora juzgaba incuestionable la veracidad de todo el adoctrinamiento recibido en Alemania, presa de un fervor místico que le nublaba la mente. E incluso abrazaba con mayor fuerza aquellas teorías que se presentaban más alejadas del sentido común, como los principios de la Welteislehre o Cosmogonía Glacial, que afirmaban que ellos eran fruto de un protoplasma ario caído del espacio.
Aquel arrojo le empujó a subir raudo por las escaleras, tan rápido como le permitía la densa oscuridad en que se veía envuelto, mientras alumbraba alternativamente los peldaños y las paredes que le servían de referencia. Las escaleras desembocaron en una sala repleta de cachivaches litúrgicos, libros en sánscrito y pergaminos, donde Bruno ingresó entusiasmado. En la negrura, que sólo se disipaba cuando el antropólogo se aproximaba sobremanera a algún elemento sólido, fue recorriendo un seguido de pasillos que se formaban a partir de las estanterías que almacenaban tal variopinta colección de objetos. De vez en cuando se detenía y removía una parte al azar en busca de pistas sobre el paradero del ritual de invocación del rey Gesar, o de cualquier otra reliquia que pudiera interesar al Führer. Pero a causa de su escaso conocimiento de sánscrito, Bruno no atinaba en nada que pudiera descifrar o que, de algún modo, le guiase en su exploración. Figuritas de bronce y objetos de oro, en su mayoría instrumentos musicales o rituales, se intercalaban con montañas y montañas de textos desordenados, y tampoco de aquellos ídolos o de los utensilios ceremoniales Bruno supo extraer ayuda alguna. «¿Puede ser que como consecuencia de mi ignorancia esté pasando por alto alguna información valiosa?», se fustigaba en su silencio Bruno, que desconocía prácticamente a todos los dioses y héroes que ahí aparecían representados. «Pues seguramente sí… Estúpido necio. Céntrate. Céntrate y busca el nombre Gesar en sánscrito: esa es la clave; céntrate Bruno.», se espoleó finalmente antes de realizar una segunda pasada de reconocimiento a la caótica estancia. Pero su rastreo fue en vano y el nombre del mítico rey no se reveló grabado en ningún sitio.
Las llamas de la antorcha ya habían menguado hasta desaparecer, dejando alrededor de las ascuas un difuso halo de luz rojiza, aunque tan débil que solamente unos ojos de claridad gélida como los de Bruno, después de un largo periodo de adaptación a la oscuridad, podían llegar a percibir. Para volver a encender la antorcha, Bruno tuvo que sacarse un pañuelo de un bolsillo interior, y le dolió pues se trataba de un presente de su amada Katharina. Tenía las iniciales de la chica bordadas, y antes de prenderlo con el mechero, aspiró por última vez su delicado perfume y susurró «Lo siento cariño» cuando las llamas empezaron a destruir aquel bello recuerdo.
En la habitación Bruno había localizado tres puertas con sus respectivas escaleras, todas ellas ascendentes, y gozando ahora de más luz, tomó una cualquiera. Ésta llevaba a otra habitación de características similares a la anterior, y a su vez, disponía de más puertas con escaleras que trepaban torre arriba y en este caso, también una que descendía.
Con diligencia Bruno se dedicó a inspeccionar la sala, sus libros y sus tallas, y luego subió por una de las escaleras hasta una nueva estancia, en apariencia similar. ¡Qué cantidad de libros y trastos! —se admiraba el antropólogo nazi—. Pero asimismo, ¡qué pena el no conocer su idioma y significado! No obstante, Bruno pronto comprobó que estaba equivocado al asumir que todos los textos estaban redactados exclusivamente en sánscrito, pues empezaron a aparecer obras en chino, en árabe, y en otra escritura semítica que él no supo identificar. Encontró algunos textos con símbolos cuneiformes, y también algunos que lucían jeroglíficos; egipcios unos, estrambóticos y herméticos otros.
Hasta llegó a toparse con un pergamino en griego, un griego arcaico y de caracteres desgastados. La lengua de Platón era un idioma del que Bruno dominaba los rudimentos, así que se puso a leerlo por encima. Y cuál fue su sorpresa al descubrir que estaba sosteniendo con sus manos un poema perdido del gran Homero: el «Margites», se titulaba. Posiblemente fuera una copia alejandrina —especulaba Bruno conmocionado por el casual descubrimiento—, ¿pero qué demonios hacía ahí tirada? Estuvo tentado de llevarse el rollo, pero entonces se acordó de su cometido, de su misión y de su compromiso con el Großdeutsches Reich, resolviendo que ir cargando esa obra a cuestas supondría un engorro. Más tarde se arrepentiría de tal decisión, pero ahora Bruno sólo podía pensar en dar caza al ritual de invocación que le encomendara Himmler.
Prosiguió recorriendo más y más salas, revisando manuscritos, subiendo ahora y bajando después, sintiéndose inmerso en una especie de laberinto. Y no era para menos, puesto que Bruno se hallaba perdido en una maraña interconectada de dimensiones muy superiores a las que podían deducirse al admirar el torreón desde afuera; sin duda estaba atrapado en una biblioteca, una biblioteca colosal sin parangón con sus homólogas europeas.
Por allá las 4 de la madrugada —calculó Bruno tras comprobar que su reloj, de forma inexplicable, se había detenido—, el antropólogo alemán penetró en una sala que por lo general, como había venido siendo habitual durante toda la expedición, lucía igual a las anteriores. ¿Puede que tal vez ya hubiera estado antes en ella? —se cuestionó desubicado al entrar—. No lo sabía con certeza, pero por si acaso, la registró de nuevo, aunque fuera por segunda vez. Esta ocasión, la suerte le sonrió, y en un papel amarillento bajo unos pesados volúmenes avistó lo que parecía ser una lista. En ella no encontró inscrito el ansiado nombre en sánscrito del mítico rey Gesar, pero en cambio, Bruno sí que identificó una palabra la sonoridad de la cual le era familiar: Subachandra. ¿Dónde habría oído antes aquel nombre? «¡Exacto! —se acordó de repente Bruno, y no pudo evitar decirlo en voz alta—: Es el nombre del jodido viejo». Al lado del nombre del anciano que les daba cobijo, una cifra:
Los números sánscritos, muy similares a los llamados arábigos introducidos en occidente a través de al-Ándalus, Bruno bien que los conocía: 433, tradujo. Y a la cifra seguía una palabra que se pronunciaba kaliyuga —vocalizó Bruno, como un niño que estuviera aprendiendo a leer—. La kaliyuga, o Era de Kali, resultaba ser un periodo cronológico propio del mundo hindú, eso Bruno también lo sabía. Según recordaba el antropólogo, en la actualidad deberían estar por allá el 5.000 y pico de dicha Era. Por consiguiente, pasando la fecha del 433 kaliyuga al calendario gregoriano, trascendía que aquel apunte hacía referencia, de forma aproximada, al 2.600 antes de Cristo.
¿Sería aquella, por tanto, la edad del viejo? Qué locura —se dijo Bruno—; no podía ser verdad. ¿O sí? Quizás el viejo adoptara semejante nombre como homenaje al personaje al que hiciera mención la cita, era una posibilidad, pero en vistas de todo lo extraordinario que encerraba el templo, Bruno se inclinaba más a creer que, en efecto, el anciano que habitaba aquel santuario poseía una longevidad formidable de más de 4.000 años. Su nombre ahí escrito, seguido de la fecha, no podían ser simples coincidencias. ¿Sería inmortal? —fantaseó—. Y de ser así, ¿de dónde habría sacado el don de la vida eterna? En aquel momento una idea brotó en la mente de Bruno: puede que el árbol de la vida bíblico resultara ser la respuesta a dicho misterio. ¿Y si uno de los dos melocotoneros del jardín, fuera en realidad el desaparecido árbol de la vida que Dios plantó en el Edén, y del que el hombre, jamás llegó a comer? Significaba, de ser certera semejante teoría, que Bruno se encontraba ante un hallazgo mucho mayor que el mismísimo ritual de invocación de Gesar. El elixir de la vida eterna, la llave de la inmortalidad, se presentaba como el tesoro primigenio que el hombre había estado persiguiendo desde el inicio de los tiempos, y ahora, Bruno creía saber cómo alcanzarlo.
A estas alturas, después de más de 4 horas dando vueltas por aquel laberinto siniestro de papel, madera y bronce, Bruno ya se hacía la idea de que no daría con el ritual de invocación que Himmler le encomendara llevar a Alemania. Sin embargo, en vistas de su último descubrimiento, recapacitó que si fuera capaz de llevarse de ahí el secreto de la eterna juventud, ¿quién podría recriminarle entonces haber fracasado en su cometido? Si conseguía el elixir de la inmortalidad se convertiría, con toda seguridad, en un héroe nacional, si no en una personalidad de renombre a nivel mundial. Por lo cual debía dejar de buscar definitivamente el ritual —se convenció Bruno envuelto por la densa oscuridad del laberinto—, y centrarse en descifrar el misterio de la longevidad increíble del anciano.
Además, a Bruno no le quedaban telas con que alimentar la antorcha, habiendo quemado tanto sus calcetines como el pañuelo de su amada, así como su niqui interior, el cual hizo jirones y dosificó durante las horas que duró la prospección. Por lo que, salir de ahí, a partir de aquel instante, debía ser la prioridad —se repitió—. Salir para después registrar el patio, la cocina o los pequeños almacenes exteriores, en busca del secreto de la inmortalidad del anciano. Y debía hacerlo antes que el sol despuntara en exceso y el viejo se levantara, si es que no lo había hecho ya.
Inmediatamente Bruno acometió la empresa de salir del laberinto, y para ello decidió tomar exclusivamente aquellas escaleras que bajaran, deduciendo que, de esta manera, tal que siguiendo el hilo de Ariadna que le brindaba la lógica más básica, terminaría llegando a la habitación subterránea en que dio inicio la aventura unas horas atrás. En efecto no tardó en encontrarla, e ignorando la entrada al inframundo de Nidavellir, cuya puerta repicaba a sus espaldas por una corriente de aire intermitente, remontó la escalera de caracol que conducía al salón de la casa, donde la jornada anterior tomaran un té imbebible.
Allí Bruno comprobó satisfecho que la atmósfera de la casa aún mantenía la calma y la quietud propia de las horas de descanso. Afuera, no obstante, el nuevo día había empezado a llegar sin prisa, y aunque todavía no se veía el sol en el horizonte, su suave resplandor inundaba las salas, dotándolas de un albor pálido. En aquella penumbra silenciosa, rota únicamente por el canto lejano de algunos pájaros sobre el murmullo de fondo de un riachuelo, Bruno escondió la antorcha, que casi en las últimas desprendía un exiguo resplandor moribundo, dentro de un jarrón esquinero que supuso el viejo no iba a husmear por lo pronto.
Sin dilación se apresuró en ir hasta el patio, y al salir, el frío de la madrugada que se marchaba, nada más pisar la graba del exterior, le heló el rostro y las manos. Como era de esperar los dos melocotoneros sagrados seguían en su sitio, impertérritos y ajenos a Bruno, retorcidos por los milenios, alzándose tal que pruebas fehacientes de que los dioses un día existieron —elucubró Bruno, invadido por un misticismo avivado por la falta de sueño— y de que aún cabía hallar algo de magia en este mundo terrenal. Pero en ellos no se apreciaba colgando fruto alguno, y en su lugar, sólo había las flores de un blanco ligeramente rosado que los adornaban por doquier. ¿Qué debía hacer llegados a ese punto? —se interrogaba nervioso Bruno, mientras no paraba de echarle vistazos a la casa, por si el viejo decidía aparecer de improvisto—. Y entonces, murmurando «¿Dónde, dónde, dónde…?», especuló que también cabía la posibilidad de que el viejo hubiera guardado los melocotones sagrados en cualquier otro lugar, en conserva por ejemplo. Puede que los ocultara en algún escondrijo de la cocina —se dijo—. Claro que como método de almacenaje de los frutos divinos, la conserva, a Bruno se le antojaba un tratamiento muy mundano y carente del glamour místico que —él presuponía— se merecían aquellos melocotones; melocotones plantados por el mismo Dios, no había que olvidarlo. Pero a fin de cuentas —concluyó el antropólogo en un destello de racionalidad—, nada impedía que los frutos sagrados, aunque plantados por el propio Dios, se guardaran en grasientos potes de cristal en una cocina, ni que Bruno los descubriera, ni tampoco que se los llevara a Alemania como presente para el Führer.
Pero antes de dirigirse a la cocina para rastrearla, Bruno dio un par de vueltas alrededor de los árboles, y los examinó palpándolos con devoción. Por unos momentos quedó atrapado por su fuerza, ensimismado contemplando las profusas arrugas de sus troncos y sus pequeñas flores de delicado aroma. Pensó en que era extraordinario que aún quedara una parte del jardín del Edén sobre la tierra, y que precisamente él, Bruno Beger, ahora la tuviera delante. Uno de los dos melocotoneros tenía que ser el árbol del conocimiento del bien y del mal, aquel que provocara la expulsión de Adán del paraíso, y que había sentenciado el futuro de la humanidad. En consecuencia, el otro, tenía que ser el llamado árbol de la vida, cuyo fruto Bruno deducía había concedido la inmortalidad al anciano que habitaba la casa. ¿Pero cómo saber cuál era cuál? Evidentemente, si se topaba con los melocotones en conserva, no tendría manera de saberlo, y dependería del azar que diera con el fruto divino que otorgaba la vida.
Mientras rodeaba uno de los árboles, Bruno detectó por el rabillo del ojo, justo debajo de una de las copas, algunos puntos negros entre las piedrecitas y los pétalos que cubrían en su mayor parte el suelo. Y al agacharse descubrió complacido que se trataba de trozos de huesos de melocotón, y que entre las cascaras había una semilla. «Sí», dijo Bruno, tras agarrarla con el índice y el pulgar, y levantarla hasta la altura de sus ojos.
Pero en aquel instante un chirrió sonó, y una sombra cruzó detrás de una ventana entreabierta, rompiendo la magia de un momento que Bruno sentía de ingravidez celestial. Un segundo después el anciano apareció en el salón principal que se abría al fondo del patio, y Bruno tuvo que tomar una decisión de forma precipitada. Sin pensárselo dos veces, se tragó la semilla y se levantó de un salto.
—Shuva pravat, Burno —saludó el anciano desde dentro, desprovisto de cualquier interés por los quehaceres sibilinos de su huésped.
—Namasté —respondió Bruno para darle también los buenos días.
¿Lo habría visto? ¿Habría visto el viejo como Bruno se tragaba la semilla? De primeras aquella inquietud asoló el corazón de Bruno, compungido por el sobresalto, pero pronto se vio substituida por la cuestión de cómo recuperaría el tesoro que ahora reposaba en su estómago una vez escapara del templo.
Pasando de largo, el anciano ingresó en la cocina, al tiempo que Bruno ni se movía, clavado tal que una estatua inerte junto a los melocotoneros presuntamente sagrados. Luego, con gran disimulo, Bruno removió el suelo con el pié, pero no avistó más granos negros, solamente trozos de cáscara y algunas hebras secas.
Por la abertura que desde el patio se divisaba de la cocina, Bruno entreveía los ropajes del anciano moverse y desaparecer para regresar después. En cualquier momento volvería a la sala, y por ello, Bruno consideraba que resultaría una temeridad por su parte el agacharse e inspeccionar el terreno con mayor detenimiento. Así que el antropólogo dio gracias a que el guardián del templo hubiera pasado por alto su peculiar vestimenta negra de asalto —o eso deseaba creer él—, y se apresuró en subir a las habitaciones para cambiarse.
Siawi le esperaba en el pasillo, con una pierna inmiscuida en el dormitorio por si requería esconderse de golpe.
—Le he visto por la ventana señor Beger —dijo con voz susurrante el guía y traductor indio cuando Bruno se aproximó—. ¿Qué ha encontrado? ¿Qué era lo que ha recogido del suelo?
—Una semilla Siawi, ¡una semilla! —respondió Bruno también conteniendo el tono—. Es mucho más valioso que “el ritual”, más trascendental de lo que podíamos haber imaginado jamás.
—¿Pero qué es señor?
—El pecado or… o sea, el árbol de la vida… Yggdrasil… El jardín del Edén —divagó Bruno, que sentía su pensamiento nublado por el cansancio y el sueño—. Ya te lo contaré más tarde Siawi… no hay tiempo ahora… ahora voy… a cambiarme. Prepáralo todo para partir. Quizás tengamos que marcharnos precipitadamente.
—¿Y eso, señor Beger?
—Voy a… necesito mi pistola.
Y tras estas palabras, Bruno desapareció en su habitación.
Cuando bajaron en la mesita del comedor les esperaba, junto al anciano, un desayuno frugal y humeante. A Bruno el característico olor de la mantequilla que acompañaba el té le provocaba tal rechazo que no pudo evitar arrugar la nariz. Detrás del antropólogo alemán descendió Siawi, con paso fúnebre, muy lentamente e intentando postergar lo que sospechaba estaba por venir a tenor de las insinuaciones de su amo. Porque Siawi temía por la vida del anciano, y que los acontecimientos desembocaran en algún crimen que su consciencia no pudiera llegar a asimilar. Sabía que el señor Beger no era un hombre violento, pero también había visto la peor cara del imperialismo occidental a través de los británicos, y empezaba a ver a Beger invadido por aquella misma ofuscación sádica.
En silencio, Siawi y el venerable anciano fueron tomando el desayuno, mientras Bruno los contemplaba con una tensión en el rostro que era incapaz de disimular. Al fin el anciano habló, y Siawi tradujo:
—Pregunta, señor Beger, si hemos pasado buena noche.
El silencio que siguió a aquella pregunta le heló la sangre a Siawi. Después, por respuesta, Bruno se alzó sin miramientos, tirando al levantarse su bol de té por la alfombra, y con violenta celeridad, sacó su pistola.
—¡Se acabó la comedia! ¡Danos los melocotones! —gritó Bruno—. ¡Y el ritual! ¡Dánoslo todo o morirás aquí mismo! —y ordenó—: ¡Tradúceselo!
—¿Qué? —exclamó Siawi desconcertado, que no entendía lo de los melocotones—. Señor Beger, cálmese. Es sólo un abuelo.
Susodicho abuelo ni se inmutó. En vez de ello terminó de sorber de su té y esbozó una enigmática sonrisa que Bruno so supo descifrar.
A continuación, de repente el anciano cambio su calma contemplativa por una furia animal. Sus manos se tensaron como garras, sus ojos se encendieron y su rostro se desfiguró por la rabia. De un porrazo rápido como el viento hizo que Bruno soltara el arma, y luego empujó al antropólogo arrojándolo por el suelo contra unos jarrones que tenía tras de sí. Confusos, Siawi y Bruno nunca hubieran imaginado que aquello fuera posible, ni se lo esperaban ni supieron cómo reaccionar ante la transfiguración.
Pero cuando el viejo enloquecido hacía ademán de dirigirse hacia el maltrecho cuerpo de Bruno que yacía por los suelos, Siawi reaccionó sobreponiéndose a la conmoción, y le agarró por la túnica con tal de impedir que se cebara con su amo. Pero el anciano, que iba perdiendo su complexión humana poco a poco, giró el pescuezo 70 grados, en un ángulo imposible, y de sus fauces emergió una lengua demoníaca, larga como un brazo, que perforó uno de los ojos de Siawi. El ojo estalló en una explosión de humores y sangre, y Siawi casi no tuvo tiempo de gritar antes que la bestia se abalanzara sobre él, mordiéndole en el cogote.
Recuperándose Bruno levemente del trompazo, se incorporó sobre los antebrazos, justo a tiempo para ver como el engendro estiraba de la nuca la columna vertebral del guía indio y la arrancaba con los morros henchidos de sangre. Pero aquel ser no podía considerarse ya una persona, sino un híbrido entre humano y reptil. Acaso era un dragón que custodiaba su tesoro —estimó Bruno aterrado—, o quizás una serpiente, una serpiente ponzoñosa.
—¡Es la puta serpiente! —concluyó finalmente Bruno en un berrido—. La puta serpiente del Edén… ¡Nidhogg!
Decidido a huir lo más deprisa posible, e ignorando por completo, en parte gracias a la adrenalina, el dolor que manaba de su costado, Bruno se puso en pie sirviéndose de los restos de un mueble roto y astillado. Tambaleándose escapó hacia el patio, y el ser grotesco en que se había convertido el hasta entonces agradable anciano, escaló una pared y le persiguió por el techo de la sala, desafiando la gravedad y sus leyes.
A medida que Bruno cruzaba el patio de los melocotoneros, su carrera se tornaba menos vacilante e iba ganando velocidad en la huida. Entretanto, la bestia salió al exterior, y recorrió una de las paredes laterales con el andar frenético y espasmódico de los invertebrados, como una araña que protegiera su guarida. Sin embargo no parecía que aquel ser infernal deseara realmente dar caza al asustado antropólogo alemán, sino más bien parecía que quisiera controlar su marcha, y quizás por ello le siguió a cierta distancia, permitiendo que Bruno alcanzara la entrada y escapara definitivamente del templo.
Sin mirar atrás, ya en el exterior, Bruno continuó corriendo un buen rato, resbalándose de vez en cuando con las piedras sueltas de la ladera y retomando la carrera después a cuatro patas, con las manos si hacía falta. Sus dedos acabaron polvorientos y llenos de rasguños, igual que su traje, sucio y algo rajado por un lado debido al ataque de la bestia y a las repetidas caídas.
Cuando minutos más tarde finalmente Bruno se detuvo, detrás el templo maldito ni tan siquiera se apreciaba, ofuscado por el desnivel y la distancia. Apoyado de espaldas en una pared de roca quiso coger aliento, pero el corazón le latía frenético, y terminó postrado sobre las rodillas, con un jadeo que parecía no iba a cesar nunca. Y es que no podía creerse lo que le acababa de pasar. Era una locura. Una locura descabellada e irreal. ¿Estaría loco o habría sido todo un sueño? —se interrogaba Bruno jadeante—. ¿Se habría visto verdaderamente las caras con el mal primordial? ¿Con el mismísimo diablo? «Qué locura», volvió a repetirse, aún incapaz de asimilar la envergadura de lo ocurrido. Recordó cómo su padre le decía de chico que tuviera cuidado con los sueños, con lo que deseara, porque podía llegar a hacerse realidad. Cuánta razón tenía —se dio cuenta entonces Bruno, abatido, al borde del delirio—. Si el mundo subterráneo de Agartha era real, si Himmler tenía razón con la Atlántida o las lunas que colisionaron catastróficamente con la Tierra en el pasado, en tal caso, ¿qué impedía que también fueran reales demonios, maldiciones, o los horrores más aberrantes? La Pachamama, Satanás o Tifón, adquirían desde aquel instante un cuerpo tangible en la mente de Bruno, dejando de ser meros monstruos mitológicos o símbolos del inconsciente psicoanalítico, como alguna vez le alegaran en la universidad. La existencia de lo celestial, constataba la existencia de lo siniestro, y eso estremecía a Bruno, que se sentía de nuevo como el chiquillo asustadizo que fue. Incluso miedos infantiles otrora perdidos en el olvido de la madurez, como era para Bruno el cuento de Struwwelpeter, ahora cobraban un significado distinto e inquietante. En ese cuento se relataba la historia de un niño que dejaba crecer y crecer y crecer y crecer —reiteraba la mente de Bruno, emulando la entonación cadenciosa de su madre— sus uñas y pelo hasta tal punto, que su aspecto sobrevenía verdaderamente horroroso y aterrador. Bruno sentía que ya no podría volver a pasear tranquilo por las noches nunca jamás, sin recordar cómo su madre le decía «Duérmete Bruno, o vendrá Struwwelpeter a por ti», porque desde ese momento Struwwelpeter ciertamente podía estar esperándole en cualquier oscuro rincón de su habitación.
En un achaque de ansiedad Bruno lloró desconsolado, y deseó que el mundo volviera a ser seguro. Pero era demasiado tarde, la ilusión que le protegía se había roto para siempre.
Más tarde, de regreso al campamento, un abatimiento hondo y pesado inundó todo su ser, mientras reflexionaba sobre los hechos intentando otorgarles algún sentido que rebajara su horror. Se recordó que pese a todo, la semilla divina seguía en su estómago, y debía recuperarla a cualquier precio. Porque era lo único que justificaba tal cantidad de sufrimiento, y a su vez, la única prueba material de que su aventura no era un brote esquizofrénico o causa de la altura.
Aunque el camino a Bruno se le presentó largo y tedioso, a media tarde llegaba al campamento, cuando todavía era de día. Una calma apacible abrazaba las tiendas de campaña, y este recibimiento le hizo comprender que ningún miembro de la expedición se encontraba en esos momentos en el campamento. Y antes de pretender llamar a nadie, Bruno corrió a la tienda de Ernst, y allí rebuscó entre las cosas de su compañero. Debajo de unos pantalones encontró una cajita metálica, chata y decorada con dibujos sinuosos, que contenía los laxantes que buscaba. El antropólogo tomó cinco pastillas de golpe.
En un par de minutos las tripas de Bruno comenzaron a rugir sin control, y precisó correr detrás de unas rocas para defecar. Ni los porteadores ni ninguno de sus compañeros de la Ahnenerbe le habían visto llegar, estarían tomando té o recogiendo muestras —especuló Bruno—, pero tarde o temprano tendría que enfrentarse a ellos, y debía pensar cómo les explicaría que regresara solo, de tal guisa, y sin sus pertenencias. Mientras se bajaba los pantalones meditó también sobre la conveniencia de dar a conocer su descubrimiento en el Großdeutsches Reich, sobre si los jerarcas del gobierno nazi se apropiarían, en última instancia, del tesoro divino.
El alivio fue inmenso cuando su estómago se vació por completo en un sonoro trompeteo. Y luego sintió tal que las tripas fueran a salírsele por el ano, pero nada más asomó de sus intestinos. Rojo y jadeante, Bruno se apartó a un lado, y sin remilgos, empezó a rebuscar entre sus excrementos la codiciada semilla de los dioses. Pero en sus deposiciones malolientes y viscosas no se advertía el tesoro, y tras secarse el sudor de la frente con el antebrazo y sollozar lastimero «¿Dó… dónde está? ¿Dónde está…?», prosiguió la búsqueda.
Se sentía como un mono removiendo su propia mierda. Y comprendió que era un animal estúpido, que requería de dioses y demonios para entender el mundo; que no encontraría la semilla, que ésta, se había perdido para siempre.
Entonces Bruno aceptó que jamás hallaría la semilla, fuera esta de la vida, o del conocimiento…
O puede, que justamente, acabara de hacerlo.
F I N
- Epílogo incluido en la versión impresa: «Im garten Eden» – Epílogo ↦
- Web oficial: imgarteneden.com