Cada uno de nosotros tiene sus afinidades políticas, ideológicas o morales. A veces estas se presentan definidas y monolíticas, en otras ocasiones son difusas y circunstanciales, pero en cualquier caso, socialmente se requiere pertenecer a algún bando, y está muy mal vista la duda aplicada a temas trascendentes. «¿Cómo vas a dudar de eso?», diría la multitud: «O estás con nosotros o en contra». Claro que ser impetuoso y seguro, actitud que reproductivamente pueda acarrearnos algún que otro ligue, está confrontado con la reflexión, el análisis y la búsqueda de la verdad (la verdad en cuanto solidez lógica y argumental). Si no dudamos y escuchamos a nuestros opuestos ideológicos no podemos formarnos un criterio sólido, pero si dudamos mostramos debilidad, y la parte de simio que todo humano lleva consigo nos rehuirá y la masa no confiará en nosotros.
La gente suele ser de un equipo de fútbol, vota a un político y no a un ideario político, y en su mayoría nunca se ha parado a preguntar por qué piensa lo que piensa. ¿Por qué no empezamos por ahí? ¿Acaso no sería más sencillo llegar a acuerdos si antes nos sentáramos a contrastar lo que pensamos exponiendo y rebatiendo las bases ideológicas? Pero sin circos, ni sofismos, ni patrañas de prestidigitador profesional.
Pongamos que queremos abordar un tema en concreto, como es la disyuntiva «bien colectivo-propiedad privada», el «control estatal» vs la «libertad individual», o la inmigración o el aborto. Simplemente deberíamos presentar el tema, y que, tomándose su tiempo para argumentar los mejor posible, cada facción ideológica explicara sus razones, y estas fueran desmenuzadas hasta llegar a la base que las sustenta, y enfrentar así los argumentos regurgitados, hasta desnudar las ideas.
De esta manera quizás mucha gente se daría cuenta que no está de acuerdo con lo que creía que pensaba, o que en el fondo cree en Dios o en Santa Claus.
Algún día, cuando el miedo a ser débil desaparezca, puede que lleguemos a ser suficientemente adultos como para dejar de gritar con tal de no escuchar al otro, y alcancemos una conclusión que nos haga arrimar el hombro, en vez de tirarnos los platos por la cabeza.