Los que somos hijos de la urbe, normalmente no le prestamos atención a nuestro entorno. Pero ahí está el fugaz, acelerado y estresado mundo moderno, ese reino en que muchos hemos crecido, con sus calles, sus edificios, sus efímeros ecosistemas virtuales, y una ingente marabunta de zombis asalariados y carros de hierro. Con el auge de Internet y los electro-sistemas de relación humana, algunos han proclamado alarmados que las nuevas generaciones están perdiendo el contacto con la realidad, o que supone un peligro latente el pasar gran parte de nuestras vidas en entornos imaginarios enladrillados a base de bits. ¿Pero es en efecto nocivo, o nuevo, o maléfico el modus vivendi de la sociedad de la información? O puede, creo yo, que sencillamente hayamos cambiado de herramientas pero sigamos la misma ancestral idiosincrasia conductual de siempre.
Cuando uno va a tomar un café, y se sienta en una terraza, si no tiene la prisa del conejo de Alicia —«llego tarde, llego tarde» se repiten cuantiosos madrugadores mirando el reloj—, puede observar con tranquilidad su hábitat, y ver qué elementos lo conforman. Empezamos por la taza que contiene el café, por ejemplo, que fue diseñada por alguien que la imaginó, y que seguidamente transfiguró la naturaleza en un acto alquímico de creación, para que existiera su fantasía contenedora de infusiones. En seguida vemos que nada escapa de esta naturaleza anti-natural: La cuchara, la silla, la mesa, la ropa, la calle, los edificios, los coches… todo, todo lo que pisamos y tocamos son materializaciones de ideas humanas, ilusiones funcionales creadas por y para el hombre. No hay un ápice de realidad intacta que no haya sido trasformada y producida en serie. ¡Bueno sí, miento! Siguiendo con la escena del café, desde nuestra mesa a lo lejos vemos un triste árbol, ya sin hojas, que emergiendo del pavimento intenta sobrevivir entre tanta polución y conceptos objetualizados. Y es que tanto en las ciudades como en nuestras casas, si no ya en nuestras vidas, la manufacturación nos cerca casi por completo, condenándonos a pasear hasta la muerte por los sueños de otros. Porque el objeto es, metafísicamente, a partir de su función, y si le arrebatamos su nombre y su uso, pierde el halo mágico que le confiere sentido.
Internet, el indómito Internet, no es tan diferente de ese mundo artificial que hemos concebido con esmero y habitamos en la urbana modernidad, solo que Internet encapsula las ideas en botes más chicos, o debería decir en pantallas más planas. Pocos se dan cuenta, pero hace tiempo que dejamos de tener contacto directo con el mundo, desde que las herramientas tomaron el control de la existencia en sociedad, mucho antes de la invención de cualquier sistema binario o cachivache para computarnos personalmente. Huimos de lo bruto, que no ha sido humanizado, porque nos da miedo y somos incapaces de controlarlo. En cambio, el confortable nido de fantasías en que retozamos a diario se nos antoja seguro cuando es palpable, no siendo así para algunos cuando se vuelve acaso más puro, y se erige solamente su esencia simbólica.
Creíamos pisar suelo firme y nuestros adoquines por lo visto son imaginarios. Qué le vamos a hacer, a fin de cuentas, esto no deja de ser otra idea más. Otro intento poético-abstracto de jugar con la nada, y es que somos un caso, porque no podemos dejar nada cómo está.