Los rigores del noble arte de escribir



De pequeño no quise ser bombero ni astronauta, sino que soñaba con ser escritor, para vivir compartiendo las fantasías que me asolaban continuamente. Para mí los conjuntos de ideas tenían un aroma, un color, y cada trama, ambiente o cuento podía saborearse como un buen vino. Pero tras una niñez prometedora, en que redacté con tenacidad precoces relatos, las exigencias de las necesidades cotidianas fueron arrastrándome hacia el mundo del arte: «Siempre se puede ser artista» —me decía el apetito de oro mientras estudiaba en la universidad. El arte era una opción que siempre estuvo ahí y que no me requería esfuerzo alguno. Pero siempre me gustó lo que me costaba, y por ser tan inútil quizás justamente he cultivado tantas variopintas habilidades. Pero a fin de cuentas, mi sueño de ser escritor se diluyó con el pragmatismo que a veces exige la vida, a causa de mi nulidad técnica. Grandes ideas, muchas historias rondándome la cabeza, pero sin disponer de las herramientas adecuadas (esto es: pericia de redacción y una cierta corrección formal), aquello era una quimera que hubiera desencadenado en hambruna.

Así pasé varios años, hasta que después de un ensayo metafísico («Reflexiones sobre la Realidad») con vocación de baliza, me propuse intentar redactar una novela en serio. No un cuento, ni un relato cebado con aire, sino uno de esos libros gordotes que te proporcionan muchas horas de entretenimiento, o según el caso, de suplicio. En realidad estuve jugando con la comida hasta hace apenas un año, en que me impuse el ultimátum de terminar la novela de una vez por todas o dejarlo estar. ¡Cuál fue mi error al pensar que por costumbre manarían de mis dedos las palabras con fluidez! Pronto la servidumbre de la disciplina apareció arisca, taimada y cruel. Pero ¿quién pensaba que esto no era un trabajo?, y como tal requería de libaciones a los dioses, de sacrificios y de esfuerzo.

Con el tiempo he descubierto que el aprendiz de escritor vive de la fe, y necesita de la fantasía de la recompensa para seguir dándole vueltas a la rueda de hámster jornada tras jornada. Es un camino duro, especialmente para quien tiene un trazo tembloroso con el lápiz, aunque vea definido en su mente qué hay que dibujar. Por fortuna, toda la constancia no ha sido en balde, y se puede apreciar en la obra una progresión técnica y formal. Habrá que rescribir el principio una vez terminado, y si poco a poco sigo aprendiendo cómo se ha establecido que deben hacerse las cosas, puede que en un bucle infinito no concluya nunca el texto. Pero bien, nadie me obligó a emprender el camino, y la satisfacción de superar las dificultades viendo prosperar el libro, exime la tortura de ver crecer los cientos de miles de caracteres a paso de tortuga.

Estas son algunas de las miserias de un aprendiz de escritor, y la escusa por los prolongados silencios que a veces acontecen en este blog. Me siento tal que si estuviera esculpiendo la estatua de la libertad con un diminuto cincel, con paciencia, con cariño, pero llego agotado al viernes. Puede que algo esté cambiando en mi, cuando he considerado que la mejor forma de quejarme sobre los esfuerzos que esta colosal estatua me exige, sea esculpiendo un pequeño busto de autocompasión. Puede.


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