El acto es la única vía que tiene el ser humano para intervenir en la realidad. Con él modelamos el mundo, o por lo menos lo intentamos.
Es cierto que otro importante factor que afecta a nuestras vidas va en sentido contrario. Si el acto emana del ser hacia el mundo, el destino se nos impone desde la realidad hacia el yo. Pero el devenir, el hado que nos zarandea como si fuera el viento sobre la maleza, no es controlable. Mediante la aplicación de patrones de causalidad, es decir prejuicios y experiencia, podemos intentar a través del acto conducir los acontecimientos, pero hay una parte de aquello que ocurrirá que no podía ser predicha ni modificada. Esta parte azarosa del destino sobre la que no podemos tener control es el otro factor clave que determina nuestra existencia.
Así que por un lado tenemos el acto, la herramienta de la voluntad, y por otro lado tenemos el destino, el escenario en que se nos propone jugar al juego de la vida. A pesar de este reducto caótico inalterable que posee el destino en su esencia, la mayor parte de situaciones que nos encontramos a lo largo de la vida son producto no del azar, sino de la acción o la no-acción. Solo aquellas partes de nuestra existencia en que no podíamos haber intervenido de ninguna forma directa o indirecta, serían lo que podríamos llamar propiamente destino. Del resto somos responsables por haber actuado, o no, de una cierta manera. Porque la no-acción, cuando hay posibilidad de acción, es una forma de actuar también.
Y si es el acto el remo, ¿cúal es la fuerza que lo mueve?. Aquí radica el mayor problema que suele encontrarse el ser humano. El acto en muchos casos se ejecuta por inercia, por costumbre o adoctrinamiento. Entiendo que no es práctico estarse planteando constantemente la razón de cualquier acto, pero el exceso de asunciones a que nos obliga a veces la funcionalidad de la vida cotidiana, puede hacer caer las razones en el olvido, y que no sepamos el fin de nuestros actos, o hasta que el fin que realmente estemos propiciando sea contrario al que querríamos.
El acto es la herramienta, pero detrás de él está el fin, consciente o no, a que nos lleva un acto. Esta finalidad de la acción debería estar determinada por la voluntad, por aquello que uno quiere o no quiere que sea. Sin embargo, demasiado a menudo no es así, y se desasocia acción y finalidad de una forma absurda.
Como su nombre muy bien indica “la finalidad” es un objetivo final. Para llegar a este objetivo final puede haber infinitud de pasos intermedios, de objetivos escalonados, pero el fin es la base que sustenta la coherencia del proceso. Cuando los objetivos intermedios se convierten en la finalidad en sí, se pierde totalmente la perspectiva, y nos convertimos en un gato persiguiendo destellos.
Por poner un ejemplo tristemente frecuente: La mayoría de gente trabaja para conseguir dinero, y asume que el dinero le traerá felicidad, pero no se plantea ¿Por qué quiere dinero?¿Qué intercambiará por ese dinero?¿Lo necesita?¿Compensa el coste? El dinero por sí no es un fin, es un medio, ¿pero un medio para qué? Deberíamos preguntarnos.
De tal manera que es el fin la parte más substancial del acto, y debemos intentar conocerlo, estudiarlo, y guiar los actos para aquellos fines que verdaderamente nuestra voluntad decida.