Dicen que la curiosidad mató al gato, aunque es probable que sin ese impulso fisgón ningún felino hubiera sobrevivido hasta la actualidad. Ratones acomodados y pajaritos perezosos suplican que los gatos se cansen algún día, y terminen pasando las tardes apoltronados en el sofá, mirando la tele y comiendo ganchitos. Pero el astuto minino no abandona su empresa de investigar todos los recovecos. Y es que la curiosidad y la inteligencia son dos aspectos íntimamente vinculados, pues para entender las cosas, primero, deben interesarnos.
Son aquellas cosas que están ocultas las que, de forma irresistible, despiertan más intensamente nuestro interés. Los misterios y enigmas son golosinas para la mente, que nos hacen disfrutar del placer de ser nosotros, aunque en muchos casos a través de un guía narrador, quienes descorramos la cortina. La oscuridad, la ignorancia, son parajes en los que resulta difícil sentirse cómodo demasiado tiempo. Así, deseamos y anhelamos lo desconocido, pero no por sus virtudes, sino por el hecho de ser desconocido y querer saciar nuestra curiosidad, encender la luz y conocer.
Los humanos tendemos a complicarlo todo, a jugar y manipular sin control, en muchos casos sin saber exactamente la razón de fondo. Algunos juegan a ser el lobo feroz, otros a caperucitos. Escondemos nuestros pensamientos, nuestros cuerpos, nuestros miedos. Luchamos por objetivos por el mero hecho de no poseerlos, no mostramos nuestras cartas para que los demás piensen que son ases, en fin, un teatrillo de sombras y deseos.
Hay un secreto detrás de todas estas patrañas, un secreto largamente silenciado por quienes se aferran a cajas cerradas que todos queremos ver. Somos gatos, y la curiosidad nos mata, pero debemos saber que dentro de la caja no hay nada, como mucho, dentro de la caja solo hay el hecho de que está cerrada.
m’encanta el hitchcock navarrico