El rugir de las olas rompiendo contra las oscuras rocas, o el suave vaivén de su morir en la playa son algunos de los sonidos que más profundamente calan en mi alma. Marinero de agua dulce que soy, gracias a unas entradas que nos regalaron, el pasado domingo fuimos al salón náutico de Barcelona. Nunca antes había ido.
Me sorprendió un ambiente algo snob y estirado, en el que se cumplían muchos tópicos sobre la gente de blanda cuna de la ciudad condal, que siempre pensé que solo eran eso, tópicos.
Entre los últimos modelos de yates, motos acuáticas y complementos de teca, una serie de fotografías en blanco y negro de la vida en los pueblos pescadores de antaño marcaban el contrapunto. Era curioso ver la contraposición de como han cambiado las cosas. En las fotos, caras arrugadas y barbas desaliñadas, ojos punzantes de mirada sufrida, que tenían que verse contemplando a los niños de papá burgueses y engreídos de hoy en día. Personalmente, no es el ambiente en que prefiero estar.
Sin embargo, en uno de los salones podíamos encontrar embarcaciones tradicionales de vela latina, demostraciones de oficios artesanales, y hasta una excepcional exposición de reconstrucciones navales en miniatura de todos los tiempos.
Desde barcos egipcios, a trirremos griegos, ostentosos galeones o espectaculares veleros de erguida aleta de tela. La minuciosidad del trabajo desarrollado por estos artesanos es asombrosa, y la belleza de las telarañas de cuerdas o los listoncillos de madera formidable.
La visita al salón náutico despertó en mi recuerdo un libro que leí hace un tiempo. Se titulaba “Regimiéto de nauegació: Contiene las cofas que los pilotos há de faber para bien nauegar: y los remedios y auifos que han de tener para los peligros que nauegando les pueden fuceder.”, de Pedro de Medina. Es un tratado en castellano antiguo, data de 1563, y nos cuenta como orientarnos mediante el sol, las estrellas, y otros conocimientos marinos muy necesarios sin gps. Por una parte, es un libro tremendamente interesante por el aspecto lingüístico: ver como ha evolucionado la lengua, como hemos pasado en ciertos motes de la “f” a la “s”, o encontrar palabras en desuso que se han conservado en catalán o en gallego. Otro cantar es el tomar conciencia al leer la obra de lo excesivamente complejo que era la ciencia de navegación poco después del descubrimiento de América. Los cálculos que nos cuenta son, para mí, poco menos que un galimatías.
No obstante, todas las ilustraciones y tablas de inclinaciones celestes que aparecen en el manuscrito, tienen un encanto parecido al que exudan los mapas viejos, atrapándote y haciéndote acercar el papel al ojo para disfrutar los detalles.
El mar, allí donde aún esperan los últimos misterios. Cuantos y cuantos corazones se han visto sobrecogidos por su inmensidad. Es una sensación similar a cuando miras las estrellas, al estar en medio de un océano rodeado por toneladas de agua salada a diestro y siniestro, notas la insignificancia y futilidad del ser humano. Bajo tus pies, a kilómetros de distancia a veces, se contorsionan formas de vida extrañas, algunas aún desconocidas para el hombre.
Los animales de las profundidades marinas son sorprendentes, tan diferentes, y en ocasiones espeluznantemente feos. Una vez me pregunté porqué los seres que habitan las fosas abismales son tan feos, pareciendo a veces salidos del mismo infierno. Llegué a la conclusión que al estar a oscuras, durante el apareamiento, el factor estético no tiene tanta importancia como para los organismos que paseamos bajo el sol. Pero entonces, eso solo podría significar una cosa: que todos los animales, hasta el jurelillo más despistado, tienen conciencia estética. Si perciben realmente también la belleza de las cosas, no habremos de sorprendernos si cualquier día de estos nos encontramos a una paloma admirando un cuadro de Renoir. Quizás, ya lo hagan.