Aún recuerdo cómo insistí a mis padres para que me apuntaran a Judo con mi querido amigo Sergi. Éramos niños, y hacer deporte, fuera cual fuese su índole, era algo natural. En ese tatami tuve mi primer contacto con las artes marciales, de parte de un anciano de manos huesudas y fuertes que ya mucho hacía controlando una jauría de niños revoltosos. Al final de la clase, nos sentábamos al modo japonés y nos inclinábamos diciendo «¡Rey!» al unísono. Nunca supe a qué rey nos referíamos: si era algún tipo de liturgia traducida o me hallaba en un Dojo monárquico.
Poco a poco surgió en mí ese interés propio de los 90 por el mundo oriental, su filosofía tranquila y las todavía poco conocidas artes marciales chinas. Las ruedas sin manos y los B-boys acelerados aún eran algo poco común y que llamaba la atención. En este contexto me apunté a Kung-Fu en 1994, y desde entonces he practicado diferentes formas de defensa personal. Debo reconocer que al principio era un patán, pues carezco de una particular habilidad natural para estas cosas, pero siguiendo con mi modus operandi, siempre me ha atraído sobremanera aquello que más me ha costado. Y ahí sigo, intentando pulir la cera del modo correcto.
Durante muchos años, mientras aún vivía en casa mi padre —una pequeña y abarrotada madriguera hobbit—, practicaba en el comedor como buenamente podía, sufriendo los elementos ahí presentes algún que otro percance de forma eventual. Con el tiempo, he adquirido un Kung-Fu casero, podríamos decir que un Kung-Fu de biblioteca donde abundan los libros de títulos curiosos tal que fatal flute o el nuevo manual de taburete Chino, por ejemplo, pero donde se echa en falta una especial forma física.
Los juegos alrededor de este universo nos absorbieron en la adolescencia. Los mitos chinos, tan coloristas, o los topicazos de las películas de Van Damme. Cualquier material era bueno para confeccionar a retazos y como divertimento, nuestras propias obras de serie B. Fue en un veranos en un camping de Rosas, mientras hacíamos Capoeira en la arena de la playa, donde surgió la idea de realizar el primer «Cuento Chino».
En aquel entonces, tanto la edición de vídeo como su grabación no eran tareas sencillas, aun menos con una cámara a la que no le funcionaba ni el visor ni el audio. La Era digital todavía quedaba lejos, y las soluciones caseras estaban a la orden del día.
Guill con sus virtuosismos con el bo, el palo con el que más de una vez se daba un batacazo al practicar; Carlos con sus ataque combinados de extraña genialidad… ¡Qué tiempos aquellos! Por la mañana a hacer el orangután por el monte, y por la tarde a jugar con la videoconsola. Vida Friki, sí, pero vida feliz.
He aquí el resultado: el Cuento Chino, y el Cuento Chino 2 (una secuela de igual calibre, con la inestimable participación de los compañeros de copas. Se repiten escenarios, y otra vez, a falta de sonido, tuve que utilizar un sucedáneo. En este caso, subtítulos).
Espero que los que fuimos, al verlo, se rían con esa risa que transmite añoranza. Los otros, quizás no entiendan nada. Quizás.
Un Cuento Chino
Un Cuento Chino II