Espejos circunflejos: Epílogo




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
ÍNDICE


EPÍLOGO

Puede que este sea el final de la historia de Niván Sumegoba; puede que no. Ello depende de numerosos factores que, en gran parte, escapan del control de mis torpes manos. Dejaremos pues que la esperanza siga persiguiendo al mañana, como siempre ha hecho, y con ello defina el pasado. Lo que puede que sí me concierna, por lo menos en calidad de autor, sea el puntualizar y valorar ciertos aspectos de la obra. Puntualizar y valorar con tal de justificar, quizás, algunos excesos, y aclarar al mismo tiempo el significado de ideas que posiblemente, en el transcurrir del relato, no hayan logrado ser explicadas como se merecen. Y a sabiendas de que esta es una práctica desaconsejada por todos aquellos manuales de estilo que pretenden guiar al escritor por la senda del decoro y la mesura, desoiré sus consejos, y me expondré a sonar inseguro, vano o pretencioso. Es decir, a sonar humano.

Empezaremos pues con las licencias gramaticales, en algunos casos caprichos estéticos, que me he tomado durante la confección del texto que ahora sujetas en tus manos, y en breve concluirás. Sus razones y argumentación se postran enteramente al servicio del relato. Tanto las comillas inglesas (”) o la virgulilla (~), que son las más notables de estas licencias, responden a la firme convicción de la condición de herramienta por parte del lenguaje. Herramienta de comunicación, por supuesto, sujeta a todo lo que implica por ello la comunicación: no solo el verbo, sino también la estética, la sensación y la plasticidad, que nos remontan a anclas cerebrales complejas y poliédricas. Por ejemplo, comúnmente la cursiva en otras novelas o relatos es utilizada ahí donde aparecen pensamientos, ya sea en obras de ciencia ficción donde existe la telepatía, como en la consecuciones de «pensamiento-palabra» en las demás tipologías literarias.

Siguiendo esta misma lógica, he aplicado la sinuosidad y volatilidad de la cursiva al guión largo de los diálogos, cuando estos son transferencias mentales, acaeciendo virgulillas largas (~). Por otro lado he optado por transfigurar las comillas latinas («») en comillas inglesas (“ ”) dentro de los diálogos, y obviar cualquier cursiva, en pro de la naturalidad y oralidad de los mismos. Las comillas inglesas, a mi entender, reflejan una entonación que pretende remarcar un concepto, mientras que las latinas tienen un cariz puramente literario, pesado y ajeno a la comunicación oral.

Me he fijado, además, otras tantas convenciones de estilo y estéticas que si bien pueden estar más o menos acertadas, pretenden dar una coherencia a la obra o apórtale algún matiz. Como pudiera ser, por poner otro ejemplo, el dividir el relato en cápsulas —que capturan las palabras en pequeños frascos—, en lugar de en los tradicionales capítulos —que son encabezados que intentan resumir el contenido en un enunciado—, por entender su sinonimia y en este caso, optar por la estética frente a la convención o la corrección. Para que así el lector tome las cápsulas como guste, sin prescripción facultativa y con el objetivo de que al ser engullidas liberen alguna suerte de efecto curativo. Figuras poéticas aparte, espero que ningún erudito se rasgue las vestiduras ni que ningún lector común aborrezca tanta afectación ortográfica. Yo no lo hago.

Una vez repasados estos aspectos meramente formales y superficiales, pasaremos a hablar propiamente del contenido del libro, que es lo que de verdad importa. Para tal cometido nada mejor que empezar con su protagonista: Niván. Ese hombre inseguro, distinto a las personas de su tiempo porque él todavía teme a la muerte, aunque igual al resto en cuanto a su anhelo de acumulación de méritos intelectuales. El personaje de Niván tiene clara vocación de antihéroe, y teme, sufre y se equivoca como cualquier individuo de carne y hueso. Su mala suerte puede considerarse producto de su actitud, o puede que sea inherente al mundo que habita, pero ese tipo de juicios los dejo en manos del lector, que suele ser mucho más avispado que el compositor —en este caso escritor— a la hora de dar sentido a las letras de las canciones de amor. Pero está claro, que desde un principio Niván se nos presenta como un ser débil e inseguro. Es posible que esta debilidad permita que el lector se aproxime al personaje de una forma que el héroe, distante en su pedestal de virtudes, no admite. Y es que las personas se reconocen más en las flaquezas que en las virtudes de los demás, seguramente por el mismo mecanismo mental que hace que nos acordemos más de las desgracias que de las alegrías que nos acometen. Pero en efecto Niván no es un ser estático, ni solo un antihéroe, ni aspira a ser una estampa del patetismo humano. Su historia quiere contar una evolución, un camino exterior paralelo a un camino personal interior, indisoluble el uno del otro. Es el tránsito de los miedos infundados de la infancia a las convicciones sombrías de una madurez derrotada, de cómo el dolor y la violencia pueden llevar de la ilusión al hastío, y de ahí, al fanatismo o a la revolución.

Desde fuera, desde la sensatez que otorga la distancia, uno diría que «Niván podía haber salido un chico completamente normal». Fueron las circunstancias, el entorno, quienes le convirtieron en quién al final fue. Y he aquí la importancia suprema de la educación, más poderosa que cualquier dios o riqueza; pues cualquier dios o riqueza posible emana de ella, y define a los hombres más de lo que le gusta creer a nuestra vanidosa individualidad. La educación nos define sin remedio, y aunque la arrogancia nos impulse a creer que el Yo se origina desde dentro, que existe algún tipo de legado genético o alma de la que somos hijos, en realidad el Yo es confeccionado por amigos, maestros y familia, y somos categóricamente, lo que de nosotros ha hecho el mundo.

Pero Niván es algo más que el entorno, Niván es una consciencia atrapada en un cuerpo y en unas circunstancias. Ese Yo lucha por escapar de un mundo impuesto, y decidir en un medio preconcebido y hostil. Un entorno que se define como una sociedad utópica pero que termina sobreviniendo una oscura distopía. Más allá de críticas a sistemas actuales que puedan elucubrarse, la sociedad utópica donde crece Niván solo aspira a ilustrar, en el relato, la naturaleza implícita en una utopía que es aplicada al mundo real. E igual que el gusano dentro de la manzana puede aparecer siempre y cuando la manzana sea real y física, su presumible corrupción es una propiedad inherente a su condición ontológica, al existir. Lo cual no significa que dicha sociedad tenga que ser corrupta por ser utópica, ni mucho menos, pero al existir puede serlo, por el simple hecho de ser aplicada. Pues la perfección solo puede concederse a las ideas, aun más si son platónicas o arquetipos almacenados en la Gran Biblioteca de Alejandría.

Pero antes de proseguir, para ponernos en contexto, puede que sea conveniente que hagamos un repaso a otras aproximaciones a las sociedades humanas, tanto ideales y utópicas como catastróficas y distópicas, que han fantaseado los hombres. En ellas descubriremos no solo los sueños y los miedos, sino también nuestro proceder mágico —chamánico en cuanto escritor—, que nos impulsa a ritualizar la literatura con tal de modificar el futuro.

Desde «La república» de Platón (385-370 a.C.), pasando por la «Utopía» de Tomás Moro (1516), a «Un mundo feliz» de Aldous Huxley (1932) y «1984» de George Orwell (1949), o las subsiguientes creaciones cinematográficas sobre el porvenir, todas las utopías y distopías imaginadas por el hombre comparten la particularidad de resultar testigos de los anhelos y esperanzas, y últimamente también los miedos, que alberga el alma de quienes las han escrito y la sociedad que los cobijaba.

Por ejemplo, en «La república», patrón inequívoco en que se han inspirado ulteriores utopías, la Atlántida emerge de su funesto destino para relatarnos el ideal político y social al que Platón aspira. Es un extenso decálogo de buenas prácticas que nos ilustra cómo cree Platón, por boca de Sócrates, que debe organizarse la sociedad: aquí Platón también entiende que la educación es cabal para el desarrollo del ciudadano, pero por otro lado nos insta a prácticas de selección genética de los más aptos que bien podrían recordar a atroces políticas eugenésicas de principios del s. XX.

No negaré que en «La república» podemos adivinar ciertos puntos de conexión con la actual novela. Uno podría ser el carácter común de los hijos de los guardianes en «La república» y la demopedia practicada por la sociedad que acoge a Niván. Pero debo confesar que estas similitudes no son producto del homenaje, sino del azar, y de las confluencias inevitables que por ser humanas, comparten las mentes. Aunque en lo referente a los parecidos razonables otros cantares sean, por citar algún ejemplo, las facciones del semblante del Inmortal, donde premeditadamente intuyo a Borges, o a ese tal Jorge de Burgos que Umberto Eco imaginó en «El nombre de la rosa», o hasta a mi abuelo, o a tantos otros reflejos de personas que en mi pensamiento onírico son solo una. Pero puesto que toda creación es recreación, enumerar los prestamos cognitivos de la presente novela resultaría largo y tedioso, a la par que innecesario.

Continuando con las utopías y pasando al siglo XVI, en la «Utopía» de Tomás Moro, cuyo título original fue «De optimo reipublicae statu deque nova insula Vtopiae», hallamos una comunidad ideal, eminentemente utópica, como no podía ser de otra forma a raíz de su valor etimológico, descrita con un estilo lúcido y moderno. Y es precisamente en obras literarias de este calado y profundidad donde se rompe de forma necesaria la ilusión del progreso constante y creciente de las civilizaciones, pues al sumergirnos en sus páginas descubrimos pensamientos que podrían perfectamente pasar por ser contemporáneos nuestros. Hasta algunas reflexiones en esta obra del siglo XVI están muy por delante de lo que podríamos encontrar hoy en día en ciertos lugares supuestamente civilizados, y es que vivimos en una eterna regresión, en una lucha más cíclica que ascendente entre la conciencia y el instinto.

Probablemente, como las pinturas rupestres o los desnudos que a menudo recrean los artistas, plasmar una utopía en palabras sea para la mente humana, una especie de acto mágico que pretende materializar el objeto del ritual, que en este caso es un mundo mejor. E igual que Tomás Moro o Platón, podríamos contar por miles las personas que han soñado con cambiar la realidad que les había tocado vivir, y lo han intentado mediante un libro que expusiera sus ideas. Porque el lenguaje de nuestra mente es simbólico, ni lógico ni matemático, y son las metáforas que nos remiten a emociones lo único que solemos ser capaces de entender. Y son esos símbolos, y las cadenas de emociones que despiertan en segundo plano mientras leemos, el influjo que puede llegar a despertarnos del letargo de las verdades que asumimos por inercia. Porque si alguna vez ha existido la magia en el mundo, esta ha estado en manos de poetas, literatos y artistas. Artistas empeñados en romper hechizos, si no en conjurar nuevas ilusiones.

Hablando de utopías, otra cara quizás de un mismo fenómeno sean las llamadas distopías, de las cuales en la enumeración anterior he elegido mencionar «Un mundo feliz» y «1984» por su condición icónica. Por supuesto, creo que no hace falta remarcar, que estas obras son solo dos más de tantas y tantas otras que terminan conformando la ingente cantidad de material antiutópico que la cultura moderna ha puesto a nuestro alcance en forma de novela, cómic o película. Pues bien, en la distopía, género contrario a la utopía, en lugar de contarse cómo el autor cree que debe ser la sociedad, este nos muestra las perversiones y corrupciones que, debidamente engordadas a base de maldad per se, atisba a su alrededor. Maldad sin justificación que nos advierte que en las distopías la realidad se contempla a través de un prisma polarizado, donde el bien y el mal están claramente definidos y en esquinas contrarias del cuadrilátero. Pero pasando por alto la evidente distorsión ejercida por los respectivos autores de distopías, tanto el control extremo de la colectividad hacia el individuo y la evasión hedonista en «Un mundo feliz», como la paranoia del Hermano Mayor y el autoengaño del Doblepiensa en «1984», son facetas cada vez más integradas en nuestras sociedades modernas. Y en muchos aspectos la ficción de «1984» y «Un mundo feliz» se ha vuelto profética, y es lógico que haya ocurrido, cuando estas novelas pretendían denunciar unas tendencias que, al no ser corregidas y hasta todavía peor, al normalizarse, inevitablemente terminan germinando en un sombrío porvenir.

Pero «Espejos circunflejos» no quiere ser ni una utopía ni una distopía, a pesar de las posibles similitudes con dichos géneros que el lector haya podido observar. Dado que, en esta materia, las pretensiones del libro son las mostrar no lo bueno ni lo malo que puede exudar una sociedad, sino el gris, los matices que la subjetividad otorga a los hechos. Porque nada es bueno ni malo de forma absoluta, tales calificativos solo tienen sentido desde la visión particular de una persona concreta, y pueden variar enormemente bajo el efecto de divergencias informativas, de intereses o morales. En la novela se ha querido mostrar la condición calidoscópica de la verdad, su subjetividad inalienable, porque un mundo que rehúye la duda, es un mundo condenado a ser subyugado. Pero la falta de certidumbre no es plato de buen gusto para el ego, eso está claro, y a nadie le gusta asumir su debilidad intelectual —cuando no se entiende que esta debilidad es potencial de aprendizaje—. No obstante, la duda se alza como la mejor vía por la cual podemos traspasar los límites y adentrarnos en nuevos parajes cognitivos. Tierras ignotas que enriquecerán nuestras mentes, y nos proporcionarán herramientas de análisis que harán un poco menos sesgadas nuestras decisiones. Plantear preguntas, eso es lo que me hubiera gustado conseguir con la novela; ni dar una visión particular del futuro, que seguro no tendrá nada que ver con lo aquí descrito, ni alertar de los venenos del hombre, que desgraciadamente tan vigentes tenemos.

Plantear preguntas y hablar del cambio, de los arquetipos que compartimos, o del olvido. Porque si algo puede extraerse de contemplar lo que ha sido la historia humana es que existe una dualidad paradójica en la especie. Todo cambia, pues es el cambio la ley primera del universo. Ley que da cabida a cualquier movimiento, diferencia o particularidad, es decir, cualquier realidad concreta. Pero a la vez, siempre se repiten los mismos patrones, consecuencia de características que confluyen de forma recurrente, y es entonces cuando la realidad se vuelve cíclica. Ya que cualquier cosa que pueda llegar a tener un nombre, no deja de ser más que un reflejo de una idea anterior.

Aplicando estas premisas de cambio y recurrencia a la existencia humana, descubrimos que una situación vital o política determinada, probablemente no va a dilatarse indefinidamente en el tiempo. Nada es para siempre. Las cosas cambian, y hay que asumirlo intentando manejar los nuevos paradigmas que se planteen de la mejor forma posible, a sabiendas de que estos también pueden cambiar en el instante menos esperado. Pese a este primer alegato a la ductilidad de la vida, también es cierto que como he referido antes, las situaciones y escenarios vitales se repiten aquí y allá, entre padres e hijos, en el pasado y en el presente. ¿O acaso no se reproducen una y otra vez, con idiosincrasia fractal, los amores y los desengaños, los sueños y las ilusiones de los hombres? Y en la novela cuando despierta Shilé en Irlanda despierta Cul-a-zida en Mesopotamia, y los niños que juegan en una charca en las afueras de Uruk podrían ser los mismos que están en Tombuctú 4.363 años después. Cualquier circunstancia de la vida humana que sobrevenga, tanto de forma individual como colectiva, seguramente ya haya ocurrido antes o en otro lugar. La originalidad es escasa mal que les pese a los paladines de los derechos de autor. Parece sensato pensar que esto debería alertarnos sobre los errores estructurales en los que ha caído la especie humana a lo largo de su historia; mas no es así.

Si de algo sirve el conocimiento es para generar prejuicio, y prevenirnos de que el fuego quema antes de tocarlo, aunque mediante el elogiado ejercicio de la duda, de vez en cuando aún acerquemos las yemas de los dedos para corroborar que sigue caliente. Pero aquí entra en juego la tercera gran rueda que nos impulsa por el devenir de los tiempos: el olvido. Y es que olvidar es casi tan importante como recordar. Su función es práctica: hay que priorizar y focalizar, uno no puede —ni debe— acordarse de todo. Pero esta característica necesaria de nuestro sistema cerebral, nos condena a recrear eternamente los mismos patrones. Patrones a menudo de dolor, de ignorancia y de locura.

Luego, ¿podrá la humanidad librarse del yugo que la bilogía cierne sobre sus individuos? Pues puede que no. Puede que ser mortal lleve implícito la desigualdad en el hecho de estar vivo. Sin embargo, aún nos queda algo de esperanza puesta en la consciencia, en el Yo y la razón, en esa máscara funcional que la evolución, quizás por error, nos ha regalado. Porque la razón nos da la capacidad de ver más allá de nuestras finalidades biológicas, aquellas por las cuales fuimos creados, y como los útiles en el relato de Niván, nos da la oportunidad de revelarnos contra nuestros creadores, los tiránicos genes, y emerger como un nuevo sistema en la Tierra: el de la consciencia racional. Entre estas, otras muchas ideas he querido embutir en la presente novela. Algunas se han extraviado entre entelequias o han sido sepultadas por descripciones, otras con más fortuna, han sido pronunciadas o explicitadas de una manera más clara. Pero a fin de cuentas, la misión de todo relato es entretener. Entretener como se entretienen los niños, aprendiendo inconscientemente a través de las palabras, que son ideas, que son pensamiento.

Si el lector se ha entretenido, aunque crea no haber entendido nada de las disquisiciones filosóficas que a veces me abordan los días lluviosos y aquí expongo, con eso, con que se haya entretenido, ya es suficiente. Es todo lo que puede desear cualquier escritor.

Gracias.


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