Espejos circunflejos: C. XII




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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CÁPSULA XII
TRES DEDOS

Custodiado por las negras figuras que lo atraparan la noche anterior en el foro, de rodillas, Niván balbuceaba ininteligibles lamentos para alejar su mente del dolor. Tanto del dolor que manaba de la herida cauterizada de su mano derecha, como del dolor fruto del esfuerzo por comprender lo ocurrido y conferirle algún sentido.

En el recinto del astrio, consultorio de justicia donde Niván esperaba su turno, la atmosfera fría y parca era la habitual entre sus marmoleas paredes. En contraposición, por la puerta principal se colaba la alegría matutina, alegría que quedaba confinada exclusivamente al halo de luz, definido y preciso, que el sol lograba dibujar en el suelo junto a la entrada. De aquella alegría a Niván apenas le llegaba el eco diluido del canturreo de los pájaros. La severidad del edificio engullía cualquier atisbo de regocijo, y para Niván el exterior sonaba tal que un mundo lejano y distante, casi como el recuerdo de un sueño que hubiera precedido a aquella pesadilla.

Llevaba varias horas despierto, postrado de rodillas, y desde un buen principio se mantuvo prácticamente en la misma posición, casi sin moverse. No tenía consciencia de haber pasado por el hospital. En realidad no recordaba nada anterior a despertar en el astrio y posterior a perder la consciencia en el foro, pero se revelaba evidente que hubiera sido en el hospital o en cualquier otro sitito, en algún lugar habían detenido la hemorragia de su mano o a estas alturas ya estaría muerto. Sin embargo quien llevó a cabo la tarea lo hizo sin demasiados miramientos estéticos, pues le dejó un muñón irregular junto a sus tres dedos todavía intactos. De ahí brotaba un dolor intenso y palpitante que Niván confiaba remitiera con el tiempo.

Horas antes había amanecido a sus espaldas, y mientras las sombras se alargaban y adquirían nitidez en la lisa pared que tenía enfrente, Niván se repetía que indudablemente algo se le escapaba de aquella situación. Deducía que iban a juzgarle, el astrio servía para tales fines, pero no sabía cómo encajar la presencia de los dos ejecutores en un recinto público, reteniéndole. ¿Serían los ejecutores negros organismos biotectónicos al servicio de los jueces? —se preguntaba murmurando «…los jueces, los jueces, ellos también»—. ¿Sería la conspiración de un calado mucho mayor de lo que él sospechaba en un principio? Sabía que en breve se enteraría, y por el momento, solo deseaba que el horrible e inmediato dolor cesara de una vez por todas.

~Niván Sumegoba —le transfirió una voz desde el astrio, pero él no contestó—. Debes dejarnos entrar en tu mente, para que conozcamos los pormenores de lo ocurrido, los desencadenantes, tus pensamientos y sentimientos durante los hechos, y así puedas ser juzgado con justicia y equidad según las leyes del Despertar.

~No vais a entrar —transfirió beligerante Niván—. No vais a manipularme, ni a borrarme los recuerdos. No confío en vosotros, seáis quienes seáis.

~Somos los jueces Niván Sumegoba —explicó la voz omnipresente—. Somos quienes mantienen el equilibrio y la armonía entre personas. ¿Acaso has manipulado tu enlace? Tu mente se muestra opaca, prácticamente invisible. Debes dejarnos entrar, sino no podremos valorar todos los datos y garantizar que tu juicio sea justo. —Por la ironía que Niván apreciaba en aquellas palabras, medio sonrió—. Tú decides tu destino Niván Sumegoba.

~Queréis engañarme. No caeré. No.

Se hizo un silencio dilatado y denso, y Niván cerró los ojos para concentrarse en lo que le dijeran.

~¿Te declaras culpable entonces, Niván Sumegoba? —preguntaron al final los jueces.

~No.

~¿Cómo pretendes que cotejemos tu inocencia, si no nos dejas comprobar tu implicación en los hechos? —Ante el silencio de Niván, continuaron—: ¿Aceptarás, por lo menos, un juicio oral? ¿O consientes que la sentencia se ejecute sin tu intervención?

~No sé de qué se me acusa —gruñó mentalmente Niván con claros signos de enojo—, y no voy a dejar que hurguéis en mi cerebro. —Meditó un instante y transfirió—: Pero acepto un juicio oral. Quiero un juicio oral y público, quiero que los ciudadanos oigan lo que tengo que decir, que se sepa la verdad.

~No hay ningún inconveniente en ello —aceptaron los jueces—. El juicio se realizará de la forma que solicitas, Niván Sumegoba. En breve volveremos a comunicarnos contigo.

El silencio regresó a la mente de Niván, y con él el dolor de la mano, aliviado temporalmente al dejar de prestarle atención durante la conversación. Luego, pasado un rato, la voz de los jueces le indicó que ya estaba todo preparado, que podía acceder a una subrealidad confeccionada para la ocasión la cual les serviría de escenario para el juicio. Esta vez Niván no mostró oposición, sabía que si era él quien accedía no debía resultar peligroso, ni podían lograr modificar su pensamiento o memoria sin su explícito consentimiento.

Miró a sus captores, inmóviles y grotescas gárgolas de obsidiana, y después la fría y desolada habitación del astrio se deshizo para dar paso a la subrealidad donde iba a realizarse el juicio público.

Al fondo, en un semicírculo monumental, los jueces hicieron acto de presencia: miles de personas que dedicaban su vida al estudio de las leyes y a interpretar su aplicación, aparecían sentadas en las gradas y con la vista fija en Niván, juzgándolo a cada parpadeo. En unos bancos laterales, algunas caras conocidas: Xuga, Jun, Andara, Anüp, Ileni, y aquel hombre que por accidente perdiera el brazo la noche anterior. Afortunadamente en la subrealidad, la representación de la persona mutilada por Niván mantenía las dos extremidades intactas. Niván deseó con toda su alma que en la realidad exterior así fuera, y se persuadió de que regenerarle el brazo en el hospital no tenía ninguna complicación, seguro que estaba bien; otra cuestión era lo que hicieran con los dedos de un imputado como él, que incluso en la subrealidad se mostraban sesgados. Además, detrás de sus amigos iban surgiendo y esfumarse asincrónicamente tanto aficionados a los juicios como público casual o simples curiosos, gentes que poco a poco iban aumentando en número.

Anüp parecía haber crecido cerca de un palmo —se sorprendió Niván, mientras escrutaba desde la lejanía su mirada, aspirando a dilucidar si el chico le odiaba—. Andara, Xuga, todos le miraban, pero Niván no sabía cómo interpretar las facciones de sus amigos, se sentía incapaz de desentrañar qué estarían pensando. Eso le inquietaba, y le daba más pavor que lo que pudieran opinar aquel ingente tropel de jueces o la multitud de desconocidos que iba congregando el evento.

—Niván Sumegoba —resonó una voz colectiva, aunque comprimida en un solo hablar, desde las gradas de los jueces—, vas a ser juzgado según tu petición, mediante un juicio oral y público, tal como permiten las leyes del Despertar y poseemos jurisprudencia documentada. Las acusaciones hacia tu persona, que libremente es responsable de sus actos, son las que siguen. —Niván tragó saliva—. Primero: Tras solicitar la tutela de un menor, y ser otorgada la del ciudadano Anüp Cadefite, lo descuidaste sin informar de contingencias ni justificar su traspaso a Andara Xolutoga. Segundo: Amenazaste de muerte a la cirujana Ileni Gadacedu en su propia matriz, de lo cual poseemos el registro sensorial que Ileni Gadacedu nos ha facilitado. —En el cielo de la subrealidad brotó la imagen subjetiva de lo que había vivido Ileni cuando Niván estuvo en su matriz. Él se avergonzó al verse gritar completamente enajenado mientras la amenazaba con la vara de caza, aunque lamentó que siquiera mostraran el final de la escena, sin que pudiera deducirse justificación alguna, revelándose Niván a los ojos de los demás semejante a un animal—. Tercero: Dañaste un bien público, el foro del nodo tres mil trescientos noventa y siete, exhibiendo un comportamiento imprudente que puso en peligro la integridad de terceros al utilizar un arma en un espacio público. —La imagen de la contienda acaecida la noche anterior apareció junto a la visión de Ileni. Estaba registrada desde la cúspide del foro, y se veía a Niván disparando los anillos de combate sin control, mientras el pánico invadía a los ahí presentes—. Cuarto: Producto de tu comportamiento imprudente, amputaste el brazo derecho del ciudadano Muejamé Nisagibo, quien no te conoce ni tiene relación alguna contigo, y por consiguiente no solicitó esa mutilación. Hemos recogido los testigos, y a partir de ellos te consideramos culpable de estos cuatro delitos, no queriéndote acoger al derecho de defenderte facilitándonos el acceso a tu cerebro, para que podamos valorar tu versión de los hechos. Los cuatro delitos vulneran la primera ley del Despertar, el segundo y el tercero la segunda ley del Despertar también, y el primero la tercera ley del Despertar. ¿Qué defensas presentas Niván Sumegoba ante estos actos, que libremente has realizado?

Niván descubrió por un destello casual que Anüp tenía los ojos vidriosos, y tras una mueca de contención de las lágrimas, Andara lo consoló abrazándolo por los hombros. ¿Cómo rehuir aquellas responsabilidades? —se recriminó entonces Niván—. Todas ellas eran veraces, negarlas era mentir. Pero no se trataba de acontecimientos aislados: su comportamiento había sido producto directo del hecho de ser hostigado por los ejecutores, de querer proteger los reflejos de los espejos circunflejos y salvaguardar su vida en legítima defensa. Tenía razones para haber actuado como lo había hecho —se justificaba internamente Niván, ordenando sus argumentos—, y no podían culparle de haber abandonado a Anüp cuando lo único que él pretendía era salvarle la vida.

—Yo… —empezó a decir Niván, dubitativo—. Yo llevé a cabo los actos que se me imputan, no puedo negarlo. Aunque no me considero culpable, no de que detrás de ellos existiera inconsciencia o maldad por mi parte, porque fueron consecuencia de la noche en que empezó todo, fueron el resultado del asalto por parte de… de “Ellos”, de los títeres de los Ordenados. “Ordenados” —repitió Niván con voz alta y clara para ratificar la sorprendente afirmación—. Sí, los queridos padres fundadores del Despertar aún siguen entre nosotros, conjurando en la sombra, orquestando todo tipo de tretas para preservar su buen nombre. La historia del exilio de los Naturales no es como nos la contaron, no son más que mentiras y más mentiras. A los Naturales se les coaccionó mediante amenaza de muerte para que nos dejaran el planeta. ¡Lo he visto, tengo pruebas! —anunció alzando todavía más la voz—. Es penoso que se me pretenda juzgar a mí, y no a ellos. A mí, por procurar preservar la verdad, por defenderme de quienes se saltaron las leyes, acosándome en mi propia casa, con tal de mantener una mentira. Esos engendros biotectónicos —masculló con asco Niván refiriéndose a los ejecutores—, esos engendros, hijos de alguna mente enferma, acudieron esa noche en que empezó todo a mi matriz con el único propósito de eliminarme, de silenciar el secreto que yo había destapado y cuestionaba a los Ordenados, y en última estancia, a toda la sociedad moderna. ¡Por esa acción ahora estoy aquí! Sin juicio, y peor todavía, sin culpa, porque no se puede culpar a alguien de “conocer” algo, e incluso menos eliminarlo por ello. Por eso tuve que dejar a Anüp con Andara. —Niván bajó la voz al recordar el padecimiento sufrido en el acontecimiento, y lúgubre, se dirigió al chico—: Lo siento Anüp, yo solo pretendía salvarte, y el mal que te haya podido provocar fue por considerar que tu vida valía más que los perjuicios que pudiera ocasionarte sobrevivir. Perdóname. Pero no acepto —volvió a dirigirse a las gradas— que se considere que por mi voluntad quise en ningún momento dañar a nadie; se me obligó a ello, la situación me obligó. ¿O es que tal vez debía dejarme ejecutar por los secuaces de los Ordenados?

—Niván Sumegoba, ¿acaso te han ejecutado los “cerberos”? —preguntó la voz de los jueces con tono paciente, y un incómodo silencio respondió por Niván—. Tus palabras hablan de numerosos hechos que nos son desconocidos, y parecen denotar algún tipo de   desequilibrio  en tu estructura psicológica —y tras una pausa, prosiguió—: Si no nos dejas penetrar en tu mente no podemos valorar la veracidad de aquello que cuentas, ni estimar tu estado cerebral —reprochó la voz, ante la paradójica postura de Niván—. Incluso aceptando tus tesis, los argumentos que nos presentas no son correctos Niván Sumegoba. Sabes que “las acciones de los demás no eximen la responsabilidad de las acciones propias”, y en tu caso, nos hablas de presumibles acciones no ejecutadas, no hechos, que otorgaste a los cerberos sin ninguna prueba fehaciente.

—¿Qué significa eso? ¿Que la única prueba de que digo la verdad hubiera sido mi muerte? —recriminó Niván a los jueces—. Esto es una pantomima, es evidente que entre vosotros están “Ellos”, y que os dominan.

—No nos calumnies, nosotros somos los garantes de la verdad, nadie nos domina Niván Sumegoba —por primera vez la voz expresó algo de enojo—. Los jueces somos libres, tan libres como cualquier otro ciudadano. Los que tú llamas “Ellos” no existen. ¿No entiendes, Niván Sumegoba, que los Ordenados son una facción ideológica de tiempos pasados, de hace más de trescientos años? ¿No entiendes que tus pensamientos son erráticos y absurdos, que probablemente tu cerebro sea presa de una disfunción cognitiva?

—¡Yo llevaba una bolsa! —gritó Niván—. Ayer traía una bolsa conmigo con un bulbo de almacenaje en su interior. ¿Dónde está? ¿Dónde la habéis escondido? Ahí están las pruebas de lo que digo, ahí hallareis la verdad sobre los Ordenados.

—No traías ninguna bolsa contigo,  Niván  Sumegoba —sentenció con calma la voz.

—¡Es mentira!

Niván buscó con la mirada la reafirmación de Jun. Ella le había visto la noche anterior dentro del foro llevando la mochila donde guardaba el bulbo de almacenaje. ¿O se le había caído la bolsa durante la refriega inicial? —se cuestionó Niván incapaz de recordarlo—. Inmediatamente Jun apartó la vista cuando sus ojos se cruzaron con los de Niván, incómoda al enfrentarse con la mirada de su antiguo amigo.

—Tranquilízate Niván Sumegoba —aconsejó la voz, que redujo la cadencia de sus palabras con tal de influenciar en el alterado temperamento del acusado—. Aunque existiera la bolsa que dices, eso no afecta a la valoración de tus delitos, ya te hemos contado que las circunstancias no te eximen de tus deberes como ciudadano, ni nos concierne juzgar ahora el contenido de dicha bolsa que conjeturas. ¿Tienes algo más que alegar?

—¡He visto el pasado! Hay millones de espejos distribuidos por el cosmos que reflejan el pasado. ¡Lo he visto, existe, es real, y por ello se me quiere condenar! —Niván captó que gran parte del público lo contemplaba como si fuera un loco, y le dolió comprobar que sus amigos también mantenían la misma expresión entre atónita y compasiva. Todos ellos excepto Andara, que inescrutable, lo examinaba con los párpados entrecerrados—. ¡Encontrad el bulbo, ahí está! Sino, en… —Calló de repente Niván.

Por un momento, presa de la desesperación, con tal de que dieran crédito a sus palabras, se le había pasado por la cabeza el confesar que guardaba otra copia de los reflejos dentro de su cuerpo. Pero de inmediato comprendió que si les entregaba también estos, si se los entregaba directamente a sus enemigos, probablemente se perderían o terminarían destruidos, con tal que no llegasen al gran público. Calló Niván y se tragó su rabia, y no supo cómo continuar.

—¿Tienes algo más que alegar Niván Sumegoba? —reiteró la voz.

—No —aceptó Niván abatido tras un largo silencio.

—En tal caso tenemos una sentencia. A la vista de los hechos expuestos y las pruebas consideradas en este juicio: eres culpable. —Niván sospechaba de antemano cuál sería la sentencia, pero al oírla entonces sintió su gran peso postrarse sobre sus hombros, y se diluyó cualquier resquicio de esperanza—. Por consiguiente, a los delitos descritos nos remite la quinta ley del Despertar, que nos indica que: “Quien pretenda vivir en armonía tiene derecho a hacerlo, sea cual sea su condición. Quien demuestre no querer vivir según estas reglas debe abandonar la sociedad, y renunciar a todo lo que esta le ofrece”. Tú has renunciado a la sociedad mediante tus actos Niván Sumegoba, has renunciado a la libertad y a la felicidad que su disposición anárquica te garantizaba, al no haber querido respetar las normas básicas de convivencia. Ante ello la condena es clara: serás expulsado a Marte en la próxima liquidación prevista, esto es, pasado mañana a las doce treinta.

—¿Puedo despedirme? ¿Puedo hablar con mis…?

—Ya no dispones de ningún derecho aquí Niván —le cortó la voz, que sonaba fría y hostil—, ya no eres miembro de nuestra sociedad.

—Solo quiero… —Niván, suplicante, bajó el rostro.

—No.

Él solo deseaba decirles adiós a sus amigos, con tal de intentar justificarse ante cada uno de ellos para que no le quedara aquel mal sabor de boca, entre la vergüenza y la tristeza, que le oprimía el corazón. Pero los jueces, en su magnánimo proceder, querían negarle aquel último deseo —se espoleó Niván con ironía—. ¿Qué significaba? ¿Por qué tenía que obedecerles? Si ya era oficialmente un repudiado, ¿qué le impedía actuar según su voluntad? Para Niván la legitimidad y autoridad de los jueces había quedado en entredicho a tenor de su evidente implicación en la intriga de los Ordenados, y sin quererlo, al condenarlo, le habían hecho al fin libre. Así que alzó el rostro con la mirada cambiada, desafiante y enfurecida, y apretó el puño antes de emprender una carrera hacia donde se encontraban sus amigos. El público quedó estupefacto, y los jueces lanzaron un poderoso «detente» el cual ignoró.

—¡Andara! ¡Xuga! ¡Esperad! ¡Es un engaño, debéis creerme! —voceaba Niván.

La embestida hacia delante de Niván fue una reacción que nadie esperaba, pero después de la sorpresa inicial que duró unos pocos segundos, los jueces lo expulsaron de la subrealidad. Niván había logrado acercase a tan siquiera unos pocos metros de sus amigos. Ellos le habían mirado con estupor; Anüp con un cierto miedo, Andara con una pizca de admiración. Pero cuando Jun estaba a punto de decirle algo, la escena del juicio se desintegró y dio paso a la mísera realidad.

De rodillas, Niván volvía a estar en el frío y silencioso astrio. Se dobló hacia el suelo y empezó a estremecerse, y no pudo evitar terminar sollozando como un niño.

A sus espaldas seguían los cerberos, firmes e insensibles al dolor que Niván experimentaba, un dolor que recorría todos los recodos de sus ser, un dolor que superaba con creces el escozor de la mano o cualquier otra sensación meramente física. Esa era la última vez que vería a sus amigos —se reiteró con la frente en el frío suelo—, ese era el recuerdo que guardarían de él. ¿Lo creerían? —se debatía sin parar—. ¿O pensarían que era un loco que había perdido la cordura por completo?

En la antesala que precedía el acceso a la nave que llevaría a Niván y a una docena más de condenados a Marte, un olor fétido impregnaba la estancia. En los bancos que surgían de las paredes, mugrientos y descuidados, millones de presos habían esperado su exilio, algunos con más dignidad que otros. Era el olor del orín y el sudor, y puede que el miedo —especuló Niván—, de las personas que habían esperado como ahora él esperaba sentado en uno de los bancos.

A su izquierda, una puerta llevaba a un pasadizo que desembocaba en la nave. A su derecha, un grupo de diez cerberos salvaguardaban la galería que, a lo lejos en su fondo, mostraba la entrada por donde llegara Niván al recinto, única salida al mundo exterior. Salida que maliciosamente dejaban abierta para que los condenados pudieran contemplar por última vez la suave luz terrícola. Puede que para que se sintieran tentados a probar de escapar, y así acabaran muertos en manos de sus guardianes, o quizás era solo una burla cruel por parte de aquella sociedad que les repudiaba. En cualquier caso, franquear la barrera de cerberos era imposible, una utopía que no valía la pena ni plantearse —concluyó Niván, con los codos apoyados en las piernas y la espalda encorvada—.

En aquel par de días Niván no había logrado sacarse de la cabeza las palabras de los jueces, y le quitaba el sueño la idea de que verdaderamente padeciera algún tipo de problema mental, que todo aquel embrollo fuera una simple fantasía de su mente enferma. Pero no era posible —se justificaba una y otra vez—, los cerberos querían silenciarle, la conjura de los Ordenados era real. ¿Por qué si no habían borrado la memoria de Xuga? Aun así, en su interior la duda le corroía, y no podía parar de darle vueltas a los hechos, sin prestarle atención al enigmático futuro que le esperaría en Marte, y a las cuestiones que inevitablemente su nueva vida iba a plantearle.

A su alrededor los demás condenados se presentaban como una variopinta congregación de almas desoladas, abatidos detritus de una sociedad civilizada. En su mayoría hombres, unos esperaban igual que Niván sentados, con la mirada perdida queriendo vislumbrar su fatídico destino, mientras que otros deambulaban por el espacio comprendido entre los guardianes y la puerta de acceso a la nave, inmersos en entelequias, reproches y obsesiones. Se fijó Niván en uno de ellos, en un hombre mayor y barbudo de ojos grises sentado cerca de una esquina. Gracias a las camas de regeneración la vejez resultaba desconocida para la gente común, y los demás presos dejaban una distancia prudencial con aquel hombre extraño, no fuera que su senectud se les contagiara. Por extraño que pareciera estaban en lo cierto —reflexionó Niván, que igual que la mayoría de ellos aún no tomaba consciencia de las implicaciones de todo aquello—, pues a partir de ese día probablemente ya nunca más dormirían en una cama de una matriz, y por tanto envejecerían hasta fallecer por muerte natural. Nuevamente Niván contempló al anciano y se preguntó qué historia guardaría, cuáles serían las razones que habían impulsado a dicha persona a abandonar una sociedad que le garantizaba la juventud. Efectivamente, si la humanidad podía llegar a albergar las inmundicias que él había descubierto en los espejos circunflejos —recapacitó Niván—, muchas otras sinrazones contendría en su seno, abrigadas por las promesas de justicia y libertad. No querer envejecer, en definitiva era no querer morir, argumentaran lo que argumentaran los que habían pasado la Habitación de las Turbaciones y con ello, presumiblemente hubieran perdido el temor a dejar de existir. La vida continuaba queriendo continuar existiendo. ¿Acaso no era esa redundancia su única naturaleza? Y cómo esperar la justicia de la vida, en cuanto la justicia era equilibrio, equidad, falta de movimiento, y la vida se descubría como todo lo contrario. Inmerso en aquellas reflexiones vaporosas propiciadas por una conversación mantenida con la útil Yacsi meses atrás, pensamientos que solo aspiraban a evitar que le diera vueltas a lo que se le venía encima, Niván decidió que vida y justicia eran concentos incompatibles. Que hasta que las personas no superaran el yugo de su naturaleza material no existiría paz en ningún mundo. En última instancia pensó que, si así fuera, es decir, si las personas se liberaran de su condición primaria, probablemente la especie terminaría extinguiéndose. No cabía entonces salida para el género humano, tan solo para el individuo.

La puerta que llevaba hasta la nave se abrió. Había llegado el momento de partir, de dejar atrás aquella parte de su existencia. Por vez primera Niván se planteó qué pasaría cuando llegará a Marte, qué le esperaba en el nuevo mundo, en el lejano y desconocido planeta verde. Al perder la ciudadanía terrícola, Niván sabía que también perdía su apellido: Sumegoba. Opinaba absurdo que creyeran que podían obligarle a dejar de utilizar su segundo nombre, no obstante, Niván no tenía tampoco ningunas ganas de mantener aquel recuerdo de su vida anterior. Entonces, antes de levantarse para incorporarse a la fila que se había formado enfrente de la puerta, se imaginó que ahí en Marte conocería a nueva gente, que le preguntarían quién era:

—Niván —susurró recreando la escena futura con un hilo de voz prácticamente inaudible—, soy Niván Tres Dedos.

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