Espejos circunflejos: C. XI




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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CÁPSULA XI
UN CÚMULO DE MAÑANAS

Remolón, despertó Niván en su pequeña celda individual, profundamente descansado, con una sonrisa de felicidad felina asomando por la comisura de sus labios. La vida dentro de la ancestral Orden del Aleph representaba lo que él siempre había deseado, aunque hasta hacía bien poco no lo supiera de forma consciente: rutina, sosiego y en cierta medida sorpresas, pero sorpresas que avivaran el intelecto a una distancia prudencial. Porque las maravillas que custodiaba la Gran Biblioteca de Alejandría eran de una magnificencia sin igual, pero abstractas y seguras; al salir de ellas el mundo volvía a su cauce natural y cotidiano, y poseían la misma trascendencia física que pudiera acarrear una fantasía cualquiera.

Desde hacía un par de meses Niván dedicaba las mañanas a estudiar botánica, y por la tarde, después de comer y antes del ocaso, se ocupaba de las labores de limpieza de los patios descubiertos. Le agradaba, y estaba aprendiendo mucho sobre flores y jardinería.

Aquella mañana se quedó unos minutos más de lo habitual retorciéndose en la cama, con la erección propia de haber permanecido toda la noche sin ir al baño, en una lucha perezosa entre los vestigios del ensueño y las necesidades fisiológicas. Durante la noche pasada había acudido a su mente onírica el recuerdo del día en que entregara a Omar el bulbo con los reflejos, y habiendo recreado mientras dormía parte de la escena con la imprecisión y licencias propias de los sueños, ahora Niván repasaba lo acontecido realmente en aquel suceso unos meses atrás. Recordó como después de ver los reflejos recopilados en el bulbo, el Bibliotecario lo llevara al último piso subterráneo de la Gran Biblioteca, y una vez allí, le mostrara la llamada sala muda. Se trataba sencillamente de una estancia aislada donde la Orden salvaguardaba aquellos datos que, por una u otra razón, debían quedar en cuarentena y no aparecer accesibles desde el exterior. Pero para Niván la sala muda afloró como el receptáculo de los secretos de la humanidad, una caja de Pandora todavía sin abrir, por ser un espacio hermético donde solo se podía penetrar a pie y cuya llave descansaba exclusivamente en manos del Bibliotecario.

De momento —comentó Omar en dicha ocasión—, guardarían en aquel lugar estanco los reflejos, pues había que esclarecer: «ciertos aspectos que no quedan del todo claros», dijo Omar entonces. Niván dedujo que el Bibliotecario se referiría a quienes que no querían que los reflejos vieran la luz, y habían enviado a los ponzoñosos seres alados a por él. Aunque Omar no quisiera admitir la existencia de ellos, no cabía otra explicación para sus precauciones a ojos de Niván.

En ese día que ahora Niván evocaba estirado en la cama de su celda, mientras tanto el Bibliotecario se dedicaba a transferir la información del bulbo al núcleo de la sala muda, Niván se había conectado a la Biblioteca aprovechando que Omar permanecía distraído, y una vez dentro curioseó el contenido de la sala, solamente accesible desde ahí. Una pulsión insoportable le llevó a ello. ¿Acaso fue la Biblioteca quien le empujó? —se preguntó tiempo después—. Pero sea por la razón que sea, Niván penetró a hurtadillas en la sala muda y en su interior descubrió un seguido de secretos que aguardaban silenciosos el momento de poder salir a la luz de una consciencia. Algunos de los datos ocultos, a Niván se le antojaron fútiles nimiedades, y no entendió la razón de su cautiverio, otros le dejaron con la boca abierta, asombro que tuvo que disimular cuando el Bibliotecario se giró para anunciarle que había terminado la transferencia.

En el presente recordaba con especial fascinación uno de los secretos hallados: la evidencia de la existencia de vida extraterrestre inteligente. Y es que pese a que resultaba habitual encontrar diseminadas a lo largo del cosmos distintas formas de vida, todas ellas se revelaban elementales, en su mayor parte seudovegetales o microbianas. Nunca se había llegado a encontrar en el universo a ningún organismo que pudiera equipararse con el ser humano en cuanto intelecto, lenguaje o tecnología. Oficialmente, lo máximo que fuera de la Tierra se había propagado la vida era en unos pocos planetas fértiles, donde animales insólitos se devoraban en una lucha sin cuartel por la energía procedente de una estrella madre o de los compuestos químicos autóctonos. Organismos hambrientos, esencialmente puro instinto, de una estupidez irreflexiva y funcional. La inteligencia era, no cabía duda de ello y Niván lo sabía, un error de la naturaleza, el subproducto colateral de la especialización humana en el uso de herramientas.

Pero para sorpresa de Niván, el milagro de la consciencia racional no únicamente se había producido en la Tierra. Según exponían los registros confidenciales de la sala muda, otro linaje capaz de pensar de forma abstracta había coexistido con ellos. Otra especie inteligente había prosperado en uno de aquellos planetas que al ser explorados, la ciencia había anunciado que solo contenía más organismos primitivos. Por lo visto los extraterrestres eran una suerte de artrópodos con exoesqueleto, provistos de cuatro tentáculos bífidos y prensiles, además de ocho patas que los sustentaban. Mostraban también un globo translúcido donde se esperaría encontrar la cabeza, aunque los verdaderos ojos fueran un par de bultos por debajo de este. Dicho globo se iluminaba a intervalos, cambiando de color, pasando de un tono a otro, pues esta era su forma de comunicarse.

Por desgracia, el hombre moderno al descubrirlos había exterminado los últimos ejemplares que quedaban de aquella especie. Era una raza en decadencia, mermada por el cambio de la atmósfera del planeta donde habitaban, y el género humano se comportó con ellos igual que lo haría cualquier animal asustado: atacando. En definitiva, no eran las personas mucho mejores que las fieras irracionales que miraban por encima del hombro —juzgaba Niván en aquel momento, despreciándose a sí mismo incluso más que al resto—, tan siquiera eran bestias un poco más sofisticadas y complejas, pero con la misma avidez de la hiena. Los hombres habían aniquilado a esa nueva especie hermana sin miramientos, aun siendo el único compañero existencial al que se podía aspirar a conocer en la Vía Láctea. Pero nada importó a los verdugos, representantes de aquella supuesta inteligencia superior de que tanto se vanagloriaban las gentes civilizadas en la Tierra o en Marte. Y ese acto aberrante se había ocultado a los ojos del mundo: puede que por vergüenza de la verdadera naturaleza que compartían todos los humanos.

En la sala muda se custodiaban los vestigios recuperados de tales alienígenas, tiras cromáticas que guardaban un lenguaje perdido ya para siempre; las reflexiones, artes y técnicas de otros seres pensantes. Niván recuperó de su memoria tres de ellas que había grabado con precisión en su cerebro mientras el Bibliotecario transfería los reflejos:

Las guardó con el propósito de abordar la quimera de descifrarlas en un futuro, pero resultaba ser demasiada poca información como para conseguir entender absolutamente nada o buscar patrones —comprendió ahora al volverlas a admirar—. Sin una clave o una guía, sin una Piedra de Rosetta —se dijo Niván recordando una historia contada por Xuga sobre los jeroglíficos y un tal Champollion—, era prácticamente imposible pretender esclarecer su significado. Aun así, le fascinaba volver a contemplarlas, por lo que significaban y por las infinitas preguntas que hacían brotar en su consciencia.

¿Habrían actuado aquellos alienígenas de la misma forma si la situación hubiera sido a la inversa? —especuló—. Eran, o más exactamente habían sido, seres vivos, y en consecuencia debían responder ante las mismas premisas básicas que imponía la vida a todo lo vivo. Los mismos mandatos de supervivencia que seguía la especie humana, los cuales habían propiciado el exterminio de dichos alienígenas —conjeturaba Niván—, por una mera cuestión de eliminación de la competencia directa, precisamente por ser pensante, en esos nuevos nichos ecológicos recién descubiertos. Afloraba como el mismo instinto que había llevado a la humanidad a no entenderse con los útiles, a colonizar otros pueblos menos desarrollados tecnológicamente, a masacrarse entre hermanos, o a expulsar a los Naturales a Marte.

Ese era uno de los secretos que descubrió Niván husmeando en la sala muda durante los minutos en que el Bibliotecario permaneció ocupado, y lo apreciaba como si fuera un obsequio del destino, una joya que muy pocos habían tenido la fortuna de contemplar.

Otro secreto encerrado en la sala muda, a salvo de miradas indiscretas y que Niván fisgoneó cuando entró en ella, era la existencia de los útiles y su supervivencia hasta la actualidad. Informes detallados relataban la subsistencia de los de la Nueva Estirpe a través de los siglos, su confinamiento bajo tierra y sus ansias por llevar a cabo el grandilocuente plan de influjo armónico que a la postre debía erigirles como amos del planeta. Ahí estaba absolutamente todo reflejado, y Niván no daba crédito. Hasta había un listado con los cabecillas que capitanearan los útiles hacia su fin supremo, en la cual Nocse aparecía el decimosexto. ¿Serían conocedores los útiles de que en la Gran Biblioteca de Alejandría se recogía tanta información sobre ellos? —meditó Niván—. ¿O formaría esto también parte de su plan maestro? Tumbado con la vista fija en el techo, al pensar en los útiles, Niván evocó de forma involuntaria la máscara de Yacsi, tan nívea y brillante como la porcelana, tan blanca como la misma luna.

De repente Niván se acordó de en qué fase lunar estaban: por la noche se alzaría la luna nueva —recordó súbitamente—, el opaco interlunio. «La noche más oscura», lo llamaban, velada en que la Gran Biblioteca dormía y reorganizaba sus ideas, soñando con la información que se le había agregado durante ese ciclo. Las reglas de la Orden marcaban con claridad que en tales fechas señaladas, lo antes posible y sobretodo previo a la llegada del crepúsculo, todos los miembros de la Orden debían dejar sus labores sin excepción. En consecuencia, Niván comprendió que aquel día tendría que adelantar sus tareas en los patios a la mañana si no quería terminar corriendo a última hora. Esto le impulsó a dejar sus pensamientos difusos sobre su incursión en la sala muda y levantarse de un salto.

Para Niván, el día que precedía la noche más oscura sobrevino una jornada diferente, en parte acelerada por las prisas pero a la vez estimulante, jornada amenizada con la inquietud de no saber qué hora era. Pues en el edificio de la Gran Biblioteca no cabía hallar relojes, y parecía que no pasara el tiempo. Por si esto no fuera suficiente, las horas anteriores a la noche más oscura no se recomendaba —recomendación con tintes de ordenanza— acceder a la Biblioteca, que hubiera supuesto otra manera de conocer la hora. Manifiestamente le habían indicado a Niván que como menos se interactuara con la Biblioteca más sencillo le sería a Ella el dormirse después. Por ende solamente le quedaba la opción de acudir a la médula para averiguar la hora, y Niván aún tenía muchas reticencias al respecto, temeroso de ser descubierto. Así que sin saber la hora exacta, Niván se guiaba por la posición del sol y su reloj biológico interno para calcular cuánto tiempo le quedaba en cada momento. Tiempo que se presentó más que suficiente para terminar los patios, dado que por lo habitual no solía tardar más de tres o cuatro horas en ello. Aunque ante la certidumbre de disponer de una hora límite Niván no podía evitar el estresarse ligeramente, y ello propició que al mediodía comiera rápido y mal, pero también que abandonara una cierta indolencia que impregnaba las maneras de la Orden. Las prisas no iban con la Gran Biblioteca y los miembros de la Orden del Aleph, y tal era la razón de que no hubiera relojes. «El tiempo no va a detenerse», decía a veces el Bibliotecario. Y aunque Niván se había integrado casi a la perfección en la Orden, aún le costaba asumir ciertas actitudes que si bien entendía y compartía, requerían de un cambio interno más profundo del que había logrado alcanzar en unos pocos meses. Al verle algo agobiado, Kira intentó ayudarle echando mano de dichos populares de la antigüedad, recordándole el «apresúrate lentamente» de Augusto y citando a Seutónio con «caminad lentamente si queréis llegar más pronto a un trabajo bien hecho», recetas tan vigentes en la actualidad como en el pasado y que habían dado cabida a infinidad de refranes.

A la noche, las luces de la Gran Biblioteca se apagaron, y el recinto quedó a oscuras por completo. La Biblioteca dormía, y Niván podía sentirlo dentro de sí mismo, lo notaba al disiparse una fuerza que normalmente le sujetaba el alma, una fuerza oscura y antigua que solo era capaz de percibir ahora, al desaparecer esta.

La noche más oscura resultaba ser la mejor noche para admirar las estrellas, y numerosos hermanos subían a los tejados con ese propósito, puesto que afloraba como una de las pocas actividades factibles en las tinieblas. Niván no fue una excepción, y al ver el firmamento, con el sosiego que le confería el haber superado una jornada frenética, regresó a su mente la imagen de las tiras cromáticas alienígenas y la civilización, prácticamente desconocida, que una vez habitó cerca de una de aquellas pequeñas estrellas parpadeantes. ¡Qué barbaridad haberla destruido! —se recriminó en silencio junto a Isaneu, Kira y Larem, por ser partícipe de la sangre de los verdugos, por cargar con otros pecados que manaban de la misma pérfida naturaleza humana—.

—Esa es Etamin, ¿verdad Niván? —preguntó Isaneu señalando al cielo.

—Sí, es la más brillante de la constelación de Dragón —repuso Niván, regresando desde sus pensamientos a la realidad del tejado de la Gran Biblioteca—. Veo que te acuerdas.

—Al-Ras al-Tinnin, Caput Draconis, Taurt-Isis —apuntó Kira, enumerando en una especie de salmo los distintos nombres históricos de la estrella.

En la lejanía del horizonte se avistaba una opaca franja de nubes tormentosas, tan negra e insondable que podía distinguirse con claridad respecto al mar y a las estrellas, cortando en seco el etéreo camino de la Vía Láctea. Centellas diminutas, como luciérnagas despistadas, brillaban por un instante en la espesa negrura de las nubes lejanas. Ellos no le prestaron mucha atención debido a la gran distancia, pero antes de que pudieran darse cuenta, aquella muralla de nubes había ya cubierto una buena porción del firmamento, y relampagueaba furiosa azotando el mar con su precipitación.

—Los recolectores de DrÄ« van a pegarse un festín —comentó Isaneu contemplando los rayos saltar dibujando arcos de nube a nube.

Un vendaval llegó a la azotea acompañado por una fina llovizna, preludio de la tormenta que se avecinaba, y todos los hermanos fueron evacuando la zona. De camino a su celda, Niván se cruzó con el Bibliotecario, y anduvo con él bajo la penumbrosa luz que generaban unos pocos koas distribuidos aquí y allá.

~¿Cómo va tu estancia en la Orden Niván? —preguntó Omar, que hacía tiempo que no conversaba con el nuevo acólito de la Biblioteca.

~Va bien Omar. Pero no es una estancia, “estancia” suena como una solución temporal —deliberó Niván—. Me gusta. Estoy bien aquí. Tengo pensado quedarme para siempre —y tras una pausa mental, concluyó—: No tengo otra opción.

~Si estás con nosotros por obligación, porque crees “no tener otra opción”, no se trata de una elección que libremente hayas tomado, ¿no crees Niván? Por lo tanto no es esto lo que deseas, sino el lugar al que te ha llevado la fortuna, y es acaso más difícil luchar contra los deseos que contra el destino de cada uno. Pero no pasa nada, Ella te aceptó y sabe lo que hace, pero no debes engañarte, las falsedades enferman el criterio.

~No es mentira que esté a gusto con mis hermanos, Omar, pero echo de menos, a veces, a mis amigos, a los juegos y pasatiempos que con ellos practicaba —se justificó Niván.

~¿Y por qué no vas a verlos? ¿De qué tienes miedo?

~¿De qué? —se extrañó Niván—. Omar, tú viste lo que me pasó, como se me juzgó sin un juicio.

~Yo solo vi como huías, vi tus miedos, tus conjeturas. Si querías un juicio quizás solo tenías que esperar a que este llegara. Decidiste correr, no preguntar, y no puedes culpar a los demás por lo que tú hiciste.

~Querían matarme, eso lo sé —se reafirmó Niván—. Pero si no te importa, prefiero no seguir hablando del tema, Omar —solicitó, creyendo que su interlocutor no quería entenderle, o confesar que lo entendía, y por ello no llegarían a ningún lado.

~Como quieras Niván —le concedió el Bibliotecario junto a una mirada ofuscada por la oscuridad pero que Niván sintió de reprobación—, pero piénsalo: piensa sobre de qué tienes miedo.

~A propósito, Omar, ¿recuerdas un reflejo de los que había en bulbo, de la Era Media, de mediados de la Alta Edad Media, en que centré la visión ampliada en Cleopatra y Marco-Antonio?

~Cómo no recordarlo. He estado estudiando los reflejos y clasificándolos. Esa captura global encierra grandes momentos de la historia, y no solo la parte de Cleopatra en que tú te centraste, hay centenares de puntos de interés que investigar.

~En ese reflejo observé a Cleopatra y Marco-Antonio ocultar un cofre de alabastro por aquí cerca. ¿Lo recuerdas? Puede que aún siga ahí, que nadie lo haya encontrado todavía. Podríamos irlo a buscar —propuso Niván—. ¿Sería posible salir de la Gran Biblioteca, un… un rato?

~¿Qué información podemos obtener de ello? Su morfología y contenido están presentes en el reflejo que comentas, y salvaguardadas en Ella. Pero  si quieres  ir  a   buscarlo,  nadie te lo impide —aceptó—. Cualquiera puede salir de Ella, pero solo Ella decide si puede volver a entrar… así que, tú mismo Niván.

~La Biblioteca no me dejaría afuera, ¿verdad?

~Eso no lo sé. Yo salgo un par de veces al año, voy al nodo de Rosid o al oasis de Letén, pero nunca me ha preocupado que no me dejara volver a entrar de nuevo, porque lo que Ella decide bien está, y no siento que tenga ninguna razón para tener miedo. El miedo está muy presente en ti Niván. Ya te lo he dicho: piensa en ello.

~Lo haré —consintió al final con humildad Niván, dándose cuenta de que quizás el Bibliotecario tuviera razón. Al no haber superado la Habitación de las Turbaciones, Niván creía evidente que esto influenciaba de una manera u otra todos sus pensamientos y decisiones.

Por un instante se cuestionó sus opiniones sobre lo ocurrido en el pasado con los demonios negros que lo asaltaron a causa de los espejos circunflejos, ¿tendría razón el Bibliotecario y no iban a eliminarle? No —determinó—. Aquel no era el procedimiento habitual, tales engendros alados eran ejecutores; a Xuga le habían borrado la memoria, con ello quedaba demostrado que quienes anduvieran detrás de dicha conspiración operaban fuera de la legalidad. ¿Qué intereses movían entonces al Bibliotecario a negar la evidencia? —se cuestionaba Niván—. Fueran cuales fueran sus motivos, no emanaban de Ella, la Gran Biblioteca, pues Niván hubiera sentido lo mismo de ser así, o eso creía él.

A la mañana siguiente Niván despertó formidablemente descansado. El alivio de la Gran Biblioteca era también un bálsamo curativo para sus retoños, y durante el desayuno fantaseó sobre cuál podría ser su próximo discurso ritual. Semanas atrás había llevado a cabo su estreno en la práctica oratoria previa a la comida, profesando un escueto discurso sobre las extrañas gentes que habitaban el extractor del núcleo, sus peculiares costumbres y sus relaciones de parentesco arcaicas. Terminó concluyendo que mucho más de lo que se conocía, se desconocía, y no por no conocer algo, esto dejaba de existir. Reflexión que congratuló a gran parte del público, que se lo hicieron saber mediante profusas felicitaciones con el enlace. Había titubeado, sudado y hasta repetido alguna frase por los nervios, pero al terminar una enorme satisfacción había hinchado su orgullo. Después Larem le había preguntado cómo es que había estado recluido en el extractor del núcleo con esas personas, y Niván había esquivado la incómoda pregunta alegando un pasado intrépido y aventurero. Ahora, se planteaba intentar volver a asumir el desafío, y cavilaba cuál podría ser el tema de su siguiente discurso: especuló que el poema que Marco-Antonio escribió a Cleopatra sería quizás, si conseguía localizarlo y resucitarlo, un contenido inigualable para una exposición. Crearía conmoción en la sala, Niván estaba seguro de ello. ¿Pero era sensato aventurarse  fuera del recinto de la Gran Biblioteca?  —se interrogaba Niván abstraído, deglutiendo una hogaza de pan de cereales y frutos secos—. El Bibliotecario afirmaba que sí, que si no había motivos para que la Biblioteca no volviera a dejarlo entrar no debía preocuparse. Decidió que en cuanto le fuera posible saldría en busca del tesoro, a la caza del último vestigio físico del amor de Marco-Antonio y Cleopatra.

Tal como si participara del recuerdo de la escena sensual entre los dos soberanos, desde enfrente Kira le sonrió con picardía, y Niván supo de inmediato que deseaba fornicar con él por la tarde, no hizo falta que le transfiriera ninguna palabra ni emoción a través del enlace. No sería la primera vez que realizaran sexo juntos, ya en alguna ocasión habían fornicado, unas veces los dos solos, otras con Isaneu o Larem. Mientras no se interfiriera en el trabajo de terceros o se descuidaran obligaciones propias, no existía ningún reparo en que se practicara el sexo dentro de la Orden. Aunque debido al exiguo tamaño de las celdas, se soliera hacer al aire libre, en los patios ajardinados o en las galerías hipóstilas que reseguían la abertura de estos hasta la cúspide del edificio. No acababa de agradarle a Niván el hacerlo en los patios, pues se cohibían ciertas actitudes e instintos en público, debido a que pese a no censurarse el sexo, si se desaprobaba la violencia si era demasiado explicita, más allá de la intrínseca al acto sexual.

Ya por la tarde, Kira apareció en el patio donde Niván se disponía a terminar sus tareas diarias de mantenimiento.

~¿No prefieres que vayamos a mi celda? —propuso Niván desde la distancia, cuando ella aún quedaba a unos metros de él—. Ahí no nos molestarán y podremos… recrearnos.

~Quizás mejor quedémonos aquí —transfirió risueña Kira—. Así aprovecharemos el sol que todavía queda; quiero que me lamáis los dos. Además, a estas horas el agua de la fuente ya brolla caliente y podemos limpiarnos sin tener que bajar a las termas.

~Como prefieras —consintió.

Kira se abalanzó cariñosamente a los brazos de Niván, y le besó con ternura, cerrando los ojos. Por su parte Niván no pudo más que quedarse embobado contemplando la expresión casi felina de Kira, que emocionalmente se acurrucaba en Niván, mucho más alto y corpulento que ella. Cuando ella le transfirió esta sensación, él le respondió transfiriéndole su creciente excitación, que oscilaba entre un sentimiento de protección y uno de necesidad de posesión. Hicieron el amor, pero de una forma distinta a como Niván estaba acostumbrado, con más suavidad y delicadeza, con caricias más sutiles y un ronroneo sosegado acompañando cada empuje. Niván entendió, al transferírselo Kira, lo agradable que resultaba sentir la calidez del sol menguante sobre la piel desnuda, y eyacularon al unísono con medio cuerpo sumergido en la fuente central del patio.

~Estabas… diferente hoy —comentó Niván una vez acabaron, mientas se limpiaban los genitales—. Más… frágil.

~¿No te ha gustado?

~Sí. Es solo… —Niván miró su reflejo en el agua, desde aquella perspectiva su pene todavía hinchado y sus testículos retraídos se mostraban inmensos, como si fueran la parte principal de su persona, tapando una cabeza insignificante—. Me has recordado a alguien que conocí… y no sé por qué —explicó Niván refiriéndose a Yacsi, la útil de la máscara. Por alguna extraña razón, al terminar de fornicar con Kira y verse reflejado le había venido a la cabeza la cordial útil hembra—. ¿Esto es todo Kira? ¿Esto es lo que somos en realidad?

Ante las palabras crípticas de Niván, ella lo ojeó, y al ver que se fijaba en el reflejo que proyectaba el agua, hizo lo mismo, admirando su vagina entreabierta goteando agua.

~¿A qué te refieres? —indagó ella.

~Me refiero a que si lo único importante para la vida es la procreación, a si todo lo demás es accesorio —transfirió Niván que sonaba taciturno y reflexivo, presa de una desolación repentina—. Hemos engañado a la naturaleza, nos reproducimos por recombinación, es cierto, pero aun así seguimos siendo el mismo organismo de antaño, al servicio de los genes. Yacsi tenía razón. La vida es tan… no le interesa el conocimiento, ni nada, fuera de sí misma. Somos simples instrumentos. Pero ¡el individuo existe!, es la única realidad metafísica, y tienen derecho a existir por sí mismo, no solo como un instrumento de la vida.

Mientras se vestían Kira estuvo meditando las palabras de su compañero. Al terminar, se sentaron en el borde de la fuente y ella reflexionó:

~Míranos —empezó transfiriendo señalando su reflejo y cogiendo a Niván de la mano—. Ahí estamos Niván, eso somos. No podemos rehuir la duplicidad, esta nos embriaga y nos define irremediablemente. Los espejos son una metáfora de nuestra naturaleza íntima. Necesitamos reproducirlo todo, perpetuarlo siguiendo el precepto del algoritmo de la vida; el conocimiento y la Gran Biblioteca no son diferentes, también están vivos, si ello significa tender a la multiplicación infinita. Aunque al final solo seamos autómatas que pretenden perpetuarse, de ello se deriva el mundo entero Niván. De ello proviene nuestra amistad. Los mecanismos por los cuales se genera la consciencia no son lo importante, sino la consciencia en sí, que tú y yo ahora estemos hablando.

~¿Autómatas? —repitió Niván medio sonriendo, recordando a los útiles—. Puede que sí seamos autómatas. Robots sin alma, ególatras y necios.

~¿Y qué importa el alma? —se preguntó Kira—. Es solo una palabra, ¿no crees?

La luz crepuscular había enrojecido la piedra, y los rasgos de Niván se presentaban duros, cincelados a claroscuros. Él oteó a Kira de lado, acordándose de tantas y tantas barbaridades vistas en los reflejos de los espejos circunflejos. El alma era importante para Niván, por lo menos, la parte de ella donde se originaba la empatía y la compasión.

~El alma es… es el yo, la bondad, la consciencia.

~Entonces quizás seamos unos inconscientes —concluyó ella sin pensárselo—. La historia está repleta de ejemplos de desalmados, sé lo que me digo Niván —transfirió Kira, que antes de ingresar en la Orden había pertenecido a la Cepa de la Memoria.

~Puede que tengas razón —consintió Niván rememorando de nuevo la visión de los reflejos del pasado en los espejos cósmicos.

Así se quedaron charlando hasta que cayó la noche. Estaban muy cómodos los dos juntos, a gusto el uno con el otro, y Niván se cuestionaba dónde quedaba aquello en el interesado proceder de la vida. Los buenos momentos con los amigos, el placer intelectual, o la curiosidad, ¿todo tenía una mísera finalidad reproductiva en última instancia? No quería creerlo, pero sus conocimientos en biotectura así se lo confirmaban insistentemente, en la vida no cabía la inteligencia más que como herramienta. Eso le entristecía, pero en su estupidez manifiesta y aceptada, la propia de cualquier ser vivo, se alegraba de tener la oportunidad de forjar un momento de ingravidez junto a Kira, de hablar con ella y sentirla cercana, y amarla, aunque ese amor fuera amor hacia uno mismo por ser ella su reflejo invertido.

Para alcanzar al punto donde el siervo de Cleopatra ocultara el cofre de alabastro, Niván no tuvo más remedio que franquear del nodo 2855, que a orillas de uno de los dedos del Nilo seccionaba el paisaje con sus conexiones, acaeciendo inevitablemente el centro neurálgico de la región. Al aproximarse Niván mantuvo una distancia prudencial de unos kilómetros, por precaución no fueron menos, pero también por añoranza no fueron más. Lograba distinguir el caparazón del foro, la angular estructura del hospital, y en un conglomerado superpuesto y emborronado por la distancia las demás instalaciones públicas.

Montado en un ciclón, que junto a un seguido de herramientas generó aquella mañana con el beneplácito del Bibliotecario en un arca de la hermandad, Niván hacía un buen rato que había abandonado el blando y rojizo desierto; aquí en las inmediaciones del nodo, el suelo se tornaba compacto y argiloso, contenedor de una vegetación incipiente y desperdigada, que a medida que la vista se aproximaba al río iba creciendo en espesura hasta dar cabida a palmeras y tupidos helechos, en un vergel majestuoso.

Se detuvo Niván un instante para examinar la silueta del nodo. A pesar de que era imposible oír nada debido a la distancia, Niván se imaginaba el trajín de sus gentes, los niños jugando en la plana pública o el gorgoteo y risas providentes de las piscinas. Echaba de menos aquello. Echaba de menos el ir al foro, y mientras tomaba un refresco junto un tentempié, divagar con sus amigos sobre cualquier aspecto de la vida o el mundo, con la convicción y la complacencia que otorga a los discursos la lejanía. Echaba de menos poder permitirse el lujo de ser débil, cortejar a Jun para que lo viera como un buen partido como pareja procreativa, o asistir a singulares espectáculos artísticos al aire libre. Aquel estilo de vida pertenecía al pasado, él lo sabía, pero lo echaba de menos, más ahora que el recuerdo de las penurias vividas se diluía en el olvido, prodigiosamente rápido, mientras franqueaba semanas de tranquilidad y sosiego.

Niván dejó atrás el nodo y retornó a un entorno de cierta aridez, sin que el desierto regresara por completo. Ahí estaban las puertas de Masafa, delimitadas por dos grandes estatuas de metal fundido que emulando los colosos de Memnón, representaban las efigies de gobernantes de imperios pasados. A su alrededor, los restos de edificios y murallas había acabado siendo un amasijo de ruinas inidentificable, parcialmente sepultadas por la arena y que se confundían con el relieve natural del terreno. Una vez cruzadas las resplandecientes figuras de los Majitu, Niván torció hacia una gran roca con forma de concha de molusco que se avistaba unos kilómetros al Oeste. Bajo su abrigo, sombra que era de agradecer pues el sol acababa de cruzar su cenit y se alzaba inclemente, Niván activó el rastreador del subsuelo que había generado. Puesto que el aparato mostraba la fecha actual en el proceso de configuración, al acceder a él con el enlace Niván se percató del día en que estaba. «¡Qué curioso!», pensó. Ni se le había pasado por la cabeza, pero hoy era su aniversario. No era una efeméride que celebrara con excesiva pomposidad, pero sí solía estar al tanto de la fecha, y acostumbraba a regalarse unos minutos de reflexión acerca de los años pasados, y los que estaban aún por venir, mientras degustaba un cálido, dulce, y amargo al final, té verde.

—Treinta y nueve —murmuró para sí mismo con un hilo de voz que se llevó el viento—. Treinta y nueve años ya.

Realizó un cálculo rápido y se le reveló la evidencia de que todavía le quedaban 61 años de existencia, evidencia que se ofuscaba cuando se contabilizaba la vida con conceptos más indeterminados y difusos tales como el «resto de mi vida» o «los años que me quedan». Niván había asumido que pasaría el resto de su vida dentro de la Orden del Aleph, estudiando y sirviendo a la Gran Biblioteca de Alejandría, pero entonces, al vislumbrar los años exactos que le restaban se le presentó como un cometido mucho más arduo y pesado de lo que sospechaba. «Nunca» era mucho tiempo. Asumir no volver nunca a una existencia corriente, la que antes tuvo y no supo apreciar, era prohibirle a la esperanza la concesión más básica, la de poder soñar. En ese instante se dio cuenta de que no sabía si podría soportar que ese «nunca» se concretara en 61 largos años, y sintió ganas de no volver a la Gran Biblioteca, de huir hacia el mundo del que él primero huyera. Era una locura —se dijo reprimiendo sus pensamientos—. Volver significaba la muerte, el fin. Era la mayor estupidez que pudiera desearse, sin embrago, lo deseaba, y cada vez le era más difícil ocultárselo a su consciencia.

Con la firme voluntad de no dar más vueltas al asunto, apartó aquellas ideas de su mente, y se concentró en la tarea que lo había llevado hasta ahí, la de perforar el área donde el rastreador del subsuelo le indicaba que, con una elevada probabilidad, descansaba el cofre de alabastro, o por lo menos un objeto de idénticas características electromagnéticas. Con la ayuda de un transmutador, tres metros bajo tierra más tarde lo encontró. Ahí estaba esperándole casi 29 siglos después. La centenaria reliquia representaba la conexión palpable entre el pasado observado por Niván en los reflejos de los espejos circunflejos y su presente, ese presente coetáneo de su vida, único tiempo y realidad asumible por su percepción. Era el nexo de unión que demostraba que todas las imágenes vistas, tanto las maravillosas como las terribles, eran tan reales como la arena que ahora tímidamente se escurría dentro del surco que había abierto en el suelo. Una sensación extraña, parecida a un escalofrío, recorrió la columna vertebral de Niván. Liberó el cofre del suelo que lo retenía dejando una caja de tierra a su alrededor, y antes de ni tan solo plantearse examinarlo, lo sacó del pozo con extremo cuidado, superando la dificultad que planteaba la altura del orificio con la pericia que exigía la situación. Detrás subió él con el rostro sudoroso y sucio, y las manos ennegrecidas de tierra, tomándose un descanso antes de proseguir con la inspección.

—Felicidades Niván —se susurró para sí cuando finalmente se decidió a abrir el cofre.

Como podía haber presupuesto de antemano —recriminó Niván a su impaciencia—, el receptáculo de alabastro se resistió. El tiempo había soldado sus juntas con esmero, pero no tardó en rendirse a la insistencia de Niván y desveló su tesoro. El secreto de Marco-Antonio y Cleopatra apareció ante la mirada atónita, fascinada e infantil, de uno de los pocos hombres vivos que conocían el verdadero rostro de la reina de Egipto. A un lado el aulós, el instrumento que acompañara a Marco-Antonio en su recital y donde había postrado sus labios Cleopatra, al otro unos papiros enrollados con el poema y la partitura.

Una ventisca incipiente agitaba la túnica de Niván y alborotaba la arena superficial. El silbido ondulante del viento recorriendo una ranura de la roca alertó a Niván que el aire iba en aumento, y que sería sensato no tardar en buscar cobijo, pero antes, alargó la mano para coger el aulós. Su dedo meñique rozó los papiros, y una parte de ellos se desmoronó como si estuvieran compuestos de ceniza. Al instante detuvo su tentativa, y mientras algunas de las partículas desprendidas emprendían el vuelo cerró el cofre.

Hallar aquel regalo del pasado intacto era el verdadero premio para Niván, era la unión que daba sentido a las experiencias de otros vividas en los reflejos. Su valor residía en su significado, que lo asemejaba al elemento que estando fuera de lugar en un sueño delata la oniria, aunque a la inversa, confiriendo verisimilitud a lo que parecieran fantasías en la mente de Niván. Se preguntó qué iba a hacer con el cofre. ¿Registrarlo en la Gran Biblioteca? ¿Para qué? El Bibliotecario tenía razón, la información sobre su contenido estaba ya incluida en los reflejos guardados en la sala muda, y era más que probable que, sobretodo el papiro, no resistiera el transporte en ciclón.

Por ello Niván volvió a enterrarlo, pero no consideró que su empeño hubiera sido en vano, ni que desenterrarlo para volverlo a dejar en su sitio después supusiera un trabajo absurdo o estéril, pues tenía la impresión de haber comprendido algo, de lo cual aún no era del todo consciente, pero que le hacía sentir distinto, en paz consigo mismo. Cubrir otra vez el hueco con tierra fue una actividad considerablemente más dura que desenterrar el cofre, pero Niván la realizó con parsimonia, resistiendo el azote del viento que iba en aumento, con la templanza de estar llevando a cabo un acto casi ritual.

De regreso a la Gran Biblioteca de Alejandría, montado en el ciclón y con la mirada fija en el horizonte azul, Niván repasó los reflejos que tenía en su memoria. Pero esta vez al recordarlos intentó ser consciente en todo momento de que estos eran historias reales, no cuentos ni subrealidades. Cuán valientes y osadas eran algunas de aquellas personas —extrajo de entrada bajo esta nueva perspectiva—, capaces de emprender las mayores hazañas, y asumir sin vacilar los peligros que surgían de los retos que se les imponían; con coraje, con grandeza, con el compromiso propio de los héroes. A su lado, en comparación, su relato personal o su desventura parecían una minucia, una chiquillada que el miedo había ensanchado hasta conferirles una envergadura desmesurada, puede que ficticia. A fin de cuentas, nadie había muerto. ¿Por qué él no era capaz de ser igual de audaz que sus ancestros, cuya sangre corría por sus venas, y enfrentarse al mundo voraz con el porte erguido y la mirada firme? ¿Acaso ellos habían pasado por la Habitación de las Turbaciones? Pues no —se respondió Niván con determinación—. Aquella era una excusa que no podía servirle más de escondrijo.

Para alivio de Niván, la Gran Biblioteca no mostró reticencias en dejarlo entrar de nuevo. Como consecuencia de sus últimas emociones, Niván se pasó la velada meditando sobre su situación y su dudoso futuro en la Orden. ¿Era lo que realmente quería? —se cuestionó por enésima vez—. ¿Hasta qué punto tenía razón el Bibliotecario?

Surcando aquellas ideas se durmió en la celda. Despertó a la mañana siguiente con una certidumbre de textura subconsciente, como si su cerebro no hubiera dejado de reflexionar en toda la noche y finalmente hubiera llegado a una conclusión que ahora al despertar le transmitía. Era el convencimiento de que debía tomar una decisión en firme, de que no podía seguir huyendo de sus sentimientos por más tiempo. Por ello, resolvió solicitar lo antes posible una entrevista con el Bibliotecario para hablarlo, pero no hizo falta, pues aquella mañana saliendo del comedor, lo entrevió a lo lejos en un cruce de caminos. Por lejos que anduviera la figura alta y corpulenta del Bibliotecario era inconfundible, así que se apresuró a darle caza.

—¡Omar! —le llamó Niván desde la distancia.

~Ah Niván —saludó el Bibliotecario cuando Niván le alcanzó, pero sin detenerse—.¿Encontraste ya lo que buscabas?

~No lo sé. Bueno, el cofre sí, pero he estado pensando sobre lo que me dijiste, sobre mi “estancia” en la Orden.

~¿Y bien?

El Bibliotecario no disminuyó su paso enérgico en ningún momento de la conversación, y por causa de ello a Niván le costaba seguir el ritmo y pensar a la vez, conque tardó unos segundos en responder.

~No lo sé —volvió a transferir Niván—. Quería terminar de debatirlo contigo, que me aconsejaras una vez más. ¿Podríamos terminar de hablarlo en algún momento?

~Ya has tomado una decisión Niván —decretó Omar—. Pero si deseas verbalizarlo, podemos vernos en una hora en el patio de las higueras. Ahora tengo un asunto que resolver.

~De acuerdo, ahí te esperaré. Gracias Omar.

Niván se paró en medio del pasillo, siendo arrastrado unos metros por la inercia, y el Bibliotecario se alejó sin detener su resuelta marcha hasta licuarse en la penumbra.

Una hora más tarde, retomaron la conversación ahí donde lo habían dejado, pero sentados en el muro del atrio que configuraba el patio de las higueras y bajo la benigna caricia del sol de media mañana.

~¿Y entonces Niván? —empezó transfiriendo Omar tras los saludos—. ¿Cuál es tu conclusión?

~Verás Omar, pienso que puede que tuvieras razón en cuanto a mis deseos verdaderos de permanecer… para siempre, en la Orden. No he sido sincero conmigo, ni con mis hermanos. Lo he visto claro, creo. Echo de menos el mundo exterior, no puedo negarlo, mi vida de antes, y… sé que quizás no pueda volver a ella nunca, lo sé, pero, pero quiero dejar de huir, he de enfrontarme a lo que sea que me espera y pretendió eliminarme. Porque yo no hecho nada malo, ¿verdad?, no he hecho nada malo.

~El único juez verdadero al que debes enfrentarte es a ti mismo Niván —transfirió con sosiego el Bibliotecario, como una madre que pretendiera consolar a un hijo—, y si sientes que no eres culpable, entonces, no debes temer nada. Pero, incluso creyendo que te has equivocado, si así fuera, debes asumir tus responsabilidades. —Omar medio sonrió, pero con una sonrisa que albergaba un punto de tristeza—. Debes asumir tus responsabilidades porque las elecciones que tomas en la vida son para la eternidad, tú lo sabes, es metafísica básica: no se puede cambiar lo que se ha hecho; es infinito, inerte, siempre ha sido. No puedes rehuir su existencia, es inútil, pero puedes corregir, afrontando tus responsabilidades, su sentido dentro de la pequeña franja de realidad que es tu vida. El futuro ya está escrito, pero tú no eres eterno, siquiera tus actos. Porque la acción individual Niván es la única fuerza que existe para la consciencia, es el único movimiento posible en el universo. —Niván conocía la metafísica de la realidad, el tiempo y la consciencia, pero sonaba distinto al oírlo ahora en boca del Bibliotecario, que rescataba aquellos abandonados conceptos de la enseñanza troncal para aplicarlos a su situación actual y darles un sentido concreto—. Si crees que eres inocente, mi consejo es que te vayas y te enfrentes a tus miedos, pero si te crees culpable, también debes hacerlo, porque hay que asumir las responsabilidades, no ante los otros, sino ante uno mismo. En cualquier caso deberías irte para resolver tus conflictos, y volver a la Orden después, si es eso lo que deseas entonces. Esa es mi opinión.

~No puedo seguir huyendo, tienes razón —musitó mentalmente Niván—. Aunque eso suponga la muerte.

~La vida supone la muerte Niván, no lo olvides.

—Sí —asintió Niván a voz, y prosiguió~: Creo que estoy preparado para afrontar lo que haya resuelto el destino para mí. Creo que estoy preparado para luchar por mi dignidad y hacer lo necesario para devolverle la cordura a este mundo enfermo. —Hizo una pausa meditabunda—. ¿Y vosotros qué haréis con los reflejos? ¿Los ocultaréis a la sociedad también? —preguntó Niván superando sus reticencias a indagar sobre ello.

~Conoces cuál es la finalidad de la Orden y la naturaleza de Ella. Nuestro objetivo no es resolver los problemas e injusticias que las personas provocan, sino preservar el conocimiento, como código de un ser transversal de milenios de antigüedad que es la humanidad. No estamos para juzgar, ni para sentenciar qué es el bien o el mal, estamos para preservar las ideas. No hay ideas peligrosas ni malvadas que ocultar, no es eso Niván, pero si Ella decide que es conveniente guardar con celo información y no difundirla explícitamente, es para evitar conflictos con las personas que existen en la Tierra en aquel momento. Los gobiernos de los hombres vienen y van, Ella bien puede esperar. Cuando ya no es un riesgo para Ella, lo saca a la luz sin inconveniente, porque son las personas quienes tienen miedo de la ideas, no Ella. Pero las personas mueren, siempre mueren, porque la vida supone la muerte.

~¿Entonces no lo mostraréis al mundo? —transfirió Niván, con tono de decepción—. Se ocultará por… ¿miedo? La gente merece saber la verdad.

~Sí, la gente merece saber. ¡La gente debe saber! —puntualizó Omar con ímpetu, y retomó después su hablar cadenciosos—. Pero no es un cometido propio de Ella mostrárselo, sino de nosotros, de ti. Hazlo público si quieres Niván, hazlo público si crees que con ello harás lo correcto. La gente debe saber para poder valorar, de otra forma su pensamiento fácilmente puede acaecer falso o falaz. —Le puso la mano en el hombro, y Niván tomó consciencia del verdadero peso de la extremidad del Bibliotecario—. Aún conservas el bulbo de almacenaje, podrías hacerlo público Niván, tienes pruebas. Y si lo hicieras ya no tendríamos por qué seguir guardándolo en la sala muda. Ves, no hay que pedir, siquiera hay que actuar. Ella no es un hombre, y no debes esperar que actúe como tal. Tú sí lo eres, y te correspondería actuar como lo que eres.

~Tienes razón —aceptó—. Yo lo descubrí, yo debo hacerlo público. Es… mi responsabilidad —transfirió casi como si fuera una pregunta.

~Eso lo sabes tú Niván. Eso solo lo decides tú.

No pasaron muchos días hasta que Niván afianzó en su interior la idea de que era necesario regresar al mundo exterior. El convencimiento de que su obligación moral consigo mismo pasaba por regresar, ya no atendía a vacilaciones, se había convertido de la noche a la mañana en una verdad que le daba fuerzas, que le hacía caminar erguido. Se le presentaba ineludible el hecho de tener que enfrentarse a quienes fueran que, una fatídica noche de hacía poco menos de un año, enviaran a los dos ejecutores negros para sesgar su vida. Y no tenía miedo de ellos, ya no. Una energía irracional le exhortaba a combatir con ellos, o con los ejecutores hasta cuerpo a cuerpo si llegado el momento era necesario. Lo que sí le daba miedo era la posible reacción de Andara, tener que explicarse ante Jun, o ver el daño provocado en Anüp. Aquello le aterraba, pero amordazaba dicha angustia dejando que la fuerza fiera, arrogante y casi suicida que brotaba de su deber moral empapara cada recodo de su ser, sin dejar espacio para dudas o deliberaciones.

Estaba decidido, retornaría a su nodo. No era momento de tener miedo, sino de luchar —se repetía Niván en una enajenación consentida, sin la cual no hubiera sido capaz de emprender el camino hacia el mundo exterior, y en consecuencia, hacia lo desconocido—.

Pidió al hermano Uablo que como medida de seguridad, por si su empresa se complicaba y era capturado por sus enemigos o perdía el bulbo, le insertara la información de los reflejos en el cuerpo, dentro de un pequeño cilindro de almacenaje implantado en el talón. Uablo accedió a llevar a cabo tal operación sin realizar muchas preguntas. El cirujano de la Orden sabía que Niván había decidido marcharse, y puesto que lo apreciaba quiso ayudarle en la medida de lo posible, aunque no estuviera al corriente de sus razones o propósitos concretos.

El día antes de partir, se despidió uno a uno de los amigos, todavía hermanos, que había hecho entre aquellas gruesas paredes de piedra viva. Kira lloró, y le transfirió mediante el enlace todo aquel amor contenido que guardaba dentro de sí. Al recibir el sentimiento, Niván se sintió en parte desmoronarse por dentro, aunque apretó los dientes y recordó sus objetivos, recordó su deber para acallar la pasión. A sus amigos no quiso explicarles sus verdaderos motivos para partir, lo zanjó tácitamente con un inconcreto «He de enfrentarme a mis miedos», y demoró el comienzo de su cruzada, y la confesión de sus circunstancias, a cuando atravesara las puertas de la Gran Biblioteca por última vez.

Al hacerlo, a la mañana siguiente, notó a Ella, a la Gran Biblioteca, contemplarlo con vista etérea y ubicua. Alzó Niván el rostro hacia las alturas de sus muros, y se planteó si no había sido justamente ella, con quien compartía parte del alma, quien le había empujado a tal locura. Daba igual —decidió desde las arenas del mundo exterior, fuera de su influjo, ataviado con ropajes holgados de tonos pálidos que denotaban su actual disposición civil fuera de la Orden—. Ahora ya no podía echarse para atrás, su vida o su muerte dependerían de cómo se desarrollaran las sucesivas semanas.

En el nodo 2854, el más cercano a la Gran Biblioteca y al que Niván llegó montado en un ciclón, el ambiente era bullicioso y ajetreado, más de lo que estaba acostumbrado en su Norte natal. En la explanada de la plana pública se habían formado algunos corros alrededor de espectáculos al aire libre, mientras que otras multitudes iban de aquí para allá, otras conversaban, y otras permanecían enfrascadas en proyectos grupales o en cometidos personales. El mar destacaba en este nodo costero definiendo el horizonte Nordeste, y un cielo despejado albergaba a un resplandeciente sol que al calentar el suelo, hacía que corriera una fina brisa salada. La intensa luz no dejaba espacio para la discreción, más que la que proporcionaba el anonimato de la muchedumbre.

Inicialmente ante el tumulto Niván fue abordado por el desasosiego. Creía sentir como todo el mundo le miraba, tal que supieran quién era él. Tras dejar el ciclón a reciclar, Niván buscó una esquina sombría, y dando la espalda al ajetreo, respiró profundamente. Era la hora de la verdad y tan siquiera había empezado,  no podía  hundirse tan pronto,  debía ser valiente —se exhortó—. Volvió a respirar intensamente y se repitió que la ilusión paranoide era producto del miedo, que nadie le conocía ahí. Una vez recobró la serenidad, se giró y anduvo entre las gentes del nodo con normalidad simulada, percatándose de que al contrario de lo que había percibido de entrada, precisamente por haber muchas personas distintas nadie se fijaba en él.

Visitó el hibernáculo, que dispuesto entre el circo y el hospital acogía a una escasa porción del gentío, y así pudo gozar de algo más de intimidad, intimidad que requería para llevar a cabo su planes. Buscó un arca pública solitaria, y la halló junto a unos helechos gigantes en una rincón del edificio, donde un vaho caliente y sutil colmaba la atmósfera estanca. Allí puso a generar unos anillos de combate arshÄ«, arma que resultaba ideal para esconder, dado su reducido tamaño, y que le serviría de protección si en algún momento volvía a ser asaltado por los ejecutores negros. El arca tardó apenas un minuto en generar el artefacto, pero a Niván aquel lapso de tiempo se le hizo eterno, entre transeúntes despistados que aparecían de la nada y la ligera niebla imperante que emborronaba la distancia, y hacía que el arbitrario movimiento de las hojas lejanas se confundiera en la mente de Niván con individuos acechando.

Cuando aparecieron los anillos de combate, Niván invirtió tan solo un segundo en examinarlos, y rápidamente se los guardó en el marsupio de su ropa. El arma consistía en dos anillos de metal ligeramente dorado unidos entre ellos y con una pequeña aleta redondeada en la intersección. Se colocaban en el índice y el corazón, controlándolos mentalmente igual que la vara de caza, y permitían lanzar un haz de energía capaz de partir en dos a cualquier organismo vivo. Era un arma temible que Niván conocía de subrealidades violentas en las que había participado tiempo atrás, pasatiempos de combate que todos rechazaban en público, pero que después, aparecían repletos de gente hipócrita. Aunque por primera vez Niván poseía el arma de forma real, física y no imaginaria, y debido a ello tomaba la facultad real de sesgar vidas con una facilidad aterradora.

Seguidamente fue hacia la estación central, desde donde las conexiones brotaban en disposición de estrella conectando los nodos adyacentes, y así consecutivamente hasta cubrir la superficie terráquea entera. Era casi la hora y Niván subió a una vaina que partiría en breve en dirección a Iurg, la vieja Europa, y cruzaría el mar mediterráneo hasta la península Apenina. Los demás pasajeros, en su mayoría ignoraron a Niván al entrar este, a diferencia de un niño de unos 8 años, culo inquieto y fisgón, que se quedó mirando una cicatriz que el recién llegado lucía en el tobillo derecho, en la parte de su piel que quedaba al descubierto. Las heridas mal curadas eran una extrañeza en el mundo civilizado, a lo sumo la gente portaba modificaciones corporales reversibles, paralelas y bien definidas, adornos que no tenían nada que ver con las numerosas pequeñas marcas que cincelaban el cuerpo de Niván, en su conjunto ocultas bajo los ropajes, aunque algunas quedaran visibles en manos y cabeza si te acercabas lo suficiente.

La vaina despegó y el niño, distrayéndose con el paisaje, desvió la atención de Niván. Muchos de los pasajeros optaron por conectarse a subrealidades diversas, mientras que otros simplemente echaron una cabezadita con los ojos cerrados. Pero Niván permaneció atento, observado el exterior del conducto por donde fluía la vaina: el intenso azul del mar bajo sus pies, inabarcable tapiz lapislázuli de sereno oleaje, y el despejado cielo, donde unas gaviotas revoloteaban y pronto quedaron atrás, próximas a la orilla. Tumbado en un surco adaptable, Niván recordó aquel viaje en vaina en que había ido a buscar a Anüp al nodo 3409. Le parecía que hiciera décadas de ello, cuando en verdad había transcurrido solo casi un año de su encuentro con el chico. ¡Pero qué año! —se increpó Niván—. Opinaba que nada en él, ni por asomo, era como antes de aquella funesta aventura. Quizás sus amigos siguieran siendo los mismos, y pudieran representar un soporte en que apoyar su vuelta al mundo. ¿Le habrían perdonado? —se preguntó—. ¿Lo habría perdonado Anüp? En realidad, a su juicio Anüp era el único que podía censurarle y recriminarle algo de su comportamiento pasado, pues Niván había propiciado, empujado por las circunstancias de vida o muerte, el haberle despertado de su ejercicio troncal en la Habitación de las Turbaciones. Los otros: Xuga, Andara, Jun, ¿qué tenían que reprocharle? Además Xuga ni se acordaría del embrollo de los espejos circunflejos, según comprobó antes de partir, su memoria había sido borrada.

Pronto el tubo de la conexión regresó a tierra firme, cruzó planos frondosos y remontó montañas, mientras la vaina iba deteniéndose en cada uno de los nodos inferiores del clúster itálico. Al llegar el momento adecuado, con tal de variar la dirección del trayecto, Niván cambió de vaina, y así alcanzó la región de la que era originario. Cuando su nodo natal apareció en el horizonte un pequeño nudo le contrajo el estómago, consciente de que quedaba poco para el momento de la verdad.

Para dilatar la llegada del crucial instante del reencuentro, Niván se había detenido a comer en el nodo de transbordo, no siendo necesario pues las vainas disponían de una pequeña arca integrada. Tras el receso, dejó pasar las horas con indulgencia, y este aplazamiento provocaba que ahora llegara a su nodo natal con el sol preparándose para ocultarse, con las sombras alargándose progresivamente y los tonos del cielo cada vez más cálidos.

Bajó en su estación y permaneció unos minutos en ella, contemplando desde la altura el espectáculo del árbol de matrices teñidas por la luz anaranjada del crepúsculo. Al descender a la planta base de la estación el sol ya se había ocultado, y la claridad empezaba a aminorar lánguidamente.

De los viajeros que se iban o regresaban, nadie lo reconoció, ni él reconoció a nadie. El mundo seguía girando a pesar de todo, y por ahora, su retorno a la civilización no había propiciado ninguna hecatombe. Palpó el marsupio, que era la bolsa que poseía su indumentaria en la parte frontal, y notó el bultito de los anillos de combate. Después tanteó la pequeña mochila donde guardaba el bulbo del almacenaje, y comprobó que, como no podía ser de otra forma, seguía en su sitio.

Entonces se dirigió al foro. El albor natural del recinto contrastaba en las prácticamente negras montañas del fondo, y Niván se quedó de pie afuera, oteando el interior por si avistaba a alguno de sus amigos, hasta que la luz residual del sol desapareció por completo, y se hizo de noche. Pero no descubrió a ninguno de ellos, aunque fuera peregrino esperar distinguirlos desde el exterior, teniendo presente el tamaño del foro y la gran cantidad de personas que solía albergar. Tenía que entrar —se alentó—. Posiblemente estuvieran ahí, en algún sofá, picoteando frutos secos y hablando sobre bagatelas insustanciales o anécdotas de la jornada. Pero entrar significaba tener que explicarse, significaba el comienzo del juicio que más le preocupaba, el de ellos. Porque su anterior vida se componía básicamente de sus amigos, y sin ellos no tenía sentido regresar a ninguna parte.

Ahí estaba Niván, inmóvil justo al lado de la cúpula del foro pero sin penetrar en ella, oculto por la penumbra y contemplando el interior del recinto, a punto de romper un equilibrio etéreo que le había mantenido con vida hasta entonces. Y así se quedó petrificado un buen rato, incapaz de dar un paso. Pensó que era extraño que esa misma mañana se despertara en su celda en la Gran Biblioteca de Alejandría, y que ahora, volviera a encontrarse en su nodo natal, del que tan lejos, física y mentalmente, había estado.

Empezaba a refrescar cuando se oyó a un búho lejano ulular. Una polilla pasó junto a la mejilla de Niván y fue a chocar contra la cáscara del foro, y en aquel instante, la esperanza se hizo añicos, y un estrépito grave y amortiguado sonó detrás de él. El sonido transportó de repente la mente de Niván a un escenario de pesadilla, y notó como se le helaba la sangre al identificar aquel ruido tal que un aleteo de aterrizaje de algún ser de dimensiones formidables, puede que los ejecutores negros —especuló su instinto—. Retenido por el pánico Niván tardó un par de resuellos en darse la vuelta, pero al girarse se confirmaron sus peores conjeturas. A unos metros en dirección a la oscuridad habían descendido dos figuras descarnadas y de piel azabache, aladas y sin rostro. Se trataba de los ejecutores que tiempo atrás pretendieran capturar a Niván en su matriz. Él no hubiera creído posible que se aventuraran hasta el mismo nodo, tan cerca del foro, donde podían ser vistos por todos, pero ahí estaban. Evidentemente Niván se equivocaba, y aquellos seres estaban dispuestos a cualquier cosa con tal de capturarle.

De primeras Niván torció la cabeza un instante para comprobar cuál era la reacción de la gente desde el interior del foro, pero desafortunadamente no parecía que nadie se percatara de los recién llegados: quizás fuera debido al contraste lumínico entre el interior y el exterior, o quizás porque la oscura complexión de aquellos seres en la penumbra los ofuscaba. Al retornar Niván la vista hacia los ejecutores, reparó en que las sombras de estos empezaban a moverse hacia él, y no pudo evitar soltar un sutil gemido aspirado del más puro horror.

Corriendo Niván se llevó las manos a la bolsa donde guardaba el arshÄ«, el arma consistente en unos anillos de combate. Pero por los nervios no atinó en abrir el marsupio tan veloz como hubiera deseado, y cuando logró desatascarlo, uno de los dos ejecutores ya se encontraba junto a él. El demonio negro se había desplazado con un caminar encorvado pero decidido hasta él, dejando escapar en cada paso un inquietante quejido de fuelle. Una vez al lado de Niván, el demonio fue a sujetar el cuello de su presa con una de sus garras, pero en un acto reflejo, Niván dejó de rebuscar el arshÄ« y le apartó el brazo hacia afuera con ahínco. Inmediatamente después, Niván le propinó una patada a la espinilla, pero era tan rígida la extremidad de la bestia que se hizo daño en el pie y no sirvió de nada.

De cerca aquel engendro incluso impresionaba más, con una altura sobre los 3 metros, su complexión estirada y deformada aparecía grotesca y amenazadora, claramente diseñada para la agresión. Niván no vio otra opción que intentar huir por un lado aprovechándose de su mayor velocidad relativa debido a la diferencia de tamaño, pero justo en el flanco que tomó para escaparse, apareció el segundo ejecutor. Este quiso engancharle la cabeza con las dos manos con un movimiento de pinza, pero falló al recular Niván, que sin embargo cayó de espaldas por el suelo a causa de la finta.

—El arshÄ«… el arshÄ«… —se repetía Niván fuera de sí.

A punto de estallarle el corazón y tumbado, Niván fue a coger el arma, pero descubrió que ya no estaba en el marsupio, que se había caído durante la contienda. Desesperado palpó el suelo de su alrededor. Entonces el tiempo pareció ralentizarse, y los sentidos de Niván se agudizaron, esforzándose al máximo en los escasos segundos que tenía de margen. Al fin notó el tacto frío de los anillos de combate en la palma de la mano y los agarró de inmediato.

Con tal de levantarse y huir, Niván se dio la vuelta y se incorporó en parte, pero una garra le cogió del tobillo y de nuevo le hizo caer de bruces. Consciente de que no cabían demasiadas expectativas de escapar, dado que su fuerza humana no tenía nada que hacer contra aquellos engendros biotectónicos, Niván se concentró en ponerse el arshÄ« para contraatacar. Y aunque el notar como le sujetaban la pierna le incitaba a gritar perdiendo el control, él desoyó aquel impulso, y se fijó en su objetivo de ponerse los anillos de combate. Finalmente consiguió su propósito, y se retorció blandiendo el índice y el corazón de su mano derecha. Un rayo brotó de los anillos de combate e iluminó la noche con un intenso fulgor azul. Pero al estar de espaldas a sus enemigos, la torsión del cuerpo de Niván resultó insuficiente y no alcanzó a ninguno de los dos ejecutores, que aun así reaccionaron soltándolo y retrocediendo.

Con urgencia Niván aprovechó para ponerse en pie, pero al darse la vuelta presa de la excitación y con la firme intención de rebanar a los ejecutores, estos ya habían levantado el vuelo y no lograba distinguirlos en una noche parca, sombría y sin apenas luna.

Por desdén, Niván lanzó un par de rayos erráticos, y jadeante, se apoyó en la cáscara del foro. Adentro de la cúpula las personas que se hallaban más próximas a él se habían levantado y le miraban atónitas, completamente desconcertadas por el macabro espectáculo. Solo hizo falta un despiste de un instante observando la confusión cercana de dentro del foro, para que los ejecutores reaparecieran. Al distinguirlos por el rabillo del ojo Niván se giró disparando un rayó directo al abdomen de uno de ellos, aunque el engendro alcanzado ni se inmutó y continuó acercándose, tal que fuera inmune al rayo o al dolor. En aquel momento Niván supo que estaba perdido, y viéndose sin escapatoria, con el arshÄ« quebró la cascara del foro que tenía detrás para acceder a su interior y refugiarse en él. No se atreverían a entrar —le dijo su mente angustiada—, ahí había demasiada gente, y se sirvió de la ventaja de que deponía para recular y coger ángulo de tiro.

Las personas que charlaban ajenas a la contienda se fueron percatando de ella como en una ola, y progresivamente se pusieron en pie. El asombro estalló en la multitud cuando haciendo caso omiso de las suposiciones de Niván, los dos engendros alados penetraron en el foro por el agujero que él mismo había rasgado. Niván disparó de nuevo, alcanzando la pierna de uno de los demonios negros, aunque esta vez desplazó el rayo diagonalmente, logrando amputarle la extremidad. Rápidamente por respuesta los ejecutores emprendieron el vuelo, ajenos a cualquier dolor físico. La muchedumbre corría arriba y abajo, buscando refugio detrás de los sofás o simplemente abandonado el recinto.

Igual que dos aves encerradas en una jaula, los ejecutores volaban cerca de la cúspide de del foro, suspendidos y atrapados, efectuando tentativas de ataque a destiempo y sin éxito. Porque Niván ante la menor señal de que intentaban aproximarse les disparaba casi sin apuntar, con un frenesí producido por la enajenación que a estas alturas le colmaba.

—¡Niván, ¿eres tú?! —dijo una voz familiar a su derecha.

Era Jun, su querida y joven amiga, que lo interpelaba desde detrás de un sofá, a unos veinte metros de él. Los ejecutores se valieron de este despiste para embestirlo. Cuando Niván se dio cuenta de la situación ya era demasiado tarde, y a traspiés lanzó un rayo horizontal y bajo, que sin quererlo seccionó el brazo de un desconocido que pretendía escapar. Sobrecogido por el accidente, Niván no supo reaccionar, y uno de los ejecutores lo abrazó inmovilizándolo. El otro le cogió la mano donde llevaba los anillos de combate, y le arrancó el arma junto con los dos dedos de cuajo. El dolor hizo que Niván gritara desencajado, y que su consciencia se emborronara a medida que perdía sangre a borbotones.

Curiosamente —percibió Niván antes de desfallecer—, los ángeles negros se detuvieron, cesaron la mutilación, no lo mataron. Ideas extrañas le sobrevinieron mientras restó suspendido en ese abrazo frío y compacto los dos minutos que aguantó su consciencia. ¿Estaba equivocado respecto a ellos? —se preguntó—. En el delirio que precedió a la opaca inconsciencia, Niván no podía sacarse de la cabeza la imagen de Jun, sus ojos, su mirada: ¿era de asombro o de decepción?


[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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