Espejos circunflejos: C. X




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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CÁPSULA X
GUARDIANES DEL PENSAMIENTO

Inclemente, el desierto había engullido los despojos de antiguas ciudades, dejando a la vista tan siquiera pedazos de muros resquebrajados sobresaliendo aquí y allá de un mar de arena. Alejandría era ahora una tierra sin vida, silenciosa, perfilada al Norte por el intenso azul del mediterráneo. Hubo un tiempo en que el hombre cultivó aquellas tierras, en que erigió templos y universidades —recordaba Niván evocando desde el antiguo Egipto a la Era Naciente—. Pero la civilización requería de ser regada con esmero igual que un rosal para perdurar, y en aquel paraje, a pesar de encontrarse bajo el influjo del Delta del Nilo, la naturaleza árida del desierto había terminado ganando la partida.

De tal manera que delante de Niván solo se distinguían las arenas infinitas, dentadas a escombros, volcándose al mar. Y en su centro, majestuosa y a apenas unas horas de camino, la Gran Biblioteca de Alejandría. Era una construcción tosca, un bloque megalítico rectangular de dimensiones ciclópeas, sin ventanas ni puertas; sin ningún signo aparente de actividad ni curvatura que rompiera su sobriedad. Mediante el enlace, Niván había surcado sus entrañas en incontables ocasiones en busca de información o de arquetipos, pero nunca había contemplado directamente su interior, sus paredes y estancias, e ignoraba qué albergaba o cómo sería la vida cotidiana de la hermandad que la custodiaba. Sabía, como la mayoría de gente, que la Orden del Aleph se dedicaba a tareas de mantenimiento, reestructuración y estudio de los datos, y que tras el ingreso como novicio en ella, con los años y a través de los méritos se iba subiendo de escalón en la hermandad. Se revelaba como una de las pocas organizaciones jerárquicas que quedaban en el mundo, y su estructura provenía de tiempos inmemoriales. Sus raíces se remontaban a varios miles de años atrás, primero como sociedad secreta, después como institución mundial de recopilación y preservación de la información. Era cierto que en sus trabajos en la Cepa del Tiempo, Niván había colaborado esporádicamente en pulir informes colectivos que iban a solicitar su registro en la Gran Biblioteca, pero ahí terminaba su implicación, y nunca se había preocupado en entender los entresijos de la organización que hacía posible que los datos significativos que generaba la humanidad perduraran al paso de los siglos. La información que se creaba cada día en todo el globo afloraba descomunal, por ello, esta ingente mole de datos era cribada por la hermandad para determinar qué debía guardarse. El resto, almacenado en las matrices o núcleos públicos, tarde o temprano terminaba por perderse, pues la información era efímera y se desvanecía irremediablemente como la música en el aire.

La Gran Biblioteca de Alejandría acometía la osada empresa de conservar la memoria de la humanidad mientras la especie existiera, y más allá todavía —proclamaban sus acólitos— si le era posible. Con tal propósito la Gran Biblioteca era el único ente vivo que se había permitido crear la sociedad moderna: vivo igual que los útiles, con la premisa de anteponer su supervivencia a cualquier otro precepto, a pesar de que también como ellos, no dispusiera de capacidad reproductiva.

A través de un funicular subterráneo, secreto y olvidado por el hombre, los útiles habían traído a Niván hasta Egipto. Ahora, ataviado con la túnica rojiza que le diera Yacsi y acarreando la bolsa que resguardaba el bulbo, Niván superó los últimos metros que le quedaban para llegar a la Gran Biblioteca. Tocó la pared maciza de piedra que se alzaba ante él. Estaba fría.

Anduvo siguiendo el contorno del edificio, tarde o tempano —según le había explicado Yacsi—, encontraría la puerta de entrada. Tardó más de lo que suponía, pues las distancias se evidenciaban enormes, pero antes de que la sed y el abatimiento hicieran mella en él, halló la forma de una puerta grabada en la roca, aunque estaba bloqueada por una losa que la tapiaba. Por agravio comparativo a Niván la entrada se le antojó diminuta, apenas tenía la altura de una persona, y otra vez, igual que le pasara con el extractor del núcleo, opinó ridícula una puerta que su mente había conjeturado a escala de gigantes.

Se fijó que desde la parte superior de la hendidura del marco colgaba una cuerda trenzada. Niván tiró de ella, esperó, y golpeó con los nudillos la roca acompañándolo de un «¡Eh!» para avisar que estaba ahí afuera. Solo consiguió que le doliera la mano.

Miró hacia arriba. Tenía la impresión de ser observado por aquellos muros infranqueables, lisos y silenciosos. Y estaba en lo cierto, la Gran Biblioteca de Alejandría lo contemplaba impertérrita, aunque desprovista de ojos, lo veía, y no daba la menor señal de que le importara lo más mínimo. Resignado Niván se sentó a esperar. Por fortuna, los útiles le habían facilitado suficiente agua para dos días, aunque a tenor del sudor que le resbalaba por la frente y empapaba su espalda, Niván se dijo que como máximo el agua le duraría una jornada. Aún no era primavera, sin embargo, el cielo despejado otorgaba al sol una intensidad demoledora. Los ojos de Niván habían tardado casi cinco horas en adaptarse a aquella luz, acostumbrados como estaban a la penumbra y a la difusa luz artificial de la ciudad subterránea de los útiles.

Picoteó unos dátiles que había recogido por el camino junto a una poza profunda y oscura. Estaban amargos y le dieron mucha sed, así que lo dejó estar.

Sin previo aviso, la losa sobre la que apoyaba la espalda empezó a moverse. Tras levantarse con celeridad felina y sacudirse la arena, la puerta se abrió por completo, apareciendo al otro lado la figura de un joven vestido también de castaño rojizo que se lo quedó mirando sorprendido. En primera instancia Niván no comprendió qué ocurría, porque el joven restó callado unos diez segundos, y después instó a Niván a que contestara con un gesto facial como si le hubiera hecho una pregunta. Entonces Niván comprendió que quizás le estaba intentando hablar por el enlace.

—Hola —saludó Niván a voz—. Vengo de parte del decimosexto —explicó siguiendo las indicaciones dadas por Nocse.

—No le conozco. Pasa.

Niván entró intranquilo porque aquel miembro de la hermandad no conociera la seña que le habían dado los útiles, pero se serenó pensando que no toda la Orden tenía por qué tener conocimiento de la existencia de los útiles. Tenía que hablar con el Bibliotecario, él sabría qué hacer. El jovenzuelo lo guió por un seguido de pasillos sin mediar palabra. Para romper el hielo, Niván le dijo—: Gracias por dejarme entrar.

—No he sido yo, ha sido la Biblioteca —contestó indiferente el chico.

Llegaron a un patio interior limitado por columnas. En su centro, una gran fuente gorgoteaba dejando derramarse el agua en una piscina atestada de pequeños peces blancos que contrastaban sobre el oscuro moho. El Novicio indicó a Niván que esperara ahí, y cuando hubo marchado Niván se sentó a la sombra, entre un par de columnas del claustro. Aquel era un sintió agradable —pensó entonces— y hermoso, en el que bien podía acostumbrarse a vivir. Él nunca había sido una persona de acción, a pesar de que las circunstancias de la vida le hubieran llevado últimamente a toda suerte de aventuras, su naturaleza tendía a buscar la tranquilidad y la calma. Era un estudioso de las estrellas, o eso había pretendido ser durante toda su vida adulta, aunque sus sueños se hubieran visto truncados de forma inesperada justamente por hallar su meta. «Ten cuidado con lo que deseas, porque puede hacerse realidad», le dijo Andara tiempo atrás. ¡Y cuánta razón tenía! Ahora Niván lo veía claro, y entendía que el deseo a veces es embustero, y uno se engaña sobre lo que realmente ambiciona. «Hay sueños —se decía Niván encandilado con el agua de la fuente—, que son hermosos mientras siguen siendo sueños». Aquel recinto le había devuelto la paz interior con una velocidad pasmosa, y por un momento olvidó todas las miserias sufridas, y se sintió feliz de nuevo. Era una felicidad profunda y sincera que desde antaño no experimentaba.

Alrededor del estanque crecían matas floridas y helechos, y en ellas zumbaban unos cuantos insectos en su particular oasis paradisíaco en medio del desierto. Nunca hubieran podido sospechar que fuera de ahí se ocultara la muerte y la arena —fantaseaba Niván, que sentía que la Gran Biblioteca podía ser también un oasis para él—.

—Bienvenido a la Gran Biblioteca de Alejandría —dijo una voz detrás de Niván.

Se trataba de un hombre alto y muy ancho, de facciones marcadas y voz grave.

—Hola soy… vengo de parte del decimosexto.

—Yo soy Omar Cuxudeneridatis, Bibliotecario de la Orden del Aleph, Alto Corrector y Custodio del Conocimiento. Pero tanta pompa no me va, llámame Omar a secas, que los pocos años que me restan no quiero pasarlos oyendo títulos y honores. ¿Cuál es tu nombre?

—Eh… Niván —dudó un momento en contestar.

—Niván —repitió el Bibliotecario—. Bueno Niván, ¿qué novedades traes contigo?

—El decimosexto —explícitamente Nocse le había dicho que se refiriera a él así— me dijo que vosotros me acogeríais, que modificaríais mi enlace. Tengo un bulbo de almacenaje con… —dubitativo, Niván no sabía si confesar toda su historia de primeras. En su paranoia razonó que si el Bibliotecario no conocía ya de antemano los hechos, bien podría ser parte implicada en ellos, o sencillamente podía denunciarle cuando se los contase—. Verás Omar, es un tema delicado.

—Aquí no rigen las leyes del Despertar Niván, si es eso lo que te preocupa. Puedes confiar en mí —dijo Omar al intuir los miedos de Niván—. Aquí manda Ella, la Biblioteca, y si es cierto que muchos entran en busca de respuestas, nada sale de lo que aquí ocurre. ¿Es por eso que no te funciona el enlace?

Niván quería confiar en él, y en verdad creía no haber hecho nada delictivo que esconder —se señaló—. Poseer los reflejos de los espejos circunflejos no suponía ninguna violación de las leyes del Despertar. Sus enemigos, no cabía duda, eran de otra índole y operaban detrás de la sociedad visible, y quiso creer que en la Gran Biblioteca estaba seguro, y que aquel hombre corpulento y amable era un buen hombre.

—No he cometido ningún delito Omar —se lamentó Niván—. Mi delito es el de haber visto lo que otros no querían que se conociera, aunque ignoro de quiénes se trata. Cuando llegaron los demonios negros a mi ma…

—No tengas prisa Niván —le cortó el Bibliotecario con un cambio de actitud que Niván pudo distinguir en la mirada de este—. No cuentes más. Los enemigos del conocimiento son nuestros enemigos. Lo mejor es que de momento te unas a nosotros, que te unas como Novicio y vivas con la Orden. —Niván se quedó sorprendido ante la rapidez con que el Bibliotecario le había instado a ingresar en la Orden del Aleph, y lo expresó semiabriendo la boca, tal que fuera a decir algo—. A partir de ahora tu nombre será Niván Cuxudeneridatis —anunció el Bibliotecario—. Come, descansa y relájate. Más tarde ya hablaremos largo y tendido de lo que te inquieta, y por qué has venido. No es habitual, solo los Escritores y los Correctores suelen pasar por el proceso, pero le pediré al hermano Uablo que modifique tu enlace, que lo selle y te permita hablar con Ella, para que podamos comunicarnos sin que hagamos vibrar el aire ni nuestros labios se muevan, y nadie vea, solo la Biblioteca, lo que tengas que enseñarme. ¿Te parece bien?

—Sí. Gracias.

—Ahora te acompañarán a una celda, a tu celda. Espera aquí —dijo, y se fue.

¿Qué había dicho él para que el Bibliotecario cambiase de esa súbita manera y tan resuelto le propusiera de entrar en la Orden y operarle el enlace? —se inquirió Niván aún boquiabierto, y conjeturó—: Puede que el Bibliotecario tuviera conocimiento de quiénes eran sus oscuros perseguidores, o que la conjura poseyera una magnitud mayor de la que sospechaba Niván, o que los útiles hubieran contactado con él de antemano para ponerlo en antecedentes. Fuera como fuera, para Niván suponía un misterio, pero se alegraba de ser bienvenido.

Al poco rato una Novicia apareció para guiar a Niván hasta su celda. En el interior de la Gran Biblioteca angostos pasadizos recorrían sus entrañas, alumbrados por hilos de luz natural que irradiaban desde las esquinas gracias a un ingenioso sistema de microespejos. Fue cruzándose con estancias de diversas envergaduras donde algunos miembros de la Orden trabajaban con los ojos cerrados, ausentes, mientras que otros se dedicaban a tareas más mundanas como limpiar o masturbarse. Su habitación formaba parte de una larga consecución de celdas en batería, y era estrecha, tan pequeña que apenas cabía la cama individual que contenía. Niván se tumbó en ella y esperó mirando el techo a que le dijeran algo sobre qué debía hacer a continuación. Aquella estancia no se parecía ni por asomo a su matriz: no veía el cielo ni las nubes, no había espacio para hacer prácticamente nada, no poseía arca, la cama era rígida y su tamaño dejaba mucho que desear. Incluso así, Niván se sentía seguro, y aceptaba prescindir de todas aquellas comodidades si a cambio podía volver a vivir tranquilo, sin sobresaltos ni conspiraciones que lo acecharan.

Se durmió sin darse cuenta, con la mente errando entre vaguedades sobre el imponente aspecto físico del Bibliotecario, en un sueño reparador que duró siquiera media hora pero que Niván consideró había durado un siglo entero. Era la primera vez desde que saliera de su nodo que dormía en una cama de regeneración, y tuvo la sensación de que sus heridas desaparecían y su cuerpo se sanaba por completo. Fue una ilusión, al despertar las cicatrices seguían ahí, pero la fuerza y el bienestar que recorrían todo su cuerpo trascendieron tan reales como que sus músculos se habían hinchado un poco.

Una cabeza asomaba por el marco de la puerta. Resultó ser un Novicio con el puño cerrado, que al picar en la pared había despertado a Niván. El Novicio lo condujo hasta un comedor comunitario de largas mesas de piedra, y le indicó que se sentara «con los nuevos», dijo señalando con la mano a un rincón. Niván tomó asiento junto a un hombre rubio de barba tupida que le saludo con una sonrisa. Se presentaron, y Niván oteó la sala estirando el pescuezo en busca de señales de comida o algún arca pública. Pensó que si tenía que generarse él mismo los alimentos le supondría un problema, pues su enlace por prudencia quería que siguiese inactivo, y tendría que pedirle al Novicio de su lado, de nombre Larem, que le echara una mano. Enfrente de Niván se colocaron otros dos Novicios, de nombre Kira e Isaneu, y cuando parecía que ya no faltaba nadie, al fondo se levantó un hombre de una de las mesas que tenían más alejadas. Automáticamente cesaron las diversas conversaciones que se habían generado en la sala y conformaban un rumor ininteligible.

—Esta mañana he comprendido, hermanos, que creemos en fantasmas —empezó el que se había levantado con un potente y teatral chorro de voz que pretendía alcanzar todos los puntos de la sala. No era la primera vez que Niván oía dentro de aquellas paredes la arcaica denominación de hermanos, apelativo que respondía a relaciones de parentesco ya inexistentes, pero que la Orden había preservado para simbolizar su unidad. Después el orador dejó a posta un largo silencio para crear expectación, y siguió—: ¿Quién de nosotros no conoce el Edón Bindulu? No hay nadie que no haya oído hablar sobre que hubo un tiempo en que por los cielos del sur de Feido voló esta prodigiosa ave. Lo cuentan las crónicas de Nóa Dúnnson sobre la Era Ilustrada, basándose en los fragmentos de información recuperados que relatan su hábitat y costumbres. El Edón Bindulu, rojo como la sangre, chirriando estridente por la sabana… ¿Cuántas y cuántas recreaciones de subrealidad no lo han incorporado sobrevolando los rascacielos de Johannesburgo? ¡Icono de un mundo eléctrico que se desmoronó por la vanidad de Prometeo! —Alzó los brazos con énfasis, y cuando la reverberación se disipó bajó el tono a un registro menos épico, y más confidencial—. Pues veréis hermanos, esta mañana, revisando unos datos enviados por la Cepa de la Memoria, he descubierto que el pájaro de fuego nunca existió. Que nunca voló por Johannesburgo  ni gritó como el trueno. Era solo un cuento. —Sonrió triunfante consciente del impacto de su afirmación—. Según sé ahora, los textos en que Nóa Dúnnson se fundamentó hacían referencia a una obra de ficción muy popular a finales del último tercio de la Edad Eléctrica. Y nosotros lo juzgamos fidedigno, real como los elefantes o las marmotas, incluso hay quienes en la Cepa de la Vida han hecho plausible y natural su particular biotectura, con dilatados estudios sobre su genética y etología. Creemos en fantasmas, así es hermanos. ¿Y cuántos otros más habrá? ¿Cuántas fantasías hemos incluido en los tratados de historia o zoología? —Hizo una pausa final para coger aire, y terminó con una cadencia lenta y solemne, como quien concluye un poema—. Esto, hermanos, es lo que he comprendido esta mañana. Gracias por escucharme.

Al sentarse el orador se desencadenó un oleaje de comentarios y felicitaciones mediante el enlace, felicitaciones que Niván adivinaba por las muecas que se dibujaban en los rostros de los presentes, incapaces de desvincularlas completamente de su expresión psíquica. Por su parte Niván se dirigió a su compañero de mesa, Larem, y este le contó que era una práctica habitual que, antes de cada comida, un miembro de la Orden expusiera una experiencia, reflexión o anécdota. Ello había generado —decía Larem—, una especie de competición entre los eruditos, donde cada uno de ellos quería demostrar la superioridad de sus dotes oratorias. Aun así, no todos los días el discurso sonaba tan grandilocuente y pomposo, y cuando un Novicio tomaba la palabra, solía hablar sobre temas cotidianos, en la mayoría de los casos meras curiosidades.

—¿Y tú le conoces? —indagó seguidamente Niván, refiriéndose a quien acababa de realizar el discurso. Pronto había cogido Niván confianza a aquel Novicio llamado Larem, puede que por sus facciones algo aniñadas y sus ojos vivarachos, o puede que por su forma de hablar distendida. También cabía la posibilidad de que fuera porque lo tenía al lado y no conocía a nadie más.

—Sí, claro. Aquí todos nos conocemos. Es Rasmus Cuxudeneridatis, Escritor.

—¿Será verdad lo que cuenta? Qué curioso —comentó Niván entonces, en cierta manera más para sus adentros que esperando alguna respuesta de Larem—. Efectivamente recuerdo haber visto ese pájaro que menciona en alguna subrealidad recreativa.

Larem sonrió.

—Más tarde puedes comprobarlo tú mismo si te apetece —le propuso el Novicio—. Siendo nuevo sospecho que no tendrás muchas ocupaciones, ¿no es así? Por lo menos hasta que te hayan iniciado y concedido alguna tarea concreta. A propósito, ¿de dónde has dicho que eres… —rebuscó en su memoria— Niván?

—Del nodo tres mil trescientos noventa y siete, en el Iurg meridional, donde el clima es templado y crece el hinojo —dijo Niván melancólico.

—¿Es que estabas en la Rama Simbólica de la Cepa del Individuo? Suenas como un artista.

—No, no, que va —medio rió Niván—. Ni por asomo. Lo mío son las matemáticas. ¿Y tú, llevas mucho aquí en la Gran Biblioteca?

—Cinco años hará en marzo. La más nueva, sin contarte a ti, es Afrara. —Larem señaló con la cabeza a una chica que estaba en diagonal delante de Niván, y la aludida lanzó una mirada resuelta sin interrumpir la conversación que mantenía con sus compañeros—. Pero sí, soy también novato, todavía me quedan muchos años para llegar a ser Lector.

—Sé que te sonara un poco raro Larem, pero desconozco en profundidad cómo funciona la Gran Biblioteca. Mi ingreso ha sido… digamos, circunstancial y repentino, por razones que no se me es permitido exponer de momento: el Bibliotecario así me lo ordenó —dijo Niván para cubrirse ante posibles preguntas comprometidas—. ¿Podrías contarme cuáles son las funciones de Novicios, Escritores, y demás cargos? ¿Qué hacéis exactamente los Novicios? No omitas detalles por favor.

—Claro, no te preocupes. Todos tenemos nuestra historia —concedió Larem suspicaz, que percibió de inmediato que Niván estaba ahí por razones ajenas a su persona y no sabía nada de la Orden—. Verás, ¿por dónde empiezo? Los cargos, de acuerdo: primero estamos nosotros, los Novicios…

Por fin apareció la comida. La transportaba una congregación de seres biotectónicos parecidos a arbustos escalonados, que con gran habilidad sujetaban con sus tentáculos boles llenos de un engrudo amarillento repleto de picatostes. Niván estaba hambriento, y el olor de la crema se le antojó exquisito. Por un momento dejó de prestar atención a las palabras de Larem, y este, al percatarse de que Niván no lo escuchaba, esperó a que volviera a mirarlo y empezó de nuevo.

—Primero estamos nosotros, los Novicios, que somos los que acabamos de ingresar en la Orden del Aleph. La mayoría hemos sido colaboradores externos asiduos, y nuestra intención, cómo no, es llegar a Corrector. Nos encomiendan las más variopintas labores, pero en teoría nuestros deberes se resumen en realizar el mantenimiento de la Gran Biblioteca y dedicarse al estudio. Esta primera fase puede durar desde varios años a algunas décadas, dependiendo de las capacidades y dedicación de cada uno. Después vienen los Lectores. Si un Novicio se cree preparado se presenta ante un comité de Correctores, la posición más elevada en la Orden, que evalúa si está preparado y tiene la actitud correcta para pasar a ser Lector. Los Lectores invierten su tiempo en revisar la información de la Gran Biblioteca, buscando duplicados y erratas, mientras amplían sus conocimientos sobre la estructura interna de la Gran Biblioteca y sus contenidos. Un buen Lector, que se esfuerce en asimilar la lógica de la Gran Biblioteca, puede tardar solo quince años en escalar al siguiente nivel, el de Escritor, aunque no es fácil, y muchos no lo consiguen nunca. Ser Lector es una posición respetable, y como dijo Omar, el Bibliotecario —apuntó Larem pensando que quizás Niván no conocía su nombre—, cada uno tiene su papel en el organismo de la Gran Biblioteca, y no todo el mundo debe aspirar a ser Corrector, sino conocerse a uno mismo para saber qué lugar le corresponde. Si es adecuado, entonces, el Lector pasa a Escritor. Los Escritores son eminencias, y habitualmente se especializan en Cepas de conocimiento o campos concretos. Al sobrevenir Escritores, se les practica la cirugía llamada el “nexo simbiótico”, donde pasan a formar parte íntegra del organismo de la Gran Biblioteca. Pueden comunicarse directamente con ella y viceversa. Los Escritores se dedican a aprobar y a introducir la nueva información, a ordenar la existente, y a buscar… significados. Hallan correlaciones y sacan conclusiones. En última instancia están los Correctores, hay pocos y todos rondan los noventa años, así que no están demasiado tiempo desempeñando su función. Los Correctores son los únicos que tienen potestad para modificar o eliminar la información. Omar, el Bibliotecario, es el Alto Corrector, y dirige la Gran Biblioteca. Al Bibliotecario es al único que se le permite existir más de cien años, en concreto Omar tiene ya ciento cincuenta y cinco, pero hasta la fecha ningún Bibliotecario de después del Despertar ha superado los doscientos años.

—Vaya —pronunció lentamente Niván para expresar su asombro.

Durante la explicación de Larem habían traído los boles, y Niván comía sin quitar ojo de su compañero de casta para no perderse ningún detalle. Esto provocó que le cayeran unas gotitas de crema en el regazo, lo cual advirtió al finalizar la lección. Calló Niván por unos instantes, en parte para dejar que Larem pudiera comer, en parte para sospesar todo lo contado por este. Le inquietaba que la modificación del enlace que le había prometido el Bibliotecario implicara consecuencias imprevisibles. «¿Pasar a ser parte de la Gran Biblioteca?», repitió meditabundo en su interior. ¿Qué demonios significaba eso? Incapaz de reprimir su curiosidad, se dirigió a Larem de nuevo.

—Larem, cuando hacen la cirugía a los Escritores… ¿Dejan de ser ellos? ¿En qué les afecta?

—Con el “nexo simbiótico” se pierde parte de tu identidad, eso está claro —esta vez respondió Isaneu, otro Novicio que tenía enfrente y los había estado escuchando. Larem lo agradeció levantando la mano pues tenía la boca llena—. Para nosotros es complicado comprender cómo es porque no lo hemos vivido, pero imagino que será parecido a tener un segundo subconsciente, ¿no? —Buscó la reafirmación de sus compañeros, y Kira le apoyó asintiendo con la cabeza—. De cualquier forma no debes preocuparte. Aún te quedan un montón de años para llegar allí, si es que llegas.

Niván bajó la vista y terminó la comida, oyendo de fondo las conversaciones de aquellos que tenía más cercanos, aunque no les prestara atención ni les escuchara, inmerso como estaba en sus cavilaciones personales.

Al día siguiente lo llevaron a que le practicaran la cirugía. Por la mañana había desayunado en el comedor, sentándose en el mismo sitio, y otra vez un hermano de la Orden se había levantado para realizar un discurso. En esta ocasión, el orador contó un sueño particularmente críptico que había tenido, del que Niván no pudo extraer nada en claro. Seguidamente el Bibliotecario lo fue a buscar para que Uablo, el hermano que se encargaba de las cirugías, procediera con la operación. Por el camino Niván preguntó al Bibliotecario:

—Omar, ¿estás convencido de que es la mejor manera de que podamos comunicarnos de forma segura? ¿No debería primero ser iniciado? ¿No se enojarán los demás Novicios por este privilegio? Me dijeron que solo a los Escritores se les modifica el enlace.

El Bibliotecario le lanzó una mirada de evaluación, pero sin extrañarse de la pregunta.

—No has de preocuparte Niván. No soy yo quien lo ha decidido, sino la Gran Biblioteca, y ella es mucho más sabia que nosotros. Sus disposiciones a menudo amanecen inescrutables a nuestro escaso entendimiento, pero ningún Novicio se enfadará contigo, si es eso lo que te preocupa, si es conocedor de que es Ella quien lo ha determinado así.

—De acuerdo, Omar —aceptó Niván, aun no estando muy convencido del paso que iba a tomar, por miedo a lo que pudiera acarrear el fundirse con Ella.

Porque él se conformaba con ser un simple Novicio anónimo, no aspiraba a subir peldaños en aquella ancestral organización, y aun menos de forma no merecida. Solo deseaba vivir tranquilo y libre de miedos. Los acontecimientos se habían precipitado muy rápido, demasiado rápido opinaba Niván ahora. No le hubiera importado pasar unas semanas ocioso y recuperándose, reorganizando sus ideas y construyendo la estampa imaginara de cómo sería su futuro a tenor de las nuevas expectativas que le bridaba la vida. No obstante, el Bibliotecario le despertaba un profundo respeto que impedía que le contradijese, o mostrara oposición a sus planes. Era el hombre más anciano de la Tierra —se recordaba Niván pasando por alto la existencia del Inmortal elubjín—, aunque su aspecto no lo denotara, y no difiriera de cualquier adulto común. Además, su porte enorme aun le confería más autoridad, y Niván optó por dejarse llevar y confiar en su buen hacer.

En la sala de operaciones el Bibliotecario mantuvo una larga charla con un hombre sin pelo y de nariz aguileña. No supo Niván de qué hablaban, dado que a pesar de esperar relativamente cerca, sentado en un banco, utilizaron el enlace para ello. Después el Bibliotecario se marchó y Uablo, el cirujano, le hizo tumbar de espaldas en una camilla que disponía de un hueco para la cara. Desde esa perspectiva, lo único que Niván veía era el uniforme y ocre suelo de roca, con su fina capa de arenilla, tan sutil que podía pasar por polvo, y algún que otro insecto extraviado, tan diminutos todos ellos, que era imposible verlos si no te parabas a buscarlos.

—No te va doler. Niván, ¿verdad? —le tranquilizó el cirujano.

—Sí —musitó él—. Niván. Ese es mi nombre.

En las palabras algo afectadas de Niván se albergaba el miedo de qué supondría fundirse con la Gran Biblioteca. «Puede que no cambie nada —se dijo con los ojos bien abiertos, atento a las carreras espasmódicas de lo que parecía ser una araña—, puede que sea solo una nueva forma de comunicarse, sencillamente a través de la Biblioteca». Y es que Niván no terminaba de entender aquel ser, del cual había estado recorriendo las entrañas en forma de pasillos, y del que tanto se vanagloriaba la humanidad. Sabía que se trataba de un ente vivo, pero diferente a los organismos biotectónicos, a los útiles, o a las personas. Pero aceptar que un entramado de piedra de tales magnitudes pudiera estar vivo era una noción difícil para la mente humana. Lo asumía, pero no terminaba de comprender qué tipo de vida era. Verdaderamente —reflexionó Niván— la Gran Biblioteca no solamente se componía de piedra y funcionaba solo por sistemas mecánicos. En su complejo diseño intervenían procesos químicos y núcleos de transmutación, aunque su organismo no tenía analogía posible con los seres biológicos. Su estructura respondía —y aquello lo recordaba Niván de sus estudios primerizos en biotectura— a la esencia del algoritmo de la vida. El algoritmo de la vida se fundamentaba en la perpetuación de sí mismo. Era un ciclo que pretendía ser eterno donde el algoritmo era objeto y sujeto de la ecuación, pero Niván desconocía cómo podía aplicarse aquel principio a un edificio de tales características, más allá de la mera autoregeneración propia de la biotectura funcional.

—Ya está —dijo Uablo—. Ahora reactivaré tu enlace.

En ese instante Niván sintió cómo una conciencia fría y oscura penetraba en su mente. La sensación no se mostraba concreta ni pudo identificarla con claridad, nada había cambiado, pero a la par era consciente de que su Yo se había desparramado en un insondable y negro lago. Entonces lo entendió: la información que almacenaba la Gran Biblioteca eran su verdadera esencia, su genoma; el objeto, sujeto y substancia que participaba del milagro de la vida y debía preservarse para siempre. Ella era el demiurgo, el dios hacedor guardián de la gnosis, una conciencia que manaba de todos y de la cual todos formaban parte, tal que células de un organismo mayor.

~Los que te trastearon el enlace no fueron muy delicados que digamos —comentó alegremente Uablo a través del enlace.

—¿A qué te refieres? —preguntó Niván desconcertado.

~Alguien pretendía enlazarse a través de ti a aquello que accedieras, ya fuera la médula o la Biblioteca. Pero no hizo un trabajo muy fino, y lo he detectado enseguida.

—Yo no… —Niván pensó en los útiles, y en sus planes de subyugar a los hombres.

~Tranquilo. A mí no tienes que darme explicaciones. Formas parte de la Gran Biblioteca y ella ya lo sabe todo sobre tus intenciones. Igualmente, aunque de manera distinta, yo también lo sé. Por eso confío en ti, porque es lo que la Gran Biblioteca quiere.

Ya en su celda, Niván se recostó a meditar. ¿Qué significaban las palabras del cirujano? ¿Eran esclavos, o títeres, o instrumentos de la Gran Biblioteca? Él no notaba su voluntad o capacidad de decisión alteradas, aun así, se sentía observado. Pero arguyó que la paranoia bien podía ser consecuencia del desequilibrio mental producto de sus peripecias que todavía restaba, aunque atenuado, rondándole por la testa. Si ahora él estaba dentro de la Gran Biblioteca, o a la inversa ella estaba dentro de él —reflexionó—, esperaba silenciosa y agazapada, sin hacer ruido.

Con los nervios de la operación y el turbador tema de fundirse con la Gran Biblioteca se había olvidado por completo: «Ahora sí —exclamó en su interior—, ¡al fin puedo utilizar el enlace sin miedo! Mi frecuencia ya no es detectable, ahora es la de la Biblioteca». No obstante, no sabía si también la médula, la red global, sería segura, pues temía que su presencia allí pudiera llegar a ser detectada, así que directamente se introdujo en la Gran Biblioteca de forma algo tímida. Resurgió de inmediato aquel sexto sentido interno, largamente olvidado, que le permitía navegar por la información mediante el pensamiento. Rebuscó una subrealidad conocida, y la encontró sin problemas: una playa tropical donde había pasado horas y horas en su matriz escuchando el vaivén del oleaje. Entró en ella y se tumbó en la arena, acariciado por un sol resplandeciente que lo deslumbraba. ¡Cuánto echaba de menos aquellas fantasías! —se dijo aspirando profundamente la salada brisa marina—. Se acordó entonces del hombre gigantesco de una obesidad mórbida y aberrante que permanecía aletargado en la subrealidad, obesidad tan exagerada que le desparramaba por la cama, el cual encontró al principio de su periplo en una matriz aislada. Ahora creía entrever sus posibles razones para desconectar del mundo. Entendía, porque en parte compartía, la necesidad de recluirse en aquellos universos de fantasía cuando la realidad que esperaba afuera era demasiado peligrosa, desagradable y cruel, como para poder soportarla. En la subrealidad no existía el destino, la fatalidad o el azar, más lejos de lo que uno determinaba de antemano. Y como en el sueño liviano y dirigido de cuando medio despierto se retoza por la cama, allí también uno decidía cuándo despertar.

A partir de ese momento pasaron unos días tranquilos, en que Niván acudía a las citas litúrgicas de las comidas comunitarias, mientras el resto del tiempo lo ocupaba o bien dando vueltas por el interior de la Gran Biblioteca, o bien sumergido en subrealidades de la más variada índole. Se le hacía extraño que el Bibliotecario no hubiera vuelto a hablar con él todavía, y le daba vueltas al tema de vez en cuando durante sus paseos sin rumbo. Siempre llegaba a la conclusión de que era cuestión de tener paciencia, que Omar estaría ocupado. Y es que desde que le operaron el enlace le apremiaba la necesidad de contar la historia de los reflejos del pasado que guardaba en el bulbo de almacenaje, y librarse de cierta forma al hacerlo de aquella pesada carga que le oprimía el espíritu. Pero tampoco estaba al corriente de cuál sería el protocolo, un vez llegado el momento, para introducir los reflejos, y si debían ser revisados o algo por el estilo. Por ello, acallaba sus prisas diciéndose que el Bibliotecario seguro que sabía lo que hacía y que debía confiar en él.

Los periodos que le sobraban entre paseos errantes y subrealidades hedonistas, Niván los invirtió en ir descubriendo las diversas áreas y particularidades del edificio de la Gran Biblioteca, y lo hizo acompañado de los Novicios Larem y Kira. Como ocurrió un día en que subieron al tejado, pues a sus compañeros les habían encomendado la tarea de limpiar unos conductos, y Niván se ofreció a ayudarles alegando no tener nada que hacer, lo cual era cierto. Para sorpresa de Niván, el tejado de la Gran Biblioteca aparecía completamente recubierto por una parrilla de piscinas rectangulares de apenas un palmo de profundidad. En su interior burbujeaba un líquido rosado y viscoso, que Kira le aclaró servía para generar energía a partir de la luz solar. Al final el trabajo se reveló bastante más duro de lo que Niván había previsto en primera instancia al ofrecerse, en especial por el calor sofocante que emanaba de las piscinas e irradiaba la piedra expuesta. Una piedra que quemaba, pues estando bañada por el sol de forma perpetua iba acumulando el calor, y desprendía un halo abrasador que hacía el aire ondulara a su alrededor. Hubo otro día en que Niván bajó con Kira, la Novicia que siempre se sentaba delante de él en las comidas y con quien ya había labrado una buena amistad, al nivel subterráneo número 22 de la Gran Biblioteca. Ni remotamente sospechaba Niván que la Gran Biblioteca tuviera tal profundidad, pero como le relató Kira, el edificio de la Gran Biblioteca era como un iceberg —o como el extractor del núcleo se dijo Niván—: la parte visible que emergía a la superficie era solo una porción minúscula del tamaño total de la construcción. Así es como transcurrió una semana, y Niván no paró de darle vueltas al asunto del bulbo de almacenaje y las razones por las qué el Bibliotecario no acudía al él para que le relatara su historia. Finalmente, mientras tomaba el sol en uno de los patios ajardinados de que contaba el edificio, decidió ir directamente a hablar con Omar de una vez por todas. Lo halló conversando con un grupo de Lectores en un pasillo. Esperó a que terminara, y fue a su encuentro.

~Omar, no quería molestarte —empezó transfiriendo Niván—, pero hace días que me hicieron la cirugía, y quizás podamos hablar ya sobre lo que traigo y he visto. Sé que estás ocupado, pero como no me has dicho nada, yo…

~Todo a su debido tiempo Niván. No tengas prisa, apenas hace una semana que has llegado. Cuanta más prisa tengas más tardarás en aprender a atarte la túnica “razú”. —Omar se refería al atuendo típico de la Orden, que contaba con múltiples cordones que debían ser trenzados de una forma específica. Niván sabía que era verdad, que tampoco hacía demasiado que había llegado, pero no comprendía la razón de tal dilación—. Esta noche —continuó con lentitud Omar—, vamos a iniciarte; mañana ya serás oficialmente un Novicio. —Aquel anuncio desconcertó a Niván, que era lo último que esperaba sacar de su conversación con Omar. El Bibliotecario le puso la mano en el hombro, y escrutó su mirada mientras esbozaba una sonrisa sagaz—. Tu primera labor como Novicio va a ser contar cómo crees que has llegado hasta aquí —transfirió con firmeza, firmeza que a Niván le pareció ocultaba improvisación—. Almacénalo en el núcleo de tu celda: es privado, temporal, y dispones de privilegios para alterarlo. Cuéntame, y cuéntate, cómo crees que has llegado hasta aquí. ¿Querías una tarea? Pues empieza por ordenar tus recuerdos y tu historia. Puede que algún día la almacenemos en la Gran Biblioteca —transfirió Omar a la vez que levantaba las pupilas tal que mirase al techo, denotando a opinión de Niván que consideraba aquella posibilidad poco menos que remota—. Nunca se sabe hasta dónde te guiarán las Parcas, ¿eh Niván? Pero no tengas prisa. La prisa es para el mundo exterior, para aquellos que viven sabiendo que morirán, no para la Gran Biblioteca.

~De acuerdo Omar —dijo mentalmente Niván, con una mezcla de resignación y sumisión. A continuación cambió de tercio y de tono para preguntar—: ¿Entonces, seré iniciado esta noche? ¿Qué debo hacer? ¿He de preparar algo?

~No. Tú solo estate puntual a la hora de la cena en el refectorio.

~De acuerdo, así lo haré.

Para hacer tiempo hasta la cena, y no preocuparse por la inminente e imprevista iniciación, Niván se recluyó en su celda y optó por atender de inmediato las órdenes del Bibliotecario, empezando a preparar el informe sobre su historia, sobre «cómo creía que había llegado hasta allí». Era consciente de que probablemente aquella labor era simplemente una manera de quitárselo de encima y tenerlo entretenido, tal que se tratase de un niño. ¿Tan poco le importaba al Bibliotecario lo que tuviera que decir y llevara en el bulbo? —se extrañaba Niván, sin dar crédito a algunas de las actitudes y palabras, o lo que estas denotaban, que mostraba a veces el máximo representante de la Orden del Aleph—. En cualquier caso, ahora tenía un encargo, un objetivo que cumplir, y eso le agradaba, disipando parcialmente una impresión que había experimentado mientras vagabundeaba sin ton ni son por la Biblioteca unos días atrás: la de ser un parásito indolente.

Creó una nueva entrada en el núcleo de su celda, y la nombró como: «Relación de acontecimientos que alteraron la existencia de Niván Sumegoba a partir de marzo del 328 después del Despertar». Dubitativo, observó aquel título largo e impersonal. Luego lo cambió por: «Memorias de Niván Cuxudeneridatis», que juzgó sonaba más memorable y asimismo, elidía su apellido público. ¿Por dónde empezar? —se cuestionó entonces—. ¿Cuál era el momento preciso en que había dado comienzo aquel episodio tan tenebroso de su vida? Meditó unos minutos el asunto. A su mente acudieron las imágenes del horrible Inmortal, del pequeño Anüp, de la jovial Jun: por ella había pretendido destacar en la Cepa del Tiempo, porque deseaba que lo aceptara como pareja procreativa. «No», espetó a voz. Consideraba propio de un miserable culpar a Jun de sus desventuras —le apuntaba una vocecita interior—, y evocó aquellos miedos persistentes que le habían acompañado durante años, inseguridades que nacían del hecho de no haber superado la Habitación de las Turbaciones en su debido momento. ¿Acaso era el miedo la razón primigenia? ¿O era la curiosidad? ¿O la fe en una verdad objetiva que estuviera por encima de las personas?

Se percató de que estaba divagando, y Niván concluyó que su historia empezaba con aquel primer reflejo en que vio a un anciano del Japón ancestral mirándole directamente a los ojos. Manifiestamente era una fantasía, pero Niván todavía conservaba la absurda sensación de que se habían visto mutuamente, que por un momento el espacio-tiempo se había plegado, aunque aquello desafiara la lógica más básica. Registró aquel recuerdo en el núcleo, y subsanó las recurrentes lagunas con una descripción general del evento mediante la voz de su pensamiento.

Referir con cierta coherencia lo ocurrido no resultaba una tarea sencilla, en el recuerdo de Niván se agolpaban impresiones e imágenes sueltas, y muchos de los sucesos carecían de una posición clara en el hilo argumental que conceptualmente intentaba formar. Sin embargo recorrer con la memoria el pasado, aunque sin rumbo, trascendía agradable, por la distancia que igual que empalidecía el recuerdo diluía también la intensidad de las emociones vividas, y hacía aflorar solo las sensaciones positivas que provocaban sus actores: Xuga, Andara, Jun… ¡Cuánto les echaba de menos Niván! Y Anüp, ¿qué haría Anüp? El recuerdo tenía la maravillosa capacidad de ofuscar en el olvido los malos momentos, la angustia y la desazón, y dejar solo un seguido de escenas luminosas y agradables, si bien en gran medida ficticias.

Todo empezó con la visión cenital de Seiso el viejo, por una imagen de un reflejo del pasado. Acontecimiento casual en que, por un capricho del destino, Niván sobrevino un espectador de excepción. En realidad —recapacitó—, él no había hecho nada, no había realizado ninguna investigación que culminara con aquel descubrimiento, solamente había mirado al lugar preciso en el momento concreto. Su hallazgo carecía de ningún mérito, era sencilla y llanamente producto del azar. Tan siquiera había tenido mucha suerte, o viendo las derivaciones y acontecimientos que le siguieron, quizás muy mala suerte. El autor del descubrimiento podía haber resultado ser cualquier otra persona.

Con este pensamiento rondándole por la cabeza, se levantó de la cama para ir al comedor a cenar. Ahí ingirió un frugal surtido de bayas y frutos secos. Las cenas solían ser sobrias y ligeras, y Niván no le hacía ascos a aquel menú prediseñado. A pesar de que echaba de menos las crujientes y suculentas galletas Orprix o una buena parrillada de carne, aquella discreta comida era infinitamente mejor que las ratas que cazaba el útil Cuhsi, o el puré de gusanos que tanto gustaba a Petro.

—Hoy te toca, ¿verdad Niván? Hoy es tu iniciación —le comentó Isaneu en un momento dado de la cena.

—Eso parece. El Bibliotecario me dijo que… Que viniera al “refectorio”. Pero no tengo ni idea de cuándo va a ser o qué se espera de mí. Es algo desconcertante chicos, tengo que aceptarlo. ¿La vuestra fue igual?

Niván llevaba buena parte de la comida distraído y silencioso, especulando sobre ello, mientras el resto de compañeros valoraban el discurso ritual que había inaugurado la cena: una disertación sobre la validez de una alegoría hipocrática que se creía sin fundamento.

—No te preocupes, realmente no es para tanto —le consoló Kira—. Mañana al levantarte serás el mismo, es solo una ceremonia simbólica.

—Sí, tú di que sí a todo y ya está —rió Larem—. En verdad es la Biblioteca quien decide quién entra y quién no, pero para eso aún te quedan años de estudio  y de pasar el cepillo —dijo, desconocedor de que a Niván ya le habían practicado el nexo simbiótico.

—¿Y cuándo será? ¿Alguien lo sabe? —indagó Niván.

—Cuando termine la cena —reveló Isaneu.

—Sí, siempre se realizan las iniciaciones cuando todos hemos terminado de comer —reafirmó Larem.

Tras aquel paréntesis los demás continuaron comentado el discurso inaugural, y Niván volvió a sus calladas especulaciones, hasta que Kira se dirigió a él.

—¿Y tú no te animas a hacer una exposición antes de la comida Niván? —escrutó esta—. Podrías divulgar alguna de tus experiencias en el mundo exterior, y desvelarnos una brizna de esa misteriosa vida que con tanto celo callas.

—¿Qué? ¿Yo? No —respondió Niván tal que despertara de un letargo.

—Quien más quien menos, periódicamente todos preparamos algo: tanto puede ser una teoría científica como una observación mundana. Pero es parte de la convivencia académica el compartir las ideas, las sorpresas o las inquietudes —le exhortó Larem—. Tarde o temprano vas a tener que mostrar en público tu elocuencia. —Rió y amenazó en tono burlón—: No podrás librarte de ello.

—No le presiones Larem —recriminó Isaneu—, ya se le ve suficientemente nervioso al pobre por la iniciación, casi ni ha comido ni ha dicho nada.

—Perdonad, he estado un poco ausente —se disculpó Niván.

—No pasa nada —indicó Kira—. Aunque no quieran admitirlo, todos estábamos algo nervioso antes de la iniciación. Desde la distancia, hasta el más gallina se alza como portador del estandarte de la valentía.

Niván agradeció el respaldo ofrecido por Kira con una sonrisa, y procuró participar de la conversación lo que restaba de cena. Al concluir los presentes de comer, el Bibliotecario se irguió con toda su corpulencia al fondo de la sala, e instó al silencio moviendo la mano de arriba abajo.

—Hermanos —comenzó Omar, apelado a aquella arcaica denominación colectiva, vestigio de las órdenes religiosas de antaño—, como más de uno habrá advertido, desde hace unos días hay un nuevo pretendiente entre nosotros. Su nombre es Niván, y ha caído en gracia a la Gran Biblioteca, que lo acepta tal que un hijo, igual que nosotros lo aceptaremos tal que un hermano. —Niván se puso tenso y tragó saliva. Pensó en las recurrentes referencias a la obsoleta institución de la familia que solía hacer la Orden, y esto le hizo acordarse de Matra y su séquito incestuoso, idea que rápidamente se quitó de la mente por no venir a cuento y despistarle de las palabras del Bibliotecario—. Niván hoy va a ser iniciado, y os pido que me acompañéis en su investidura. Si hemos acabado todos de nutrir nuestros cuerpos mortales —dijo, e hizo una pausa en que el silencio sirvió de respuesta—, entremos pues, en la Gran Biblioteca inmortal.

A través del enlace Niván siguió a los demás hasta una subrealidad preparada para el acontecimiento. El salón de comidas se desvaneció, y en su lugar, irrumpió una oscuridad hermética, en el centro de la cual se alzaba una escalera tan larga que se descubría imposible distinguir el final. Los peldaños eran anchos y pétreos, y destacaban iluminados por un fulgor omnipresente que tan solo alumbraba los objetos sólidos. Sentados a intervalos irregulares en la escalinata reposaban los miembros de la Orden, cada uno en el sitio que le correspondía por su nivel jerárquico. Distinguió Niván a algunos de ellos, aunque a medida que subían pasaban a aparecer como puntos borrosos en la lejanía, mientras que otros, los más cercanos, eran en parte los Novicios que se juntaban en la mesa con él.

Desde la cúspide inescrutable de la escalera, descendió el Bibliotecario Omar, en un lapso de tiempo que Niván sintió duraba un día entero, aunque una vez transcurrido, trascendía como apenas unos minutos. Igual que en los sueños, el tiempo era dúctil y flexible cuando se inyectaban experiencias directamente en el cerebro, y Niván lo sabía. El Bibliotecario vestía un atuendo de gala, un complejo armazón de ropajes escarlatas con pliegues rígidos y ornamentos en dorado. Por su lado Niván llevaba puesta la típica túnica de la Orden que asimismo vestía fuera de la subrealidad, a pesar de que esta se viera más nueva y aquí, se mostrara bien atada.

—Niván —pronunció el Bibliotecario al llegar al último peldaño—, esta es la escalera del conocimiento, el camino que todos nosotros un día optamos por recorrer, con tal de ensalzar nuestra sabiduría, honrando a la Gran Biblioteca y lo que ella representa. En él se encuentran muchas respuestas, pero también hará que nazcan en ti nuevas preguntas. No hay una meta que alcanzar, no existe un final para la escalera del conocimiento, entregarse a ella es entregarse de por vida al estudio y al mantenimiento de la información que salvaguarda la Gran Biblioteca de Alejandría, sabiendo que no habrá una cima que superar, solo el caminar por la senda del conocimiento, una aportación minúscula pero imprescindible a la ardua tarea que nos encomendaron quienes antes ejercieron la misma. Pero debes entregarte por voluntad propia, siendo consciente del paso que das y asumiendo sus consecuencias. Eres libre, y como persona libre debes entrar. Una vez dentro, nadie va obligarte a permanecer en la Orden del Aleph si no lo deseas. Libre entras, y libre puedes salir. Sin embargo, mientras estés dentro de la Orden deben cumplir sus normas, acatar las disposiciones de tus superiores en la escalera del conocimiento, y comprometerte a anteponer el bien de la Gran Biblioteca y su contenido al tuyo propio, o hasta al de la Orden a la cual vas a ingresar. Porque la Orden no tiene cabida sin la Gran Biblioteca, y la Gran Biblioteca vive gracias al conocimiento que alberga. Por consiguiente, es el conocimiento el bien máximo que debe preservarse, porque solo del conocimiento emana el pensamiento de los hombres, y los hace libres. —Omar hizo una breve pausa, y le tendió la mano a Niván—. Niván, ¿te comprometes a proteger la Gran Biblioteca y la sabiduría que custodia, y a acatar su voluntad, manifestada a través de sus hijos más cercanos?

—Sí —respondió Niván tras esperar unos segundos, por si Omar tenía que añadir algo más a su discurso.

—Entonces súbete, Niván Cuxudeneridatis, y sé bienvenido a la Orden del Aleph.

Ayudándose de la mano ofrecida por Omar, Niván remontó aquel primer escalón, y al hacerlo la multitud que le observaba desde la escalera estalló en un murmullo de regocijo. Había sido muy fácil —pensó Niván—. Sus inquietudes preliminares se le presentaban ahora como injustificadas e infantiles. De fondo brotó progresivamente un cántico grave al que iban añadiéndose hermanos, al mismo tiempo el Bibliotecario se acercó a Niván y le dijo en tono confidencial:

—Tendrías que haberte visto la cara al principio —susurró Omar—. ¿Qué creías que íbamos a hacerte? ¿A circuncidarte?

Sin tener muy claro a qué se refería el Bibliotecario con aquello de la «circuncisión», Niván elevó los hombros por respuesta, mientras el cantar de los demás hermanos crecía poco a poco de volumen y sincronía. De inmediato la subrealidad se esfumó y regresaron al comedor. En sus bancos, muchos se habían alzado presos de la emoción, otros golpeaban las mesas con sus tazones, y todos entonaban al unísono la misma canción conmemorativa:

 

«[…] Viajero pensativo, las ciruelas te embriagan,
viajero trotamundos, las manzanas saben a miel.
Anda, trepa y vuela, en compañía de los rojos cardenales.
Anda, trepa y vuela, pero en la noche más oscura no
no hagas ruido, cuando duerme la luna, cuando
descansan las ideas.

Viajero reflexivo, las ciruelas te embriagan,
viajero peregrino, las manzanas saben a miel.
Anda, trepa y vuela, en compañía de los rojos cardenales,
Anda, trepa y vuela, en banquetes ilustres en palabras,
ni en manjares, ni en brebajes
ni en golosinas.

Viajero diligente, las ciruelas te embriagan,
viajero laborioso, las manzanas saben a miel.
Anda, trepa y vuela, en compañía de los rojos cardenales,
Anda, trepa y vuela, por senderos olvidados, en memorias
fosilizadas que la humanidad ya no recuerda,
pero que la roca perpetúa.

[…]»

Al concluir la celebración poco después, Niván, junto a algunos de los Novicios con los que compartía mesa, decidieron subir al tejado de la Biblioteca para contemplar las estrellas. En la oscuridad ungida por el tenue claror de la luna menguante, Niván se prestó a que sus compañeros le agasajaran con más felicitaciones, y les señaló esta o aquella constelación, relatando las particularidades de algunas estrellas. La noche era fría, mucho más de lo que Niván hubiera sospechado teniendo en cuenta el calor diurno del tejado, pero se hacía agradable, y confería un toque íntimo y agreste a la velada. Estuvieron casi una hora hablando: tanto Kira, como Isaneu o el resto de Novicios eran gente afable y simpática, y parecían aceptarle sin reparos. Terminaron sentados uno junto al otro, hablando a siseos, como hacían a veces los adolescentes del nodo las noches de verano. Con ello Niván sintió una gran felicidad al regresar a una cierta normalidad, al ser capaz de disfrutar de una actividad intranscendente y mundana, sin tener que preocuparse por su integridad física o los avatares del futuro.

Por la noche Niván soñó en que estaba en un jardín surcado por ríos de sangre, donde pájaros y frutos compartían el mismo color encarnado, y una intensa fragancia a confitura de frambuesa colmaba el ambiente. Ahí, en medio de aquella selva onírica, Niván divisó a Anüp agarrado a un tronco flotando por el río de sangre, demasiado lejos para que pudiera oírle, y más tarde descubrió a Xuga subido a un manzano, agazapado como un mono, repitiendo sin parar «dale la vuelta al coco». Despertó de madrugada a causa del sonido de unos pasos que el silencio reinante amplificaba, y por ello recordó aquel insólito sueño.

En la siguiente jornada, tras desayunar, continuó con la tarea encargada por el Bibliotecario de ordenar sus ideas y contar su historia. ¿Dónde lo había dejado? —se interrogó Niván invadido por una jaqueca intermitente desde que se  levantara—. En el primer reflejo —se acordó—, con la visión del eminente poeta japonés; apenas había empezado a relatar su historia. Continuó: Después de aquello, emocionado y desconcertado por semejante descubrimiento, había acudido a Xuga. Ahí se embarcaron en la empresa de estudiar los espejos circunflejos. Xuga aportando su conocimiento histórico sobre las fechas que podían tener mayor relevancia, él diagramando los aspectos físicos de los espejos y registrando los reflejos previamente establecidos por su amigo. Al poco llegó Anüp, el chiquillo que Niván pretendía tutelar, y eso había supuesto un acontecimiento fatídico para el devenir del chico que nadie podía prever. No podía haber sospechado —se excusaba Niván—, las repercusiones que tendría su descubrimiento sobre la vida del inocente Anüp. Pero era una historia que lo avergonzaba, y pasó por encima del tema al relatar lo sucedido las semanas que siguieron. Refirió con una renovada emoción aquellos reflejos que más le impactaron, al revivirlos a través del recuerdo: «el muñeco de mimbre en llamas, atestado de personas», «las batallas apocalípticas entre útiles y humanos», «el cataclismo que propició la destrucción de la Atlántida» o «las últimas palabras de Muhammad». Numerosos eran los reflejos del pasado que había contemplado y registrado. Una parte importante de ellos estaban en el bulbo de almacenaje que había salvado, de otros, solo quedaba el mísero e inconcreto recuerdo que podía dibujar la memoria de Niván. De todos ellos, uno trascendió como una oscura trampa del destino. Testimonio de excepción de los verdaderos hechos acontecidos en la «partida de ajedrez» entre Ordenados y Naturales, Niván se había convertido sin desearlo en el peor enemigo de la estructura social que lo acogía desde que naciera. ¿Pero quiénes estaban detrás de ello? ¿Quiénes eran los defensores del buen nombre de los Ordenados que habían enviado los demonios negros para asesinarle? —se volvía a cuestionar Niván, todavía sin respuesta—. Se dijo que Omar parecía conocer la solución a aquel enigma, y que le preguntaría al respecto en cuanto tuviera ocasión, después de mostrarle el bulbo y su historia personal.

Estaba a punto de hacer público su descubrimiento cuando ocurrió el desastre, y del cielo descendieron los querubines malditos para arrebatarle no solo la vida, sino también el futuro, la paz, y al pequeño e inocente Anüp. Desde ese momento su existencia hizo un giro radical, y las penurias se agolparon en su camino como gotas de una tempestad perversa. Primero la cirujana Ileni Gadacedu, que lo engañó y procuró que lo atraparan, le mostró que ya no podía confiar en nadie, que el mundo civilizado le había dado la espalda. Luego la hambruna y el frío, las largas jornadas de camino por bosques y montañas, en que la soledad hizo que casi perdiera la cabeza por completo. Entonces vino Cuernecitos, el reno manso y bobalicón. A pesar de que el daño cerebral provocado por Niván situaba al animal en términos de comprensión y empatía muy por debajo de los de su especie, terminó resultando ser un buen amigo para Niván, el único amigo que tuvo durante demasiado tiempo.

Y en el extractor del núcleo conoció a Petro, a la lúcida Eriaba, a Matra y su familia. Con ellos compartió buenos momentos, y hubiera subsistido relativamente feliz, a pesar de los pesares, aceptando sus peculiares tradiciones y sin ver la luz del sol, si no hubiera sido por Cuhsi, aquel útil trípode y de humor macabra que lo arrancó de su familia de adopción. En realidad —reconsideró Niván—, había sido él mismo quien había insistido a Petro para bajar al abismo, y si no fuera por aquella curiosidad venenosa nunca habría sido capturado por los útiles, pero a la vez, si no hubiera sido capturado por los útiles nunca habría regresado a la superficie y al mundo moderno. Asomaba la evidencia de que su historia estaba repleta de coincidencias, de consecuencias de gran repercusión desencadenadas por azares fortuitos y acciones fútiles. Cada pequeño acto, cada pensamiento, le había llevado al siguiente paso, y era imposible determinar qué hubiera ocurrido si sus decisiones hubieran sido otras.

Terminó de registrar en el núcleo de la celda su versión del encuentro con los útiles, omitiendo detalles escabrosos y algunas de las reacciones, asustadizas y lastimosas, que reveló en el cautiverio y que ahora consideraba indignas. «No hay duda de que la historia la escriben los hombres», se dijo parafraseando a Xuga, percatándose de que era igual de indigno pretender esconder aquello que no le agradaba de él mismo, que los actos indignos en sí. Sin embargo no lo cambió, dejó las medias verdades tal como estaban, y dio por concluida la tarea encomendada por el Bibliotecario.

En los días que siguieron apenas modificó el informe: amplió algunos trozos y concretó ciertos detalles, pero ahí quedó la cosa. ¿Qué valor tenía su historia personal? —se decía para justificar su escaso esmero en un trabajo que opinaba tan subjetivo e insignificante—. Lo único importante eran los reflejos, los reflejos del pasado que guardaba en el bulbo; protegerlos, ponerlos a buen resguardo, era lo fundamental e ineludible. Por lo demás, nada relevante aconteció durante aquellas primeras jornadas de Niván como Novicio, todo fueron bagatelas, subrealidades varias, y el cotidiano ritual de las comidas.

Pero llegó una ocasión en que tras salir de los lavabos Niván se aproximó a Larem, que ordenaba unas láminas metálicas, y le dijo:

~Larem, ¿estás ocupado? Mientras evacuaba he tenido una idea. Creo que podría ser interesante para un… un discurso antes de comer. He visto que muchos Novicios se lanzan a ello, y he pensado que podría probar —transfirió alegre y vital Niván—. ¿Cómo se hace?

En la cavernosa resonancia del baño, arropado por un relajante silencio líquido, Niván había tenido una idea que maduró un buen rato sentado en la taza. Quizás no era la mejor idea del mundo, pero aquella mañana se había levantado animado, presa de un optimismo distendido, y se le antojaba un buen entretenimiento el participar de los discursos litúrgicos de la hora de comer.

~Hola Niván —saludó Larem distraído—. ¿Has tenido una idea? Vaya, no creo que seas el primero. ¿Has mirado que no esté registrada? —Ante la cara de incomprensión de Niván, Larem prosiguió—: No todo el mundo lo sabe, pero en la Gran Biblioteca también se guardan ideas, ideas significativas y relevantes. La mayoría de visitantes del exterior creen que aquí solo hay subrealidades y arquetipos. En efecto la mayoría de la gente solo la utiliza para eso, para comer, generarse una mesa y pasar el rato, pero la Gran Biblioteca es mucho más, alberga gran cantidad de formatos y tipologías informativas de las condiciones más diversas. Las ideas las encontraras entre “neurografquinicincuatro” y “neurografquinicincinco” —apuntó utilizando una nomenclatura propia de la Orden, pero manteniéndose concentrado en las láminas que tenía entre manos, evitando mirar a Niván al comunicarse con él—, pásate y échale una ojeada.

~¿Pero después? ¿Cómo pido…?

~Hay una lista con el orden de las solicitudes para hacer la oración inaugural, después te la muestro durante la comida si quieres. Pero, pero ahora… Aún eres muy nuevo, te falta práctica, y ahora no puedo explicarte cómo acceder a ella, Toke me ha pedido que le lleve esto lo antes posible.

~Perdona, no te molesto más —se disculpó Niván, dándose cuenta de que en su entusiasmo no había advertido el agobio de su compañero, seriamente ocupado.

Siguiendo el consejo de Larem, Niván se fue a una esquina tranquila donde sentarse, y se enlazó a la Gran Biblioteca. Los atajos facilitados por Larem no le fueron de mucha ayuda, entre «neurografquinicincuatro» y «neurografquinicincinco» se alzaba una montaña descomunal de información interrelacionada con miles de subapartados externos, ordenada por criterios que Niván desconocía. La Gran Biblioteca podía resultar un verdadero laberinto cuando un inexperto se adentraba en zonas que no tenía categorizadas. Utilizó las anclas verbales que le sonaron más lógicas, ya que desafortunadamente aquí no cabían anclas emocionales, visuales, ni sensaciones para realizar la búsqueda, pues las «ideas» eran algo demasiado abstracto. Al fin las halló. Eran unos cuantos cientos de miles de estructuras con forma de raíz, ininteligibles para Niván, sin ningún sentido más allá del título de cada una:

Sistemática atemporal
de Chloi Werogige

Correlación matutina entre el clima y el canto de las alondras
de Gabial Notawedo

Reciprocidad social y el Yotro
de Suer Zusegezi

Estas eran, por ejemplo, algunas de ellas. Otras simplemente presentaban un número de referencia, nada más. Niván accedió a la descripción del recurso, y absorbió un seguido de herramientas neuronales necesarias para interactuar con las ideas. Por lo visto cada idea era una imagen exacta de un cerebro humano en el momento de concebirla, y la idea era las relaciones neuronales que la definían, la estructura, remarcada y por ello con apariencia de una maraña de raíces, que en su conjunto conformaban el pensamiento.

Cada cerebro era diferente, tal era la razón de que Niván necesitara de herramientas y adaptadores para proyectar su idea y buscar similitudes, o intentar ejecutar cualquiera de ellas en sus propias carnes. Aunque la experiencia de recrear una idea no se manifestaba exactamente igual a sentir lo que había experimentado quien la había tenido, era una sensación estimulante y, en cierta medida, inspiradora.

Una vez probó un par de ideas al azar, por mero juego y curiosidad, indagó si aquella que había tenido estando sentado en la taza del baño se encontraba registrada. Como si Larem le hubiera leído el pensamiento y supiera de qué se trataba, ahí estaba; Larem tenía razón, no era original. Y pese a que la idea que tuvo Niván, él mismo la consideraba una tontería, ahí estaba almacenada. ¿Significaba eso que no podía valerse de ella para confeccionar un discurso que inaugurase una comida comunitaria? Larem había comentado en una ocasión que los Novicios contaban cualquier anécdota, y no se precisaba que fuera demasiado docta ni trascendente, y efectivamente así había sucedido al hablar alguno de sus compañeros Novicios. De tal manera que Niván se consoló argumentándose que quizás Larem sencillamente intentara sacárselo de encima a causa de sus quehaceres, porque lo asaltó muy ocupado, o que su compañero solo pretendiera que Niván conociera el banco de ideas que albergaba la Gran Biblioteca. No obstante, Niván decidió buscar otro concepto con el que confeccionar su discurso, pues quería ser original en la medida de lo posible en su debut como orador.

Dedicó la tarde a deambular mediante el enlace por aquel recién descubierto mundo de ideas, saboreando chispas de genialidad, observaciones admirables y ocurrencias que en más de una ocasión le hicieron sonreír.

De este modo pasó los días perfilando su informe, sin demasiada presión ni esfuerzo, proponiéndose ampliarlo por la mañana y concediéndose un día más al ocaso, hasta que vio que dilatarse más no servía de nada, y fue al encuentro del Bibliotecario. La Gran Biblioteca le indicó que se hallaba en el nivel subterráneo tercero, en una estancia del flanco donde se reunían los Escritores.

~He terminado —anunció con satisfacción Niván al dar caza al Bibliotecario.

~Lo sé —transfirió Omar—. Llevas todo el desayuno anunciándolo a los cuatro vientos. —Era verdad que Niván había compartido con los Novicios de su mesa la buena nueva, y con Deslai, una Lectora con la que días atrás trabó amistad, pero no consideraba que fuera para tanto y se extrañó del comentario del Bibliotecario—. Ven. Siéntate aquí a mi lado. Entremos en Ella y enséñame el contenido que tan celosamente has guardado en esa patata blanda que trajiste contigo.

Desde la absoluta privacidad que les confería el amparo de la Gran Biblioteca, Niván mostró a Omar el contenido del bulbo de almacenaje, exponiendo al fin a la luz aquellos reflejos de tiempos pretéritos que salvaguardaba. Estos reflejos no suponían solo las escenas concretas del pasado que Niván había observado de manera cercana y directa, sino también la imagen general del globo terráqueo en cada época, lo cual permitía estudiar miles de otros eventos sucedidos en jornadas congeladas en el bulbo, y no solo aquellos sucesos propuestos por Xuga en su momento. Por ello cabía la posibilidad de explorar multitud de acontecimientos remarcables que Niván había pasado por alto, pues sucedieron más al Norte o más al Sur a la vez que él contemplaba por ejemplo a Cleopatra o a Jesucristo, y admirar las costumbres y singularidades que poblaron la Tierra en los periodos de tiempo registrados. Visiblemente sorprendido ante la trascendencia y envergadura de la información del bulbo, Omar escrutó las épocas históricas que contenía elucubrando con fascinación las posibilidades que emergían de cada reflejo, de cada pedacito de historia de la humanidad que ahora podrían examinar casi como si hubieran estado ahí.

~Niván, esto es más de lo que esperaba —transfirió Omar con estupor—. Ella tenía razón, es un hallazgo excepcional.

~¿La Biblioteca ya…?

~Eres parte de la Gran Biblioteca Niván, no lo olvides, y Ella participa de tus pensamientos como tú participas de los suyos, aunque debas saber escucharla. Ella despertó en mí la sensación de que esto era significativo, pero no sospechaba su verdadero valor hasta que lo he visto, las posibilidades son… —El Bibliotecario hizo una pausa mental para imaginar implicaciones y consecuencias, proceso que mucho tiempo atrás ya había vivido Niván al descubrir los primeros reflejos—. ¿Cómo es que lo escondes? Quiero conocer cómo has llegado hasta aquí Niván —solicitó Omar—. Ella me advirtió al conocerte que debía tener cuidado, ahora cobran sentido algunos de sus mandatos. Enséñame, ¿de dónde provienen estos retratos del pasado?

En aquel instante Niván se avergonzó de no haber trabajado más su informe sobre lo ocurrido. Creía que era una labor superflua, que lo importante serían los reflejos de antaño y no su relato personal, pero ahora veía que la opinión del Bibliotecario sobre él y los hechos acontecidos dependía de su informe. Se lo mostró adornándolo de comentarios y escusas, intentando que entendiera las razones y circunstancias de su penuria.

~Ya veo —comentó al final Omar.

Ante la mirada ceñuda del corpulento Bibliotecario, Niván se sintió pequeño, juzgado. Entonces Omar apartó la vista para desenfocar sus pupilas y sumergirse en cavilaciones y pensamientos profundos, que requerían de toda su atención.

~Omar, ¿quiénes son ellos? —preguntó Niván, cuando hubieron transcurrido unos minutos de espeso silencio, refiriéndose a los artífices de la conjura.

~¿Ellos? —transfirió el Bibliotecario sin terminar de salir de su aletargamiento—. Los que crees que te hostigan, “ellos”, no son nadie. Son el miedo indiferenciado y colectivo, la ignorancia, las pasiones sensuales. Ellos no son alguien, ellos son todos, hasta tú mismo Niván.

Niván no entendió la respuesta, y pensó que el Bibliotecario no quería revelarle la verdad, que quizás creyera que no estaba todavía preparado. Pero no osó insistir más en la pregunta ni contradecirle. De hecho, el peso de las imágenes reflejadas en los espejos circunflejos ya no residía sobre sus espaldas. Niván al fin se consideraba liberado del yugo que lo amarraba a ellas y a todo lo que habían implicado. Él ya no era el guardián de aquellos reflejos, y esa parte de su vida se alejaba velozmente de su consciencia, cubriéndose por un tenue halo de olvido y distancia, como si no hubiera sido él realmente el protagonista. Por eso no insistió. ¿Qué importaba quienes fueran ellos? Aquel ya no era su problema. Tenía una nueva vida junto a la Orden, y olvidar amanecía, a todas luces, como la única vía posible para poder empezar de nuevo. Mirar atrás, revivir el pasado, se le presentaba ahora tan aterrador como, al parecer, había sido la partida de ajedrez para ellos.


CAÑAVERALES, AMORES Y MITOS
XII

Unug era una próspera ciudad de la baja Mesopotamia. Orgullosa, rica y valiente ciudad —proclamaban sus ciudadanos—; erigida con el sudor de sus hombres y cientos de miles de ladrillos tostados al sol. La tierra de su alrededor resultaba fértil y oscura gracias al bondadoso río Buranuna, que nutría sus campos. Según Xuga, aquella era la ciudad-estado más esplendorosa de su tiempo, y Niván la admiró a conciencia, intentando captar su legendaria grandeza.

Unug todavía dormía cuando Cul-a-zida, un sacerdote del dios An, se levantó y se enrolló una pulcra falda blanca ribeteada en azul. Dejó a su mujer en la cama, doblada igual que un gusano, y salió a la desolada calle intentando no hacer demasiado ruido. Afuera aún podía notarse el silencioso helor de las primeras luces, y tan solo se escuchaba el trajín de los hornos aledaños preparado pan, con su crepitar característico y con el rítmico resoplar de sus fuelles. Tras cruzar la ciudad el sacerdote se adentró en el recinto sagrado del Eanna. Ahí atravesó sus patios hipóstilos y sus amplias terrazas, remontó las cuantiosas escalinatas y se impregnó del olor dulzón que emanaba de sus braseros siempre humeantes. Una vez en el templo blanco de An, atendió a las libaciones y rituales matutinos que el dios exigía. Después, se purificó con agua dulce, y sin dilación partió hacia el palacio de su señor, el sumo sacerdote y soberano de Unug, el gran Udul-Kalama. Porque además de sus obligaciones como pastor del dios An, Cul-a-zida también debía ejercer de maestro, de profesor del primogénito del señor de Unug.

Para su desdicha, su alumno e hijo del rey-sacerdote, era un adolescente atolondrado y brabucón que, si la temeridad no le precipitaba a acabar muerto en cualquier zanja de riego, algún día sería proclamado gobernante supremo de todas aquellas tierras y gentes que comprendían los vastos dominios de la ciudad-estado de Unug. Era por tanto, la tarea de educarlo, una labor de gran transcendencia y responsabilidad, que Cul-a-zida aceptaba con orgullo, pero también con un cierto temor. No sería el primero en perder la cabeza o la lengua por decepcionar a un sumo sacerdote. El cometido de Cul-a-zida comprendía desde enseñarle al hijo del sumo sacerdote las tradiciones ancestrales, hasta a escribir sobre barro, las leyes celestes o cómo interpretar los augurios. Aunque el chico no prestaba demasiada atención, y desde hacía unos meses se distraía con facilidad con las criadas esclavas, o se quedaba ensimismado mirando por la ventana en lugar de atender la lección. El sacerdote opinaba que el joven empezaba a estar bajo los influjos amorosos de Inanna, tan perturbadores y enemigos del estudio, pero por otro lado, tan propios de su edad. Sin embargo, Cul-a-zida no podía permitir que el futuro sumo sacerdote y rey de Unug perdiera el tiempo de aquella manera, y reprendía con frecuencia su comportamiento. Aunque al hacerlo, era consciente de que estaba regañando a quien terminaría siendo su señor. Esperaba que para entonces el futuro rey y sumo sacerdote hubiera acaecido lo suficientemente sabio como para apreciar los esfuerzos y buenos propósitos de su antiguo maestro. De otra manera, sin duda sería ejecutado y su cadáver expuesto en las murallas.

El sol ya había emergido por completo cuando Cul-a-zida subió con parsimonia la gran escalinata del palacio. Abajo la ciudad empezaba a cobrar vida, y el eco difuso de sus gentes se mezclaba con el gemido de bestias y algunas aves graznando. Aquella jornada le tocaba hablarle al chico de los orígenes de los hombres civilizados, de la historia de Ziusudra y el diluvio. Era un tema complicado: existían numerosos matices y versiones, y Cul-a-zida debía determinar antes que llegara su alumno qué iba enseñarle en concreto. Había una versión popular del relato que cantaban las madres a sus niños, pero que añadía muchos elementos atípicos: los peces conversaban con Ziusudra en su errar por las aguas, así como este hablaba con los animales que trasportaba en su barco. Eran infantilizaciones para hacer más amena la historia, como también cabía encontrar ciertas partes claramente añadidas para mantener la rima. Después existía la versión del relato transmitida por los sacerdotes, mucho menos fantasiosa, que tenía pretensiones de ser verídica, aunque difería en otorgar relevancia a tal o cual rey según la ciudad donde era contada. Así que en espera de que el hijo del rey-sacerdote llegara, Cul-a-zida se dirigió a la biblioteca de palacio. Husmeó las tablillas relacionadas con su historia y ancestros, pero no halló nada al respecto, más que alusiones vagas y el registro del nombre de Ziusudra en varias listas, aunque sin que estas concretaran más información. En vista del vacío, Cul-a-zida entendió que tendría que amasar lo aprendido de sus maestros de juventud junto con lo que contaban algunos sacerdotes coetáneos suyos, educados en otras ciudades, tales como Kish. Tenía la convicción de que debía intentar transmitir la historia de Ziusudra y el diluvio lo más pura posible, pero también sabía que se vería forzado a rellenar las lagunas e incoherencias que surgieran. Indudablemente el dios An —se alentaba Cul-a-zida— le ayudaría en tan difícil tarea.

Al llegar el primogénito del rey-sacerdote, Cul-a-zida estaba elaborando un ritual de concentración frotándose unos discos de lapislázuli contra las sienes mientras recitaba un mantra ininteligible. Al ver llegar al joven príncipe, detuvo el rito.

—¡Tres mil  trescientos  sesenta saludos Cul-a-zida! —dijo el chico con ahínco mientras superaba los últimos escalones que le restaban para llegar al salón.

—Tres  mil  trescientos  sesenta  saludos  La-ba´shum —respondió el sacerdote.

Resultaba evidente que el chico acababa de levantarse, tanto por las legañas formidables que lucía como por las arrugas en su falda o su cabello despeinado. Por falta de tiempo los esclavos no habían podido realizar su trabajo y asearlo como era debido, y lamentablemente —reprochó el sacerdote con una mirada de reprobación—, no era la primera vez que aparecía de esa guisa.

—¿Hoy el joven y  brillante Utu despertó más tarde? —bromeó Cul-a-zida refiriéndose al sol—. Ven La-ba´shum, coge tus herramientas y vayamos a la sala del gur, que ahí hay más luz.

La-ba´shum, el hijo del rey-sacerdote de Unug, tenía tan solo 15 años pero era más alto que la mayoría de adultos de la corte, pero seguía comportándose en muchos aspectos igual que un niño, aunque un incipiente bigotillo asomara ya bajo su nariz. El joven alcanzó su utillaje de escritura, siguió a su maestro simulando un tropiezo, y se sentó junto a una ventana alegando que era el sitio mejor iluminado.

—Hoy La-ba´shum —empezó Cul-a-zida—, aprenderás de dónde vienen nuestros antepasados. La historia de Ziusudra y el diluvio, vínculo que nos une con la antigua raza de “la tierra de la vida”, donde gobernó el patriarca Alulim, donde los leones eran dóciles y la comida crecía en los árboles. ¿Supongo que habrás oído hablar de Ziusudra?

—Es un cuento para niños, Cul-a-zida —se quejó La-ba´shum—. Me lo cantaban las nodrizas, pero ¿he de creerme que cupieron y convivieron en un mismo barco leones y rebecos, serpientes y toros? —se mofó—. ¿Y que una paloma contó a Ziusudra dónde quedaba tierra firme? Que yo sepa, los asnos no hablan.

—Algunos te aseguro que sí —dijo sarcásticamente Cul-a-zida—. Lo que tú has oído es un cuento, es verdad. Por lo general, los animales no hablan, a no ser que sean enviados de los dioses, eso es cierto. Pero el cuento que oíste siendo infante se basa en una historia verdadera, una historia que nos cuenta de dónde venimos. Ziusudra existió, y gracias a él se salvaron numerosas cosas, antiguas y maravillosas todas, de la gran inundación: en su barca cargó a vacas y cabras y otros animales que el hombre había vuelto dóciles, para que no se perdiera su estirpe mansa. Cargo también plantas del jardín de la abundancia, semillas, y trajo con él sus conocimientos ancestrales, verdadero tesoro que nos ha legado.

—¿Qué me importa a mí Ziusudra y de dónde venimos? —objetó La-ba´shum con desdén—. Cuando yo sea sumo sacerdote mi voz será ley, y no requeriré de cuentos para niños para gobernar, ni para expandir la gloría de Unug la Cercada.

—Te equivocas La-ba´shum —le contradijo el sacerdote con paciencia, habituado a aquel tipo de réplicas—. Debes entender de dónde vienes para saber quién eres. ¿O acaso no serás sumo sacerdote porque eres hijo del gran Udul-Kalama, y este a su vez de Ur-Nungal? No desdeñes el pasado, porque este define el presente.

—Como tú digas, Cul-a-zida —aceptó el chico para no seguir discutiendo, aunque manteniendo un tono insolente.

—Coge una tablilla, y copia —ordenó Cul-a-zida para zanjar el tema.

El sacerdote también cogió una tablilla de barro fresco, y empezó a recitar, muy concienzuda y lentamente, un poema que contaba el relato de Ziusudra y el diluvio. Cada palabra que pronunciaba, los dos la marcaban en el barro con una fina caña cortada en diagonal, mediante signos cuneiformes: algunos ideográficos, otros fonéticos. Para el sacerdote aquello era un ritual donde su voz era absorbida por la tierra y retenida en la tablilla. Era la magia del verbo petrificado, una ceremonia que otorgaba un cuerpo tangible a las ideas, materializándolas y haciéndolas reales.

Por su parte La-ba´shum, aprovechando que el sacerdote tardaba sobremanera entre estrofa y estrofa, tardanza producto de la necesidad de meditar bien cada nuevo verso, se fue distrayendo mirando por la ventana. Por el gran río Buranuna llegaban navíos planos y anchos cargados de mercancías. El chico pensó que Ziusudra, de haber existido en realidad como afirmaba su maestro, tendría que haber construido un barco sin parangón, muy distinto a aquellos que ahora navegaban el dócil Buranuna. Después La-ba´shum admiró las murallas construidas por su bisabuelo, majestuosas, seguidas por las casas y talleres extramuros y los campos de cultivo. En breve llegarían las fiestas de las luces —recordó en ver un pendón conmemorativo ondear—, sonarían los tambores por las calles de Unug y acudirían multitudes providentes de todo el reino. El joven La-ba´shum esperaba aquel momento con ansia. El año anterior, durante las fiestas, había conocido a una joven nómada llamada Dunanra, hija de un caudillo tribal. Era tal su belleza que había cautivado por completo al chico, y desde entonces no lograba sacársela de la cabeza. Se masturbaba constantemente pensando en ella, y fantaseaba a menudo cómo sería su reencuentro aquel año. ¿Se acordaría de él? —se preguntaba, respondiéndose orgulloso a continuación—: Cómo no acordarse del príncipe de Unug la Cercada, el futuro gran sacerdote. Dunanra, la princesa nómada, tenía que ser suya, aunque su padre y Cul-a-zida no aprobarán tal unión. Ya el año anterior le habían comentado, al ver su interés por la chica, que no se hiciera ilusiones, que el hijo del rey-sacerdote no podía yacer con una nómada, que era indigno. Para ello ya disponía de varias esclavas concubinas, hijas de la realeza de ciudades rivales, capturadas o intercambiadas por su padre. Pero él deseaba a Dunanra, no a las esclavas que había elegido su padre por motivos políticos: eran viejas —juzgaba La-ba´shum desde su pubertad—, y peor todavía, no le deseaban. En cambio Dunanra… en los ojos de Dunanra ardía fuego. El año anterior había creído atisbar el deseo en su mirada, y ello le excitaba como ninguna otra cosa, acostumbrado a ser obedecido y complacido por insulsa obligación. Se atormentaba especulando sobre si aquello podían ser imaginaciones suyas, quizás Dunanra no le deseara. Por ello anhelaba con todas sus fuerzas las siguientes fiestas de las luces, y que llegara el momento de desvelar la incógnita.

—…y talló sesenta árboles para llevar a cabo su cometido —decía Cul-a-zida, cuando La-ba´shum volvió a mirar por la ventana y vio una gran humareda en los cañaverales junto al río.

—¿Quiénes hay ahí? —no pudo evitar preguntar.

—Copia. No rompas las palabras.

Consciente de que Cul-a-zida no accedería a contestarle hasta terminar aquel ejercicio, se afanó en transcribir la estrofa, y esperó a que su maestro hubiera completado la línea asimismo.

—Cul-a-zida, ¿quiénes hay ahí? —repitió.

—Son los Butu de la estepa, han venido para las fiestas de las luces.  Acamparon  hace   dos  días  junto  al Buranuna —contestó el sacerdote, contrariado por haber tenido que detener el recital del poema.

«¡Ea!», exclamó el príncipe en su interior. Se trataba justamente del pueblo nómada de Dunanra, su amada. Lo cual significaba que la chica había estado durmiendo ahí al lado, y él sin saberlo. Deseándola, sintiéndola en sus fantasías. La-ba´shum no pudo esconder la excitación y empezó a menear el pie derecho con nerviosismo, mientras clavaba la vista en la humareda como si con ello pudiera acercarse físicamente a ella. El sacerdote, que bien recordaba el suceso del año anterior, frunció el ceño.

—¿No pretenderás volver a ver a esa nómada, verdad? Sabes que no puedes hacerlo La-ba´shum —le advirtió Cul-a-zida —. Sigamos con la historia de Ziusudra y el diluvio.

—¿Por qué no? Soy el futuro sumo sacerdote, haré lo que me venga en gana —espetó el chico que no podía soportar la idea de que le privarán de su íntimo anhelo—. ¡Ni tú ni nadie podrá impedirlo! Lo juro por los colores tras la tormenta.

—Que ¿por qué no? —se asombró Cul-a-zida—. Pues porque justamente eres el futuro gran sacerdote de la gran Unug, y esa nómada es una bestia salvaje, y sus gentes no conocen ni el pan ni la cerveza. Un príncipe no puede rebajarse a yacer con una cabra, como tampoco puede hacerlo con personas incivilizadas. ¿Lo entiendes ahora? ¿Crees que la asamblea de ancianos bendeciría tal unión? No. Es imposible. Ya no eres un niño que juega con maza y pelota La-ba´shum, compórtate como el príncipe que eres, y recuerda que Bilgamesh fue tu bisabuelo, y sé digno de llevar su sangre.

—¡Por la sagrada Innana! No hables de mi bisabuelo porque yo seré más grande que él, y floreceré inmortal, como lo es su nombre —voceó desafiante el chico—. Aquellos que me lleven la contraria perecerán bajo mi lanza, ¡yo seré el guardián de la gran Unug!

—Pero he aquí, que aún no eres sumo sacerdote —evidenció Cul-a-zida mientras se levantaba—, y tendrás que obedecernos, a mí y a tu padre, mientras no seas lo suficientemente sabio como para saber lo que te conviene, a ti y a tu pueblo. —Se acercó a La-ba´shum y lo cogió de la barbilla—. El papel del sumo sacerdote es el de mantener el orden cósmico, y ello implica que cada uno haga lo que debe hacer, incluido él mismo. Porque sin orden no seríamos más que bestias, y los dioses nos repudiarían. —El sacerdote estaba visiblemente enojado por las continuadas impertinencias del chico, y decidió dejarlo solo un rato para relajar los ánimos—. Ahora, vuelve a copiar lo que te he dictado en dos nuevas tablillas, y cuando regrese, continuaremos.

Cul-a-zida se fue de la sala para poder meditar cómo afrontar el conflictivo carácter del chico con algo más de tranquilidad. Dio una vuelta por la terraza noreste del palacio, y se dijo que educar a aquel jovenzuelo era, como rezaba el dicho popular, «tan imprevisible como estar detrás de un asno». Irónicamente, La-ba´shum se parecía en verdad a su heroico bisabuelo. El gran Bilgamesh, de joven, también había resultado ser indomable y hasta tiránico, pero dicha faceta animal que compartían los dos era un remanente perverso de caos que debía ser limado hasta erradicarse, como al final se había logrado con su bisabuelo.

El aire estival sosegó rápidamente el alma del sacerdote, que quedó embelesado contemplando el gran sauce que danzaba en el recinto del Eanna. La-ba´shum no era consciente de lo que había costado erigir y mantener la sociedad unida. Juntos, los hombres eran más fuertes, más sabios, más dignos: era un legado que debía perdurar y ningún adolescente mimado, fuera pariente de quién fuera, podía violar. En pocos minutos Cul-a-zida se sintió dispuesto a regresar a la sala del gur, opinando que el joven se habría calmado. Cuál fue su sorpresa al descubrir que su alumno, el hijo del rey-sacerdote, ya no estaba ahí. Se había escapado, y para más sorna, en una de las tablillas había dibujado un gran pene junto a una cara con la boca abierta. Cul-a-zida dedujo que La-ba´shum pretendía que aquel personaje esquemático representara a su maestro, es decir, él.

Aquella falta de respeto era indignante, e incluso peor, el sacerdote estaba convencido de que el chico habría salido corriendo hacia el campamento de los Butu en busca de su amada, lo cual era completamente inadmisible. Solo le quedaba una opción —pensó Cul-a-zida instigado primero por la rabia, pero después reafirmado por el sentido del deber—, si el príncipe no quería dejar en paz a la nómada, tendría que eliminarla. Aunque ello supusiera la guerra con los barbaros, aunque pareciera una solución radical, era lo justo y proporcional, la única forma de restablecer el equilibrio, porque desafiar el orden era acaso la falta más grande que un ser humano podía cometer. Udul-Kalama, el gran sacerdote, seguro que entendería las razones de la contienda, y tanto él como la asamblea de ancianos apoyarían la drástica solución. Con el tiempo —pensaba el sacerdote, intentándose justificar—, La-ba´shum terminaría olvidando a la nómada, yacería con otras mujeres y entendería que aquel asesinato se llevó a cabo por su bien.

El príncipe había ido demasiado lejos, y Cul-a-zida estaba convencido de que la solución correcta pasaba por sacar de en medio a la joven, que eliminarla era lo que su cargo y responsabilidad dictaban que debía hacer. Sin embargo, nunca había matado a nadie. No era hombre de armas y se le hacía un nudo en el estómago al imaginarse la cara de la chiquilla que acababa de decidir asesinar. Pero en sus manos residía la educación del príncipe y el futuro de la ciudad y sus gentes, no podía traicionarlos por meros sentimentalismos. Así que fue hasta una sala donde en la pared colgaban un seguido de armas ornamentales y se guardó una larga daga en el cinturón, oculta bajo la falda.

Descendió hasta las murallas y preguntó a las prostitutas que se encontraban bajo las puertas de la ciudad si habían visto al príncipe pasar. La mayor parte de ellas se negó a contestar, evitándose así cualquier problema con el futuro rey-sacerdote, pero una de ellas un poco más valiente, o insensata, indicó a Cul-a-zida que ciertamente La-ba´shum había pasado por ahí, y había tomado la dirección que conducía al campamento nómada. El sacerdote siguió el camino señalado por la prostituta. A medida que se acercaba al río aumentaban las cañadas y la vegetación. En la creciente frondosidad, la mente de Cul-a-zida maquinaba frenética cómo resolvería las diversas situaciones que podían presentársele a continuación. Si la hija de caudillo estaba con su tribu, resguardada entre los suyos, ¿cómo llevaría a cabo su cometido? Sin por ello caer también él muerto —se preguntaba con preocupación—. Tendría que improvisar, y esperar a que el padre en los cielos, el gran An, le protegiera en posibles adversidades.

Cuando estaba a punto de llegar al campamento nómada, Cul-a-zida avistó a unos niños jugando en una charca cercana al camino. Se aproximó a ellos y preguntó:

—Mozos, ¿habéis visto pasar por casualidad al príncipe de Unug? Es un joven alto y lleva ropas finas.

—Tres mil trescientos sesenta saludos —dijo uno, el que parecía mayor—, yo no lo he visto.

—Yo tampoco —dijo otro, y los demás negaron también.

—Vaya, ¡Alu me ciega! —maldijo Cul-a-zida.

Los niños quedaron quietos, observando al sacerdote a la espera de que se fuera para seguir el chapoteo, pero este tuvo una idea, y les dijo:

—¿Cuál de vosotros es el más valiente? Necesito que me ayudéis. Le daré una piedra preciosa de mi collar a quien se suba a una palmera y me diga si ve al príncipe.

Justo al lado del arroyo que nutria la charca donde estaban los niños, crecían unas palmeras de altura portentosa, que dieron la idea a Cul-a-zida de utilizar alguno de aquellos mozalbetes de vigía. El mayor de ellos hizo un paso al frente, y accedió a la propuesta del sacerdote. En un remolino de risas y nervios corrieron los niños hasta el cúmulo de palmeras, vitoreando al que se había ofrecido. Con sorprendente facilidad, el niño trepó por el tronco hasta una altura vertiginosa. Allí permaneció unos minutos, y después bajó.

—He visto a una persona que desde lejos, por su falda, me ha parecido el príncipe. Estaba con una chica en un claro entre esos cañaverales —señaló.

—An e Inanna te protejan —bendijo el sacerdote, y tras saldar su deuda con el niño, se afanó hacia la cortina de cañas señalada.

Con las prisas Cul-a-zida se precipitó en un canal, mojándose todo, y unas libélulas amantes huyeron despavoridas. Después, llegando a su objetivo, donde crecían las cañas en abundancia y el suelo estaba cubierto por un palmo de agua, fue adentrándose con sigilo en el bosque de estacas. Pero era inevitable que al pasar se moviera la punta superior de las huecas cañas, y Cul-a-zida temía que le descubrieran al acercarse. Pero no fue así. Al llegar al centro del cañaveral, en un claro que formaba una isla que emergía del agua, junto a unos altos juncos, estaban La-ba´shum y la chica nómada, Dunanra. Estaban hablando como hablan los enamorados, mirándose fijamente a los ojos, incapaces de prestar atención al mundo que les rodeaba.

Cul-a-zida salió de la maleza al compás que sacaba la daga, casi del tamaño de una espada, que llevaba en la falda.

—¡Que los edimmu se te lleven al inframundo! —gritó Cul-a-zida mientras se acercaba a grandes zancadas—. Eres el más necio de todos los cabezas negras, ¿cómo se te ocurre desafiar mi autoridad, que es la que me ha otorgado tu padre, el sumo sacerdote? ¡Eres un necio y pagarás con el dolor tu osadía! Voy a exorcizar el caos que corre por tus venas de una vez por todas.

La chica gritó y quedó petrificada, mientras que La-ba´shum retrocedió un paso y cayó al agua de espaldas por el sobresalto. Desde el suelo, tras hacerse cargo de la situación, el chico dijo:

—¡No me asustas sacerdote! Yo soy La-ba´shum, hijo de Udul-Kalama, puedo hacer lo que quiera. Estoy dispuesto a dejar Unug e irme con ella si es necesario.

—¡No digas tonterías, insensato! —Cul-a-zida agarró a la chica por el pelo y la forzó a que se postrara de rodillas, sin que La-ba´shum pudiera evitarlo, pues aún no había logrado levantarse. Después, el sacerdote descansó la gran daga en el pecho juvenil y voluptuoso de Dunanra—. No ves que sin nosotros, sin tu pueblo, no eres nada. Serás sumo sacerdote porque la ciudad de Unug así cree que debe ser. No desafíes al orden divino, porque no eres nada sin él.

—¿Qué vas a hacer? —se escandalizó La-ba´shum, ya en pie—. No le hagas daño.

—Haré lo necesario para que entres en razón La-ba´shum. Si he de matar a esta ramera nómada, no dudes en que lo haré.

Los ojos de Dunanra expresaban un terror tal que, a pesar de que lo deseaba con todas sus fuerzas, le era imposible llorar. Por dentro el pánico invadió cada palmo de su ser, y sintió como se meaba lentamente. Al mismo tiempo el sacerdote la miró, y decidió de inmediato no repetirlo, pues sabía que de volver a mirarla, no sería capaz de cumplir sus amenazas. Le temblaban las piernas ante la idea de perforar el torso de aquella chica, pero apretó los dientes, reprimiendo sus emociones y aferrándose a los dictados de su deber.

—La-ba´shum… —suplicó en un lamento Dunanra.

—No la mates —se apresuró a rogar La-ba´shum—. Haré, haré lo que sea, pero no la mates. Si la dejas vivir, si la dejas vivir, seré obediente, haré todo lo que se me mande… Respetaré el orden cósmico y a los dioses.

Hubo unos tensos instantes de silencio, en que Cul-a-zida meditó la oferta, escrutando la sinceridad de las palabras del chico. Entonces el sacerdote tuvo una idea: a fin de cuentas, él no quería tener que matar a la joven, y tampoco quería hacer enloquecer al chico, que era presa de los delirios púberes y el encantamiento de Inanna. Aunque lejana, Cul-a-zida aún recordaba lo difícil que era esa edad.

—Podemos hacer una cosa La-ba´shum —empezó a exponer el sacerdote—. Y con ello espero que se sacien tus instintos, pero a la vez se mantenga el orden que los dioses demandan. Dices que si la dejo vivir serás obediente, pero sé del cierto que si lo hago tu alma la buscará sin descanso, y tarde o temprano sucumbirás a tus apetitos, porque el deseo es como el río Buranuna, del que no se pude detener el curso. Y lo que se desea acaba siendo, aunque el hombre pretenda impedirlo. Por ello, he pensado una solución: Si la dejo vivir, podrás verla una semana al año, durante las fiestas de las luces, pero de incógnito. Prepararemos todo con ese fin. Prepararemos un lecho oculto, y tú accederás a él disfrazado, porque nadie debe conocer de vuestra unión. Y si algún hijo naciera de ella, el bastardo no podrá reclamar ningún privilegio ni honor. Promete La-ba´shum que lo repudiarás, y tú —dijo dirigiéndose a Dunanra—, que no le contarás nunca quién es su padre. Aprueba La-ba´shum ante los dioses este pacto, que te es muy favorable, o acepta su muerte.

—Me someto y apruebo el pacto Cul-a-zida. Gracias Cul-a-zida, gracias. Eres sabio y bondadoso —dijo el chico, que había perdido cualquier atisbo de bravuconería.

—Bien. Ahora tira para el palacio, tira —le apremió el sacerdote—. Tenemos que seguir con el relato de Ziusudra y el diluvio. Del resto ya nos encargaremos después. Hasta entonces, nada de encontraros ni tonterías, ya suficiente gente te ha visto por aquí.

El príncipe y Cul-a-zida se fueron del claro dejando a Dunanra de rodillas, cabizbaja. Cuando hubieron partido, ella lloró desconsolada, revolcándose por el suelo. Niván la vio desde el futuro, y por primera vez se fijó en ella, y sintió lastima. Era muy joven, morena y de pelo lacio. Sus grandes ojos verdes viraban desde la incomprensión hasta un dolor expresivo y cándido. La chica se torturó diciéndose que La-ba´shum ni tan solo se había despedido de ella. Dunanra también pensó que el mundo de los hombres era un mundo de sexo y muerte, un mundo cruel que los dioses no deberían permitir. Se lamentó y maldijo aquel mundo hasta que se quedó sin lágrima. A pesar de ello, años después al ser madre, Dunanra no educaría diferente a sus hijos.



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