Espejos circunflejos: C. VIII




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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CÁPSULA VIII
LA TORRE DE LOS IMPÍOS

Gracias a la ayuda de Cuernecitos —definitivamente así había bautizado al gran reno—, el avance diario de Niván hacia el Norte aumentó significativamente, de igual manera que se elevó también su estado de ánimo. Aunque la bestia ni le escuchara ni le entendiera, era para Niván una grata compañía y un interlocutor atento, que diluía el amargo silencio de la soledad con sus bramidos entrecortados y sus tonterías. Al desmontarlo, por la modificación neuronal sufrida, Cuernecitos daba vueltas desorientado y le costaba esfuerzo hallar alimento. Por ello, a menudo al atardecer Niván recogía puñados de hierba y se los daba en mano. Hasta consideraba casi agradable, o por lo menos familiar, el acre olor del pelo mojado del reno. Y es que estaba germinando en él un afecto protector hacia el animal, y no lo veía ya como un mero trozo de carne, sino tal que un verdadero compañero de viaje. Es cierto que en este proceso emocional Niván recobró algo de humanidad, y tomó consciencia de lo asalvajado que había llegado a estar, y la manera en que la necesidad había transfigurado su carácter antes manso y empático.

Los omnipresentes enjambres de mosquitos les acompañaban ahí donde iban. Molestos e insidiosos, Niván detestaba a aquellos insectos, pero con el tiempo también se habituó a su presencia, y a soportar impasible las noches cada vez más frescas, antesala del gélido invierno. Con el frío, inexorablemente su esperanza decrecía, y las expectativas de supervivencia puestas en la decisión tomada de marchar hacia el Norte para refugiarse en el extractor del núcleo se esfumaban en Niván, consciente de que quizás se había equivocado. Pero asumía la situación con resignación, creyéndose sin alternativas, y se aferraba a aquella decisión, aunque su confianza en ella cada vez fuera menor.

En la pradera por la que transitaba jornada tras jornada había comenzado a aparecer en el lecho herboso una salpicadura constante de florecitas blancas, flores que en Niván evocaban las margaritas de su tierra. En un suspiro veraniego tales plantas habían brotado dando una ilusoria fachada vital a los parajes hiperbóreos, aunque Niván sabía que cuando se marchitaran llegaría el crudo invierno, y nadie podría subsistir allí.

A propósito de estos temores, el alivio que le embargó fue enorme cuando unos días más tarde, detrás de una protuberancia del terreno, distinguió una aguja negra en la lejanía. Era el extractor del núcleo, sin que hubiera ningún género de duda, porque la altura que se deducía de la gran distancia que aún los separaba y la prominencia en el horizonte de aquella línea negra, resultaba tan colosal, que no había en la Tierra otra construcción que pudiera alcanzar elevación similar. «¡Sí, lo sabía!», gritó Niván eufórico al verlo, y Cuernecitos respondió con un grave gimoteo.

Aún debía perseverar algunos días para alcanzar la base del extractor del núcleo, pero tener enfrente su objetivo hacía el camino mucho más liviano, y quitaba importancia a cualquier molestia o contratiempo. En efecto Niván se veía un poco más cerca de la salvación. Puede que igualmente muriera, el extractor del núcleo tampoco solucionaba todos sus problemas, pero al menos sabía que no moriría lentamente congelado en medio de la nada, y que aún le quedaba alguna esperanza.

Cinco jornadas después, se aproximaron lo suficiente como para asombrarse realmente ante la magnificencia titánica del edificio, que se perdía entre las nubes o, cuando el cielo se mantenía sereno, se veía su torre desvanecer emborronándose con el inmenso azul.

Quedando unas pocas horas de trayecto hasta su base, Niván acampó a su sombra en un cerro arbolado, pues el sol menguaba en el horizonte y siquiera le restaban unos minutos de claridad. Niván hubiera deseado llegar ese mismo día a la torre, pero tranquilizó su impaciencia diciéndose que encontrándose tan cerca, bien podía esperar a la mañana siguiente, en que la luz diurna le ayudaría a encontrar un acceso seguro al extractor.

—Ay Cuernecitos… ¿Qué voy a hacer contigo? —se preguntó Niván mientras desmontaba el reno en la cumbre del montículo.

Como venía siendo habitual, Cuernecitos le miró de soslayo, bramó, y empezó a dar tumbos en círculo. Recogiendo la triste mirada de Cuernecitos en sus ojos gélidos, Niván se preguntó si cabría en la mente del animal algún tipo de emoción hacia él, o si al dañar su voluntad con una intervención tan precaria habría inutilizado también los posibles sentimientos que pudiera albergar. Al advertir que no tenía nada claro aquel aspecto, Niván concluyó que ciertamente su cualificación en biotectura no era suficiente como para operar a nadie con un mínimo de seguridad. Y a pesar de que semanas atrás se hubiera comido al gran cérvido sin remordimientos, ahora las cosas habían cambiado, y veía muy lejano aquel ser desesperado que recordaba haber sido. Aunque persistía en su carácter una indolencia práctica hacia su entorno, a Cuernecitos le otorgaba una clasificación diferenciada dentro de su mente, casi la misma que hubiera dado a una persona.

Preparaba un montón de leña para una hoguera cuando el cielo se encapotó con celeridad, y el rugir de una tormenta brotó acompañado por un intenso vendaval que variaba su sentido bruscamente. Se apresuró a regresar junto a Cuernecitos, guardó parte de las ramas cortadas en la bolsa para que no se mojaran, y se sentó con la capucha corrida a esperar a que pasara el mal tiempo. Inicialmente fue una llovizna fina zarandeada por el aire, pero como anunciaban los constantes rayos que iluminaban las grises nubes, pronto un violento chaparrón descargó sobre Niván y su montura.

Parecía que el destino quisiera fustigarlo hasta el último momento con el azote de la naturaleza —se quejó Niván, tan cerca pero tan lejos de su objetivo—. En todos los meses de viaje no había presenciado un rugir tan feroz del cielo ni una violencia igual de la lluvia, y las veces que se había visto sorprendido por una fuerte tormenta con premura un refugio natural apareció para protegerlo. Viendo que las rachas de viento crecían, y los rayos con sus ensordecedores truenos daban la impresión de descender junto a las nubes que los contenían, Niván optó por buscar algún refugio entre los árboles de la colina, ya fuera una cueva, una piedra que ejerciera de tejado, o una zona frondosa bastante densa como para mitigar la tromba.

Ascendió por el monte con Cuernecitos detrás, resbalando sucesivamente los dos por el barrizal que se estaba formando. Al intentar subir las pendientes la tierra se desmoronaba en un amasijo de hierba y arcilla, y miles de espontáneos torrentes irregulares dibujaban cascadas en los salientes. Pero con la paciencia de quien no tiene alternativa, Niván consiguió remontar la ladera, y dejó atrás el área más despejada de vegetación donde pretendía acampar en un principio. A este nuevo nivel, en la penumbra del crepúsculo ahogada por los nubarrones, distinguió una forma cúbica algo más adelante. Por su geometría y volumen Niván dedujo que se trataba de alguna suerte de obra humana, y pensó que la crueldad que exhibía a menudo la naturaleza, casi siempre iba acompañada de una solución igual de excepcional y fortuita. Se acercó y se definieron los vértices del edificio, una construcción de piedra en relativo buen estado que con cuatro paredes ancladas a la roca configuraba un espacio sombrío pero seco. Antes de penetrar en el edificio, Niván se giró para cerciorarse de que Cuernecitos lo había podido seguir, y luego ingresó dentro del refugio sin muchos miramientos, harto del martilleante ataque de la lluvia.

Con la ayuda de la mísera luz que penetraba por dos ventanas, Niván prendió las ramas todavía secas que guardaba en la bolsa, creando una pequeña hoguera en el centro de la estancia. Cuernecitos se sentó afuera, en la entrada, pues la cornamenta que le daba nombre le impedía el acceso, y Niván aprovecho los últimos resquicios de sol en el horizonte para contemplar la majestuosa y opaca silueta del extractor del núcleo unos pocos kilómetros más allá.

Según le había relatado Xuga, la torre del extractor del núcleo disponía de 600 niveles, y se hundía en la tierra más de 3.000 kilómetros, constituyendo una torre invertida de la cual la porción visible era apenas una parte insignificante. Su antigua función fue la de succionar energía del manto terrestre, y estuvo en marcha varios siglos, pero cuando aparecieron alternativas energéticas se abandonó, porque no era muy buena idea ir secando el planeta por dentro, o eso le dijo Xuga medio riéndose en su momento. Su amigo sostenía que a pesar de que el consumo humano era una minucia comparado con el potencial que albergaba el interior del planeta, a largo plazo era una práctica inviable, y por tanto se dejó de utilizar. En la actualidad, los recolectores de DrÄ«, entre otros mecanismos, ejercían esta función de una manera más eficaz y limpia, acumulando el potencial que manaba del cosmos y precisamente estallaba en los rayos de una tormenta. A través de la cortina de lluvia Niván intentó divisarlos surcando los nubarrones, aunque fuera una quimera dado que aquellos organismos biotectónicos operaban a una altura considerablemente superior.

—¿Sabes Cuernecitos?, chupamos del cosmos porque es inagotable —comentó abstraído Niván, aunque fuera imposible que el animal le oyera, y aun menos, le entendiera—. Dicen que hay moral, justicia, pero todo es mero interés. No nos diferenciamos en nada de los antiguos.

Volvió a sentarse junto al fuego para aprovechar el escaso lapso de calor que iba a proporcionarle, y después se durmió cuando aún llovía sin clemencia en el exterior, asimilando el rumor de la tormenta en un sueño en que iba con ciclón por una carretera de grava.

A la mañana siguiente no quedaba señal del chaparrón, era como si nunca se hubiera producido. El sol brillaba y un ruiseñor cantaba junto al edificio donde había yacido Niván, que salió a orinar y con alegría encontró a Cuernecitos pastando junto a un alerce, pretendiendo comerse la corteza podrida del árbol.

—Deja eso cabezón —le amonestó riendo.

En cuanto terminó de orinar, gracias a que la luz diurna iba revelando todo aquello que por la noche estaba oculto y eran solo sombras, descubrió una pálida estatua en una esquina donde la roca sobresalía, cerca de la ventana por la que estuviera observando el extractor del núcleo la noche anterior. Representaba un antiguo general o soldado a punto de desenvainar una espada curvada mientras mantenía la vista en la lejanía. Iba ataviado con una ostentosa armadura de placas, y lucía un sombrero puntiagudo coronado por una larga crin que caía por su espalda. Niván sospechó que se trataba de Gengis Kan, icono y símbolo del desaparecido Imperio del Disco de Jade, lo cual era conocido por el ciudadano común por la significancia del periodo, y más todavía por Niván, que había contemplado en un reflejo al célebre conquistador cabalgando por la estepa. Le sorprendió el buen estado de conservación de la efigie teniendo en cuenta los siglos transcurridos, siquiera estaba coloreada a clapas por líquenes y le faltaba el codo del brazo que sujetaba la vaina al tiempo que desenfundaba. Temuyin, el gran Kan, miraba al Nordeste, impasible y desafiante. «¿Qué habrá ahí?», se preguntó Niván.

Tras unos momentos más de perezoso merodeo por los alrededores, Niván regresó al interior de la construcción para recoger sus cosas, y prestó especial atención a los arreglos decorativos residuales que en las paredes habían conseguido perdurar, tales como ornamentos resquebrajados e inscripciones indescifrables. Especuló que aquel lugar debiera haber sido algún tipo de templo o de recinto conmemorativo, pues aparte de los fragmentos de pátina decorativa de las paredes, la estancia era cuadrada, pequeña y vacía, sin muchas otras posibilidades más allá del uso ceremonial.

En breve reemprendió el camino, y cuando se alejaba concluyó tras echar una ojeada, que era el emplazamiento del edificio, justo encima de una protuberancia de sólida roca, lo que lo había mantenido intacto, a diferencia de tantas y tantas ruinas derrumbadas que se sucedieron junto al camino durante su viaje. La piedra, y no otro material —reflexionó Niván—, trascendía como el único soporte que a la vista de los hechos parecía perdurar realmente; la piedra, ni los elementos sintéticos ni las proezas estructurales del ingenio humano, solo la piedra sólida, parca y relegada al olvido.

Montado en Cuernecitos alcanzó su objetivo al mediodía, y entonces comenzó a dar un rodeo a la base de la torre del extractor del núcleo en busca de un acceso, pero no era tarea sencilla ni ligera, porque la torre no respondía a una escala humana. Todo en ella revelaba una magnitud sobrecogedora, propia de gigantes, y los surcos y elevaciones que acogían los salientes del pie de la construcción, tal que raíces, dibujaban en el perímetro colinas y depresiones descomunales.

Recorriendo las paredes de la torre, desde ahí abajo, esta adquiría un nuevo semblante, más vasto e inconmensurable todavía. El brillante negro de la obsidiana de sus muros se extendía hacia los lados varios kilómetros, y por la perspectiva la mole se alzaba en forma de pirámide hacia el cielo, perdiéndose la capacidad de intuir su punta y dando la impresión de que trepaba hasta más allá de las estrellas. Al cabo de un rato Niván encontró lo que parecía una puerta al final de una rampa de tierra. A pesar de que aquí todo era inmenso, la entrada apenas poseía el tamaño para dar cabida a una persona, y Niván desmontó al gran cérvido y permaneció pensativo unos instantes.

—Vaya, Cuernecitos, ¿qué vamos a hacer contigo? —se cuestionó acariciándole el lomo—. Puede que haya otras entradas, ¿verdad? Además, aún no ha llegado el invierno. No. Tenemos tiempo para planear qué hacer.

Ante la evidencia de que debido a su gran tamaño Cuernecitos con bastante probabilidad no pudiera acompañarle, Niván optó por seguir engañándose, aunque los accesos, y en consonancia de seguro las estancias y pasillos interiores de la torre no contemplaran el embutir a un animal similar. Y es que Niván había hecho oídos sordos a la vocecita que le había estado insinuando que el reno no cabría, y procuró en los días anteriores no pensar demasiado en ello, dejando que la certeza de la realidad llegara a su debido momento y confirmara lo inevitable.

—Voy a entrar a investigar el interior del extractor. Quizás tarde unas horas, pero no te preocupes. —Cuernecitos ni le miraba, y balanceaba la cabeza repetitivamente absorto en unas flores—. Volveré y entonces pensaremos en cómo pasar el invierno los dos ahí adentro. Seguro que encontraré un buen resguardo donde tú puedas venir. Come algo cuernibueno.

Le echó un vistazo melancólico en la rampa antes de entrar, y de este modo Niván se despidió del reno, con la desagradable sensación de que no iba a resultar tan sencillo meter al animal ahí adentro, teniendo en consideración su envergadura y su soberbia cornamenta. Iluminando el camino con la vara de caza, Niván avanzó por un pasillo estrecho que parecía no terminar nunca, un acceso a todas luces inviable para el reno. Después de una eternidad, el túnel desembocó en un espacio abierto por arriba, sin techo, y que contenía a su vez una segunda torre inscrita. Era pues el recubrimiento exterior que acababa de atravesar Niván solo una corteza superficial —pensó este—. Un finísimo arco de luz solar manaba de la cúspide, proyectando destellos verduzcos y una atmósfera penumbrosa, mientras que enfrente de Niván, un seguido de puentes enlazaban la plataforma donde acababa de llegar con la torre interior, cercada por un pozo abismal.

Cruzó dubitativo uno de los puentes, tomando cuidado en no resbalarse en aquellos senderos flotantes sin baranda, característica que opinó una temeridad por parte de quienes los idearan, y se inmiscuyó en la primera puerta que tuvo al alcance. Una escalera descendía en espiral, y Niván la tomo sin reparo. Bajó y bajó durante un dilatado y monótono periodo de tiempo, que cuantificó por horas, pues tan grandes eran aquí las magnitudes que cualquier transito acarreaba amplios andares. Al comienzo de la expedición Niván notaba algo de frío, pero a medida que fue descendiendo la temperatura fue en aumento, y pronto el ambiente se tornó sofocante y húmedo. Por fortuna las paredes de la escalera se ensancharon, y túneles intermedios que avanzaban en plano aparecieron periódicamente dando un pequeño respiro a los gemelos de las piernas de Niván, sobrecargados por el largo descenso.

Con seguridad no era el primero en bajar ahí, lo atestiguaban numerosos grafitis trazados aquí y allá por gentes de un pasado remoto que, por las circunstancias particulares que fueran, también se refugiaron en el extractor. Algunos de los dibujos y mensajes estaban superpuestos, otros rayados con tal de ser borrados, pero todos contenían alguna historia oculta y puede que sorprendente. Historias de épocas convulsas que él desconocía y le hubiera gustado que Xuga le explicara. También su amigo, como tantos otros estudiosos de la Cepa de la Memoria, habían explorado en algún momento de su vida aquel edificio, célebre por su espectacularidad. Aunque Niván sospechaba que solían hacerlo en pleno verano, cuando el tiempo era más benigno, por lo cual presuponía que no tenía de qué preocuparse ahora que en breve el invierno haría acto de presencia.

El perpetuo descenso guiado por el sendero solitario tomado por Niván se detuvo de repente, y en su lugar brotaron múltiples bifurcaciones y túneles que se entrecruzaban en el plano horizontal, tejiendo la maraña de un laberinto que seguía bajando pero con una inclinación menor. ¿Cuál era la función de aquellos pasos? —se preguntaba Niván, consciente de que descender más no tenía sentido para su cometido, aunque la curiosidad le instaba a continuar investigando—.

Para sorpresa de Niván, al final de un pasillo se topó con una puerta cerrada, sellada rudamente por una plancha metálica que formaba parte de alguna suerte de dispositivo mecánico arcaico. Quedaba patente por su tosquedad que era un añadido, y en el centro exhibía un cuadro geométrico con dos mandos ligeramente separados de la superficie a modo de cerrojo. Además, encima de la puerta se adivinaba un símbolo con la forma de un ojo perpendicular a esta, señal que anunciaba o alertaba sobre qué salvaguardaba la entrada. Tras ojearlo pretendiendo desvelar su significado, en que se percató que además de un ojo, también podía representar una vagina o una especie de pez, Niván se concentró en el panel de la puerta.

Se trataba a todas luces de una llave topográfica, un juego inofensivo, y su clave debía residir en recorrer los cuadrantes de una forma específica. Aceptando el reto y sin ninguna intención de recular, Niván agarró uno de los mandos y lo desplazó una casilla, y al hacerlo un chasquido metálico sonó detrás del panel, tal que cediera. Repitió el proceso varias veces, regresando a la posición inicial una vez entendió la dinámica. El sonido era distinto cuando un mando avanzaba que cuando retrocedía, y la configuración del artefacto no permitía pasar por encima de una casilla que ya se hubiera traspasado en una secuencia dada por alguno de los dos mandos. En consecuencia, estaba claro que para abrir la cerradura debía moverse las palancas de tal manera que pasaran por todos los cuadrantes, porque con cada movimiento se desbloqueaba un pestillo, sin retroceder, ni cruzar ningún sitio abierto con anterioridad. Niván sonrió y esperó haber dado con el secreto de aquel mecanismo, pues si se equivocaba y solamente una ruta determinada liberaba la puerta, las posibilidades eran innumerables.

El ejercicio no se presentaba complicado en exceso, menos aun para Niván, que tenía una gran pericia lógica espacial. De hecho, de niño Niván jugaba a un juego parecido al del enigma de la puerta, y no tardó en dar con la solución. El último «clic» vino acompañado de un rugir chirriante al ceder levemente hacia atrás la puerta por su mismo peso.

«Demasiado fácil», se advirtió Niván, y acabó de empujar el muro de hierro que le impedía el paso, manteniendo la vista fija en el negro interior que custodiaba. Avanzó por el pasadizo que seguía a continuación sin distinguir ninguna diferencia substancial respecto a las secciones que posteriormente había recorrido, pero al poco rato la cosa cambió, y tanto las paredes como el techo se fueron alejando de él ensanchándose el camino, hasta que le fue imposible alumbrarlas con la vara de caza, viéndose Niván engullido por las tinieblas.

La aparición del eco le anunció que la progresiva expansión de la cámara aumentaba, y una extraña sensación de estar siendo observado le provocó un escalofrío en el espinazo, desamparo que le impulsó a torcer la marcha y pretender encontrar una de las paredes para utilizarla de guía. Niván sabía que aquella impresión subjetiva de que ahí había alguien más nacía de su instinto de supervivencia, en estado de alerta por estar en medio de la más absoluta oscuridad y desprotegido por todos los flancos.

Por alguna razón, recordó al Inmortal. Casi se había olvidado de aquel suceso que pertenecía a su anterior vida, y con ello se previno acerca de los eventos que, por poco probables que se presentaran, a veces ocurrían. Bien pensado —reflexionó—, últimamente su existencia no podía evaluarse en términos de normalidad y probabilidad, y debía estar atento a cualquier peligro. Cuando vislumbró la luz de la vara de caza posarse encima de un pared se tranquilizó, y se acercó para tocarla, para cerciorarse que era real.

—¿Y ahora qué? —susurró en voz alta—. Cuernecitos debe estar desconcertado, quizás debería volver.

—No, no te marches —sonó detrás de él—. Matra quiere errantes. Me felicitará, me querrá.

Por reflejo Niván se giró apuntando con la vara de caza y apretando su espalda contra el muro, aterrado y moviendo la luz frenéticamente con tal de dar con quién hablaba.

—No sé quién eres, pero como te acerques… ¡Estoy armado! Estoy armado y… y no te acerques —gritó con contención Niván, por miedo a que la sala acogiera a más individuos que pudieran oírle.

—No, no te asustes, Tola la impura murió hace mucho. Ya no hay que asustarse. Petro es bueno, Matra es buena.

A Niván le temblaban las piernas. Tras la pesadilla vivida con los ejecutores negros meses atrás en su matriz, Niván confiaba haberse alejado al fin lo suficiente de ese tipo de horrores, pero aquella voz, ensombrecida por el eco, le hacía revivir el pánico y el desconsuelo de aquella lejana noche tormentosa en que vinieron a buscarle. Comenzó a deslizar la espalda con lentitud para regresar afuera y huir de lo que fuera que le hablaba. Su mente, evaluando posibilidades apresuradamente, se cuestionó si en realidad existía aquella voz, o si finalmente se había vuelto completamente loco y era producto de un delirio.

—No te asustes —repitió el espectro para reafirmar su presencia—, Petro es bueno, no voy a hacerte daño. Ningún errante nos visita desde la Matra de Matra. —El retumbo de la voz fue disminuyendo a medida que completaba la frase, y Niván dedujo que era porque su emisor se acercaba.

Al albor difuso que desprendía la punta de la vara de caza emergió una silueta, que al aproximarse expuso su naturaleza humana y enclenque. Era un adolescente que recién salía de la niñez, desnutrido, mugriento y desnudo, de pelo pelirrojo y sonrisa afable. Pese a que su madurez aparente distaba en gran medida de la de Anüp, a Niván se lo recordó, por su rostro simpático y desprovisto de miedo que aún conservaba la docilidad de la infancia. Esto desarmó emocionalmente a Niván, que pasó del pavor a la incredulidad.

—Eh —dijo el aparecido a modo de saludo, acompañándolo de un gesto.

—¿Quién eres? —inquirió Niván, a la vez que bajaba ligeramente la vara para no apuntar al chico con ella de manera directa, porque se sentía como si apuntara a su querido Anüp.

—Soy Petro. Vivimos aquí como los gusanos cri-cri-cri. —Al emular el sonido al chico le dio risa, como recordando algo.

—¿Quiénes sois? ¿Qué…? —A Niván se le ocurrían mil preguntas, y no sabía por dónde empezar.

—No entiendo qué quieres decir, errante. La familia vive en la madriguera desde que la primera Matra vino con el primer hombre: eso cuenta Matra. Pero hace mucho de ello, ninguno de nosotros había nacido, yo no estaba. —El chico frunció el ceño haciendo memoria—. ¿Y cuál es tu nombre errante?

—Niván, Niván Sumegoba.

—Que nombre más largo. Te llamaré Ni —dijo alegre el tal Petro.

—¿Pero qué edad tienes? Eres solo un crío —indagó Niván, todavía incrédulo ante la situación.

—No lo sé —confesó Petro indiferente—. Soy mayor que Marala pero menor que Gad.

—Pero eres solo un crío. Y aquí solo, a oscuras… es peligroso.

Niván no daba crédito, pero comprendió que en verdad Petro era bueno, como él mismo se autocalificaba, y terminó de bajar la vara de caza mientras se estrujaba los sesos por entender el extraño escenario que le había sobrevenido.

—¿Peligroso? Más para ti que para mí, tú no conoces la madriguera —apuntó el chico—. Pero no tienes nada que temer si estás conmigo. Petro es bueno.

—¿Dónde está tu tutor, esa “Matra”, o quién sea que se encargue de ti? ¿Te has perdido? —aventuró Niván con el tono de quien habla a un niño.

—Los perdidos sois vosotros “Ni”, los errantes —contestó Petro—. Yo soy solo un pequeño zángano y Matra nos cuida.

Ahora que Niván estaba más relajado, al comprobar que por lo menos aquel chico no suponía ninguna amenaza, le llamó la atención el peculiar acento que mostraba su interlocutor. Aunque hablaba la lengua común, sus dejes eran estrafalarios: arrastraba algunas consonantes y añadía un tenue siseo al final de las palabras.

—¿Quieres venir con nosotros? —propuso Petro después de un tenso silencio—. Matra es buena, tenemos comida. Matra me querrá.

La verdad es que a ojos de Niván aquel mozo transmitía confianza y bondad, por él no tenía nada que temer  —se dijo—, y además las expectativas de llegar a estar con otros seres humanos, que no lo juzgarían, se presentaban muy atractivas a tenor de tantos meses de mísera soledad. El miedo residual que aún corría por las venas de Niván se transformó en nerviosismo y un cierto grado de alegría mezclada con esperanza. Si aquella gente vivía ahí abajo desde hacía tiempo tenían que ser por fuerza proscritos que, igual que él, se habían visto forzados a escapar de la sociedad. Sin embargo su caso particular tenía una explicación lógica: Niván estaba convencido de que querían asesinarlo y por eso huyó. Pero lo habitual era que los delincuentes fueran exiliados a Marte, lo cual no resultaba en su opinión peor que vivir bajo tierra en los confines del mundo. Por ello Niván no terminaba de dilucidar el caso de Petro y su familia, pero abogó por darles el mismo beneficio de la duda que esperaba le concedieran a él.

—De acuerdo, iré contigo —aceptó Niván

Mientras caminaban por la oscuridad uno al lado del otro, Niván inquirió al chico para intentar descifrar quiénes vivían ahí y si podía confiar en aquellas gentes. Por lo que extrajo de la conversación, Niván entendió que eran un grupo de 10 personas, en el que la llamada Matra se alzaba como quien guiaba al resto, una especie de líder o cabecilla. Por lo visto entre ellos existía algún tipo de vínculo de consanguinidad, pero era complicado para Niván, no familiarizado con las estructuras de parentesco, acabar de hacerse una idea del funcionamiento de dicha pequeña sociedad aislada. Petro repetía que contaban con varones y hembras, y luego estaba la alabada Matra, pero no entendía los términos hermanos o padre cuando Niván pretendía esclarecer aquel embrollo recurriendo a las estructuras clásicas de organización humana que sabía existieron en la antigüedad. Matra era su madre, eso es lo único que sacó realmente en claro.

Al rato llegaron a un túnel tallado en el negro material del extractor, que claramente no era originario de la construcción y había sido cincelado con paciencia. Recorrieron unas cavidades sinuosas, y para sorpresa de Niván, pasaron a un corredor de tierra donde el calor era inaguantable, pero pronto lo dejaron para regresar al agobiante aunque soportable bochorno de las paredes de obsidiana. Las ropas térmicas que vestía Niván igual que afuera le protegían del frío, aquí le aislaban del calor. En contraposición el pobre Petro, desnudo y desprotegido, no tenía más remedio que sufrir las elevadas temperaturas, aunque para sorpresa de Niván, el chico no daba señales de que esto le afectase. Su piel era rojiza, y la exhibía ulcerada en algunas zonas del cuerpo, en la espalda y las piernas, donde se desprendía y adquiría un tono descarnado. Tal característica debía ser justamente —pensó Niván—, por el hecho de habitar en semejante cubículo de calor infernal.

Cerca del final del trayecto se cruzaron con una joven que, a la luz de un koa que reptaba a su lado, parecía ocupada encajando unos tubos que lucían metálicos, en una labor que Niván no pudo distinguir con claridad. La chica primero se sobresaltó al ver al recién llegado, pero Petro rápidamente fue a explicarle el hallazgo y que Niván era un «errante bueno», le dijo.

—Esta es Eriaba —presentó Petro.

—Hola —saludó Niván.

—Eh —respondió ella con timidez.

Continuaron y Niván cayó en la cuenta de que Petro había llegado hasta él completamente a oscuras y no portaba ningún tipo de instrumento lumínico. Asimismo, la chica que acaban de dejar atrás utilizaba la luz de una especie de koa, una bioluminiscente babosa biotectónica que se nutría de la luz diurna, pero ahí abajo no cabía esperar ni un ápice de sol que absorbiera.

—Petro, ¿cómo ves aquí abajo? ¿Y los koas?

—No entiendo que es koas, Ni —indicó Petro—. Ah, claro, tu luz —profirió al percatarse súbitamente de algo—. Apaga tu palo Ni, verás.

Niván obedeció, y por temor a chocarse de bruces se detuvo. Las profundas tinieblas de las entrañas del extractor del núcleo aparecieron pesadas, densas y opacas, y una negrura insondable todo lo cubrió sin miramientos.

—No veo nada —comentó Niván a oscuras.

—Espera.

En un ejercicio de concentración Niván se esforzó en encontrar qué sería lo que Petro esperaba que pasara. Unos instantes más tarde, cuando la vista de Niván se acomodó a la negrura, este empezó a distinguir una sutilísima irradiación verduzca que embadurnaba la estancia, tan débil que más que verla la intuía. Supuso que los ojos de Petro, adaptados al lugar seguramente desde niño, eran capaces de percibir con más claridad aquel frágil brillo residual. Sobre los koas prefirió no preguntar más, pues pensó que sería complejo hacerle entender a Petro por qué le parecía raro la presencia de biotectura en tales circunstancias, y la exigua fuente de energía de que disponían. Bien podía ser que dichos ejemplares absorbieran el calor, o que estuvieran diseñados de forma diferente a los que comúnmente se encontraban en una matriz común.

Al término de un túnel Petro indicó a Niván que esperara un momento, y el chico se fue a contar la noticia de la llegada del errante a los demás miembros de la comunidad. No tardó en regresar con una amplia sonrisa en el rostro, e instó a Niván a que pasara a un recinto irregular, amplio y socavado por numerosas cuevas. La techumbre de la sala resplandecía atestada de koas entre verdes y amarillos, que desprendían suficiente luz como para que la espacio quedara alumbrado al completo, a pesar de que para la vista de Niván resultara una fluorescencia algo escasa. Se aproximaron 7 personas que en pie aguardaban la entrada del forastero. Tres hombres adultos, y un grupo de niños y jóvenes, entre los cuales había siquiera una niña adolescente.

—Estos son Sod, Het, Ariál —empezó a presentar Petro, de más viejo hacia abajo—, Gad, Marala, Azarás, y Larec. Este es Ni —concluyó señalando a Niván.

—Niván —corrigió.

—Eh Ni —dijeron todos casi al unísono.

—Eh —respondió Niván, comprendiendo que era así como allí se saludaban—. De acuerdo, “Ni” está bien —consintió.

Se fijó Niván en que muchos de ellos eran también pelirrojos, igual que Petro, y gran parte compartían una nariz pronunciada, así como una ulceración en zonas particulares de su cuerpo. Entonces Niván se quedó mirando a Petro, con tal de, a falta de enlace, preguntarle con la ojos «¿Y ahora qué?» .

—Vamos a ver a Matra —repuso Petro, captando la expresión vacilante de Niván y su tentativa de expresión no-verbal.

En una oquedad al fondo del salón, descansaba apoltronada en un asiento reclinado una mujer obesa de mediana edad, demasiado gorda como para levantarse por sí sola. Se abanicaba con una pala para paliar el intenso calor, y su respiración sonaba tan fuerte y ronca, que daba la impresión de que se estaba ahogando.

—Matra —dijo Petro—, este es Ni, el errante que te conté. Estaba en la sala del céfiro, y dice que vino a nuestra casa para pasar el invierno.

—Eh —saludó Niván.

—Ya dije que los trastos de Eriaba solo harían que llamar la atención de los errantes —dijo Matra, ignorando a Niván—. Las puertas solo hacen que revelar nuestra presencia. Tendremos que quitarlas y utilizar la misma táctica que antes. ¡Niña sabelotodo! —voceó—. ¿De dónde vienes Ni? —preguntó con tono inquisitivo la gran dama.

—Es un errante bueno —se apresuró a apuntar Petro.

—Que conteste él —ordenó Matra.

—Verás Matra, llevo meses recorriendo los bosques, los prados, escondido. Y es que… —Niván meditó cómo contarlo—, verás, me fui de mi matriz, en el nodo tres mil trescientos noventa y siete, porque querían asesinarme. Pero querían matarme, no exiliarme a Marte, que sería lo normal, y ello por descubrir aspectos del pasado que pretendían ocultar. Pero no hice nada —se dijo a sí mismo—. Yo no cometí ningún delito ni hice daño a nadie, y aun así pretendieron eliminarme. Es absurdo —incluso ahora su tono seguía revestido de incredulidad—. Por eso huí de mi matriz, Matra. He llegado aquí, después de muchas penurias, con la intención de refugiarme durante el invierno, si me lo permitís, a vuestro lado —solicitó Niván, y considerando que Matra podía llegar a pensar que supondría una carga para el grupo añadió—: Ayudaré en lo que haga falta, claro.

—No entiendo la mitad de lo que dices, pero si te repudiaron es que no eres uno de ellos —sentenció Matra—. Dime Ni, ¿conocías nuestro paradero de antemano, entonces?

—No, en absoluto. Creía que el extractor del núcleo estaría totalmente vacío, al menos durante la temporada de nieves.

—Bien, desnúdate —ordenó Matra.

Extrañado por aquella petición, Niván consultó a Petro otra vez con la mirada.

—Matra quiere comprobar que no seas deforme —explicó este.

Para complacer a Matra, que entendía era quien dirigía la comunidad, Niván se despojó de sus ropas térmicas. Al hacerlo, un golpe de calor quemó su piel, y tuvo que coger aire profundamente. Su antes imberbe cuerpo en la actualidad se presentaba sucio y con frondoso pelo en los genitales y axilas. Matra lo examinó con detenimiento, le solicitó que se diera la vuela, y seguidamente le dijo que se acercara. No sin cierto esfuerzo, la mórbida mujer se incorporó ligeramente, y sospesó los testículos de Niván, para manipular a continuación su pene. Debido al largo periodo que había trascurrido desde la última vez en que Niván practicara el sexo, surgió con prontitud una erección en él, a pesar de que no se sentía excitado en absoluto y aquella persona no le despertaba ningún deseo.

—Bien, funcionas: yaceremos. Puedes quedarte —sentenció Mutra, alejando la cara por el intenso olor que desprendía el miembro de Niván por la falta de higiene.

—Gracias —dijo Niván algo desconcertado.

—¿Estás feliz Matra? —indagó Petro mientras Niván volvía a vestirse—. ¿Yacerás conmigo? Petro es bueno, ¿verdad?

—Sí Petro —contestó ella indiferente—, vente después y yaceremos juntos. Pero primero que Ni se lave, apesta.

En su fuero interno Niván replicó que ellos tampoco eran el paradigma de la pulcritud, pero no dijo nada por respeto y prudencia. Una vez ataviado de nuevo con la túnica color aceituna, comprobó que llevara encima todos sus enseres y que no se le hubiera caído nada. Tras ello, salió de los aposentos de Matra con Petro, preguntándose cómo debían saber cuándo llegaba la noche. Dedujo que la gobernante pretendía practicar sexo con él, lo cual tampoco le parecía mal, a pesar de que no la encontrara atractiva, a cambio de poder quedarse el invierno con ellos. Lo que en verdad le llamaba la atención era que también Petro, que por lo visto era su hijo, ambicionara mantener relaciones con ella. Por lo que había aprendido a través de los reflejos, las estructuras reproductivas humanas no solían implicar a los descendientes directos, por una cuestión básica de recombinación genética, para evitar en el caso de procrear el fomento de los rasgos negativos. Con todo, si tomaban las precauciones adecuadas —quizás Matra, pensó Niván, tuviera limitada de alguna forma su capacidad de engendrar vástagos igual que se hacía con la cama de la matriz—, en tal caso no veía ningún problema, aunque si se le antojaba particularmente curioso.

—Petro, Matra es tu madre, ¿quién es tu padre? —curioseó Niván otra vez para ver si sacaba algo en claro.

—No te entiendo Ni.

—¿Quién yace con tu madre? —preguntó utilizando el mismo eufemismo que había notado se manejaba ahí.

—Todos los hombres yacemos con Matra —confesó a regañadientes Petro, algo ruborizado—, ella es el principio y el fin —susurró tal que repitiendo un salmo.

—¿Y las demás mujeres?

Incómodo, Petro miró al suelo, como si Niván hubiera dicho algo inapropiado. Este decidió no seguir indagando ante el ensoberbecimiento de su jovial nuevo amigo, y permanecieron callados hasta penetrar de nuevo en la tierra a través de un túnel cilíndrico.

—Cri-cri-cri —canturreó Petro riéndose, recobrando el buen humor, y emulando unos chasquidos que se oían de fondo.

—¿Qué es eso?

—Los gusanos, cri-cri-cri. Es la granja. —Ante la expresión de total incomprensión de Niván explicó—: Para comer.

—Ah.

El chico lo condujo hasta una cueva natural de morfología oblonga, donde la roca adoptaba formas sinuosas y curvas, como si estuviera derritiéndose. Hasta donde alcanzaba la luz de un koa que portaba Petro, se distinguían un seguido de terrazas parceladas por charcas de escasa profundidad que se nutrían de las gotas que iban desprendiéndose de un techo picudo, abarrotado de estalactitas.

Dejando la babosa en el suelo Petro se despidió, y dijo a Niván que avisaría a alguien para que le ayudara, y una vez aseado, le trajera de vuelta a la madriguera. Quedando solo y con tal de limpiarse, tras dejar sus ropas en una prominencia seca, Niván se reclinó en una charca que opinó una pizca más profunda que las demás, agradeciendo que la temperatura de la cueva no resultara tan excesiva como en otras partes, y que el agua mantuviera una agradable y mesurada calidez.

Los últimos acontecimientos se habían precipitado velozmente de improviso, y Niván aprovechó aquel respiro de calma para reflexionar. ¿Quién podía sospechar que tropezaría con quienes pasar el frío invierno? —se decía—. Esto le solucionaba algunos aspectos que le tenían preocupado, como por ejemplo la comida. Y después, después del frío, ya vería qué haría. Vagar solo por afuera era tristemente desalentador, sabía que el aislamiento le había trastornado un poco, y no le apetecía acabar loco de remate y atontado como Cuernecitos. En aquel instante se acordó de su montura, que esperaba en la superficie, y suspiró queriéndose hacer creer que era presa de un dilema, aunque no existiera tal. En su interior aquel encuentro fortuito con otras gentes había despertado un resquicio de esperanza e ilusión respecto al futuro, y de ninguna manera quería tener que irse, ni subir a buscar a Cuernecitos inmediatamente, por temor a que el sueño se disipara. «No le pasará nada —se persuadió—. Ya subiré dentro de unos días».

Niván se adormiló arropado por un gorgoteo monótono que resonaba por doquier, presa de un repentino abatimiento. Sin llegar a dormirse profundamente, soñó estrambóticas visiones oníricas a intervalos, entrecortadas por el leve alzar de sus parpados ante ruidos inesperados y la cautela propia de hallarse en un lugar desconocido. Tras una escena de ensueño en que conversaba con Xuga en una nube de humo, abrió los ojos y descubrió que una sombra lo observaba desde la entrada a la cueva. Esta se acercó revelándose como Eriaba, la joven que se habían cruzado al principio al llegar donde residían aquellas gentes del inframundo, la cual estaba atareada cuando la encontraron en algún tipo de trabajo manual con cilindros.

—Eh —saludó ella con contención insegura.

—Ah… Hola. Eh —contestó Niván aún aturdido.

—Petro me manda a ayudarte.

La joven bajó la tez, nerviosa delante del desconocido. Él aprovechó para echarle una ojeada, inspeccionándola en la medida que la luz del koa le permitía. A diferencia de muchos de los integrantes de la familia de Petro, Eriaba no era pelirroja, aunque sí compartía aquella nariz característica y mostraba la piel de sus piernas escamada por una extraña enfermedad. A pesar de ello, su lozana apariencia se presentaba agradable y bella a ojos de Niván, y el esplendor de la juventud mantenía sus formas gráciles y atractivas.

—Puedes limpiarte con el barro —explicó ella tras mirar de soslayo a Niván.

—Sí, claro —asintió por inercia, aunque desconcertado.

Para seguirle la corriente a la chica, consciente de que las costumbres de aquellas gentes distaban de lo que él conocía o estaba habituado, Niván recogió un lodo blanquecino que cubría, en una fina capa de escasos centímetros de grosor, el lecho de la charca. Se embadurnó las piernas, prestando atención a la reacción de Eriaba ante sus gestos, para saber si estaba haciendo lo correcto. Ella se acercó dubitativa poniéndose detrás de él, después se acuclilló y comenzó a esparcirle fango por la espalda.

—¿Hiciste tú la puerta? —preguntó Niván para distender el ambiente—. Me refiero a la del cerrojo móvil.

—Sí —tardó en contestar Eriaba.

—Es un buen trabajo, más todavía teniendo en cuenta las limitaciones técnicas que tendréis aquí abajo. Sin un arca para generar las piezas no sé si yo sería capaz. Sí, no sabría ni por dónde empezar. ¿Cómo…? ¿Dónde lo aprendiste?

—De las cajas de palabras, de Leonardo. Me gustan sus dibujos, sus acertijos. Pero a Matra no le gusta que pase tiempo con las cajas de palabras… —refirió ella, e hizo una pausa buscando un mote—, con los “libros”.

Niván apreció que a Eriaba le había costado esfuerzo recordar dicha palabra, que no debía ser de uso habitual para ellos, y que la chica debía creer que era propia del mundo de él. Tampoco es que Niván fuera un experto en literatura, pero a partir del hallazgo de «Las fábulas de Esopo» y lo visto en los espejos circunflejos, el arcaico formato de almacenamiento de datos ya no le era en absoluto ajeno.

—¿Tenéis una biblioteca? —preguntó entonces Niván, recordando la imagen cenital de la desaparecida biblioteca de Alejandría original.

—No sé qué es —se excusó ella.

—¿Si tenéis muchos libros juntos?

—No. Solo los que Petro ha traído del abismo. Menos de dos diez. —Eriaba se estaba relajando, y Niván lo notó por la presión de sus manos recorriéndole la espalda, que se volvió menos rígida—. Pero nadie los entiende, yo solo sé alguna palabra del de Nocasawacitu que Tola la impura me enseñó antes de que… —Eriaba cortó la frase—. A Matra no le gustan. Dice que son corruptos, pero es mentira, la ley nunca ha hablado de ellos.

Cuando terminó la tarea de cubrirle la espalda de lodo, Eriaba la enjuagó a base de salpicarla con las dos manos. Por su lado Niván la imitó, y también empezó a limpiarse el barro del resto del cuerpo. Entretanto siguieron conversando, y Niván pudo identificar detrás del lenguaje parco de la chica una inteligencia aguda, que ni el confinamiento a las profundidades subterráneas ni la falta de educación habían podido silenciar por completo. A pesar de los pocos recursos y fuentes de información que ahí disponían, Eriaba los había exprimido al máximo para crear multitud de instrumentos y herramientas para satisfacer su curiosidad creativa. Por lo que entendió Niván, aquella actitud no era muy bien vista por la matriarca del grupo, que detestaba a la joven justamente por su lucidez.

Debido a su torpeza e inexperiencia, Niván no lograba limpiarse el barro del todo, así que Eriaba le pidió que se quedara quieto y ella asumió la tarea. Mientras le enjuagaba los pies, agachada en cuclillas y de espaldas entre las piernas de Niván, este no pudo evitar posar la mirada en sus nalgas, y en los labios entreabiertos de su vagina que se atisbaban desde aquella posición. Mucho hacía que no practicaba el sexo con nadie, y aunque tampoco pensaba en ello porque sus impulsos sexuales se habían mantenido acallados por las circunstancias, ahora, cuando la calma empezaba a brindarle ciertas expectativas, se sintió erotizado y predispuesto a vaciar sus testículos. La imagen de la retaguardia de la chica incitó que su pene se enderezara, y con tal de hacérselo saber y proponerle la actividad Niván acarició desde atrás el sexo de ella. Apartándose la chica se levantó horrorizada, con las facciones desencajadas y temblorosa.

—No —solo logró articular Eriaba.

—Perdona —dijo Niván desconcertado—. Solo quería saber si te apetecía fornicar. No pretendía asustarte.

—No, qué dices —espetó turbada Eriaba—. Es impuro. Me… Me… Me… No te acerques —tartamudeó.

Quedaron en silencio, y la erección de Niván se esfumó por el sobresalto. Él no lo entendía, viendo la normalidad con que Matra había manifestado su intención de yacer con él, creía que en aquella comunidad se practicaría el sexo libremente igual que se hacía en la sociedad moderna. Pero trascendía evidente, en vista de la reacción y pavor de la chica, que algo se le escapaba.

—Perdona Eriaba, no quería molestarte —se disculpó sinceramente Niván, que lo último que deseaba era importunar al grupo que iba a acogerle.

—No se puede, es impuro, corrupto —expuso ella algo más calmada—. No digas nada de esto, errante. No quiero terminar como Tola, no.

—De acuerdo, no te preocupes. Lo siento.

Ella escrutó los ojos de Niván concienzudamente con tal de saber si se podía fiar de él. Después dijo:

—Vámonos, es casi el momento de la comida. Estarán esperándonos.

A partir del incidente con Eriaba, Niván procuró medir sus acciones y actuar con cautela. Bien era cierto que no debía presuponer que sus costumbres civilizadas fueran las mismas que las de aquella comunidad, que por lo que averiguó en las semanas que siguieron, había permanecido aislada durante numerosas generaciones. Veneraban a una Matra primigenia que llegara ahí, embarazada, huyendo de la corrupción —contaban ellos— de sus semejantes de la superficie. Procreando con su propio hijo engendró la estirpe de la comunidad, nutriéndose esporádicamente el linaje endogámico de los proscritos errantes que habían logrado librarse de la expulsión a Marte. Al conocer la historia Niván quedó sorprendido de que él no fuera un caso aislado, y existieran otras personas que también decidieran esconderse en las zonas deshabitadas del planeta. Su porqué particular residía en querer conservar la vida, pero no veía la razón que pudiera motivar a un exiliado a seguir su mismo camino en lugar de ir a Marte. Quizás —dedujo—, no era el primero en ser condenado a muerte, sin ley ni juicio que le amparara, y otros igualmente habían recibido la visita de los negros ejecutores alados.

Para cumplir con lo que asumió era su deber en pago a la acogida del grupo, Niván yació repetidas veces con Matra, esforzándose en contentar a la gran matriarca. Pero aparte de esta y otras contadas responsabilidades que le adjudicaron, la vida en las entrañas del extractor era ociosa y tranquila, sin demasiados quehaceres. Las gentes de la familia solían pasar el tiempo reuniéndose para comer, contando historias sobre aquella o la otra Matra, o festejando efemérides variopintas de su corta pero intensa existencia como pueblo. A la hora de comer, se juntaban todos en círculo en el recinto principal, debajo de la cavidad donde Matra descansaba, e ingerían los alimentos siguiendo una liturgia y orden particular, en el que Matra siempre se llevaba la mejor parte. Alimentos que consistían en un puré de gusanos y una nutrida variedad de hongos de penetrante sabor mohoso. Cuando degustaban estos manjares y hablaban en corro, Niván se había percatado que Eriaba y un joven llamado Gad se lanzaban miradas disimuladas, entre las que cabía entrever un deseo reprimido. Para Niván el proceder reproductivo de la familia de Petro resultaba manifiestamente absurdo. Por lo que descubrió, todos los hombres de la comunidad, tanto hermanos como padres, mantenían relaciones con Matra, pero les estaba prohibido yacer con cualquier otra mujer por considerarse aberrante, e incluso menos fornicar entre ellos, pues la homosexualidad ni se contemplaba. Si bien hereditariamente Niván resolvía que fuera mucho más sensato que Eriaba, que presentaba algunas características físicas diferenciadas del resto como pudiera ser su pelo, pasara a ser la madre de los nuevos retoños de la familia. Pero debido a su condición de hembra Eriaba se veía confinada a no mantener relaciones sexuales con nadie, aunque para Niván aparecía también incuestionable que la actual Matra no había existido siempre, y en algún momento moriría y otra pasaría a ocupar su lugar. En ese caso, Eriaba o Marala, aún una niña esta última, deducía se convertirían en la nueva Matra, a pesar de que no quiso indagar en el tema más allá de lo que extrajo de comentarios e historias que escuchó, por ser una cuestión delicada que incomodaba a aquellas gentes.

Las costumbres en la progenie de la Matra ancestral se habían transfigurado en tradiciones —concluyó Niván para sus adentros—, y de ahí en leyes y preceptos morales de deje religioso. Qué estaba bien y qué mal eran arbitrariedades que los miembros de la familia asumían porque siempre había sido así, aunque por fuerza alguien tenía que haber instaurado cada ley, hábito o modo litúrgico. Detrás de cada costumbre emergía una decisión estrictamente humana, aunque nadie fuera capaz de plantearse sus razones originales. Siquiera la brillante Eriaba alcanzaba a cuestionarse parcialmente lo establecido, pero ni siquiera ella veía la relatividad moral por completo. Esto es lo que pensaba Niván de sus nuevos compañeros, ciego ante sus propios demonios, pero lúcido juzgando a los demás.

Con la excusa de «mañana iré a verle», la intención de subir a la superficie a buscar a Cuernecitos se diluyó con el transcurso del tiempo. Al final Niván sumió intencionadamente el recuerdo del gran reno en el olvido, para no sentirse culpable, calificando sus anteriores sentimientos hacia el animal como exagerados, producto de la soledad, desestimándolos en favor de su nuevo núcleo social y afectivo.

En definitiva eran buena gente —pensaba él—, y Niván intentó subsanar su error inicial con Eriaba enseñándole algunos algoritmos y estrategias lógicas elementales que la chica, al principio reticente a estar a solas con él, al poco aceptó de buen grado y sumo interés. Acompañaba a Petro a la granja de gusanos, asistía a Ariál, el mayor de ellos, en tareas de recolección de setas, y aconsejaba a Gad y Het en la perforación de una cavidad en que estaban enfrascados. Se sentía querido y útil, y aquello le llenaba de gratitud y bienestar en contraposición a lo que pudiera haber sido su mísero y solitario futuro.

Un día, mientras comían sentados en círculo, Matra tuvo la excepcional disposición de que la sacaran de su cueva, y estar junto a ellos. Entre risas disimuladas y comentarios nerviosos, Niván percibió que aquel hecho vaticinaba algún evento especial o rito que él desconocía, y oteaba a los demás comensales con curiosidad, cohibidos por la presencia de Matra.

—Como algunos conocéis —dijo Matra en un momento dado—, he de anunciaros algo. La sangre no ha llegado. En mi vientre está creciendo una nueva vida.

La alegría propició que el círculo de gente se regocijara en exclamaciones y voces parcialmente contenidas por estar Matra presente.

—¿Qué significa? ¿Tendrá un hijo? —preguntó Niván en voz baja a Petro, sentado a su lado.

—Puede —respondió este—. Matra está creando una persona; a veces llega, a veces no. A veces sale de su barriga, y no dura los dos ciclos para que se le dé nombre, y sea persona. Matra es abundante y buena.

Por la noche, que Niván empezaba a distinguir de la oscuridad sutilmente rota del día, celebraron el acontecimiento cantando y bailando al son de las palmas en sus vientres, recitando antiguos salmos que habían pasado de generación en generación para conmemorar el embarazo.

 

«¡Samo, Samo, Samo! Vuelven los antiguos,

el enjambre nunca muere. ¡Samo, Samo, Samo!»

 

Rezaba el estribillo de una canción que entonaron aquella velada. Niván los observaba boquiabierto, y procuraba dentro de sus posibilidades participar en los bailes, imitando torpemente a los demás miembros de la comunidad. Los mozalbetes Larec y Azarás se reían con inocencia de la falta de coordinación de Niván, y lo llevaban de la mano con tal de mostrarle los pasos, aunque en realidad lo que pretendieran fuera ser espectadores de primera línea de la pantomima que iba a ejecutar. En parte, Niván lo hacía aposta, exagerando los movimientos sobremanera, para ver dibujarse la sonrisa en la cara de los más jóvenes. Resultó ser una fiesta espléndida, que Niván no olvidaría jamás, donde se sintió impregnado por el espíritu jovial que envolvía la comunidad. Pese a vivir en las oscuras profundidades, de no disponer de recursos, o de verse obligados a alimentarse a base de setas y gusanos con sabor a tierra, aquellas gentes manifestaban una alegría sincera que hacía que Niván tomara consciencia de la relatividad de los elementos necesarios para ser feliz. Bailar, reír y estar juntos era para ellos suficiente, y él también se sintió verdaderamente feliz, mucho más de lo que se sentía desde hacía muchísimo tiempo. Al finalizar el evento, tumbado en una de las cavidades de la pared que hacía a su vez de alcoba, cuando todos dormían él todavía permanecía despierto saboreando el grato sentimiento que le había embargado el alma durante el festejo. Sin subrealidad ni un arca Niván pensaba que su vida nunca volvería a ser plena, pero ahora se daba cuenta de que el hombre no requería de tantas comodidades para ser feliz, en realidad solo necesitaba sentirse querido. Antes que nada, antes de vivir cualquier historia por apasionante que esta fuera, una persona precisaba tener a quien contársela.

«¿Qué es eso?», preguntó en una ocasión Eriaba a Niván refiriéndose al bulbo de almacenaje. Iban de camino a una de las zonas más alejadas de la sala principal que Niván hubiera pisado jamás, en busca de un artefacto sobre el que Eriaba decía estaba trabajando desde hacía tiempo. Confiado de la superioridad de sus dotes técnicas, al enterarse Niván de inmediato se prestó a asistirla, por si podía serle de alguna ayuda —había añadido con falsa modestia él—. Y con tal de llevar a cabo su cometido, Niván se había provisto de su mochila por si requería de cualquier de los enseres que guardaba en ella, pero ahora, en medio del camino le habían asaltado las dudas y tuvo que detenerse, revisando que no se hubiera deja nada, sacando uno a uno lo objetos que contenía la bolsa. Al no obtener respuesta, pues distraído rebuscando en la bolsa Niván no la escuchó de primeras, Eriaba volvió a preguntar sin apartar la vista del bulbo que reposaba en el suelo: «¿Qué es eso?».

—Es, son… Son recuerdos —respondió Niván sin prestarle demasiada atención a la chica, pues repasaba mentalmente lo que debía contener la bolsa.

—En tu mundo Ni, ¿pueden guardarse los recuerdos?

—Sí. Bueno, son imágenes, no mis recuerdos.

—¿Puedo verlo? —sondeó Eriaba con emoción.

—Ah. No. Se necesita de un enlace, de… —Niván volvió a guardarlo todo y buscó la forma de explicarlo—. Afuera tenemos un implante en la nuca que nos permite interactuar con la mente con… con cosas. Se necesita para poder ver las imágenes almacenadas en el interior de esta patata.

—Me engañas, eso es imposible Ni —expresó incrédula ella, y lo interrogó sosteniéndole la mirada—. ¿Es verdad? —Niván respondió con una onomatopeya—. No puede ser, ¡qué fantástico! Sería tan apasionante conocer tu mundo. Hay tantas cosas maravillosas… y ¿qué contienen?

—¿El bulbo? Imágenes del pasado.

—¿Pero qué tipo de imágenes?

Ya habían reemprendido la marcha, y Niván caminaba con su vara iluminando el trayecto al lado de la chica. La expresión de ella denotaba interés y curiosidad, y Niván vio que no se libraría tan fácilmente de la persistencia de Eriaba.

—Eso, Eriaba, es por lo que me echaron de “mi mundo” —comenzó Niván—. Las estrellas son la luz del pasado, y…

—¿Qué son “estrellas” Ni?

—Afuera, en el exterior, no hay un techo, ahí…

—No soy tonta Ni —volvió a cortarle Eriaba—, he salido fuera de la madriguera, aunque de noche, porque la luz del día es abrasadora para nuestros ojos.

—Pues habrás visto las estrellas, son los puntos de luz que brillan en el cielo.

—Ya sé —confirmó Eriaba—. Nosotros las llamamos diferente. Perdona, continua.

—Pues esas luces, son bolas incandescentes a miles de millones de kilómetros de distancia, están muy lejos. La luz puede parecer que sea un efecto inmediato, pero en realidad es una magnitud que se propaga, como una onda en un charco de agua, aunque a una velocidad prodigiosamente más rápida. Pero si hay la distancia suficiente, puede notarse su tardanza, pues la luz no llega en el justo momento en que su emisor la desprende. —Embobada, Eriaba se esforzaba en entender lo que Niván explicaba—. Las estrellas están tan y tan lejos, que lo que desde la Tierra vemos de ellas es como fueron hace miles de años, es la luz que desprendieron en ese momento y ahora llega. Verás Eriaba, yo encontré unos elementos muy lejanos, entre las estrellas, que reflejaban la luz que había salido de la Tierra en distintos momentos de su historia. Pude ver el pasado, y contemplar escenas de otros tiempos que ningún hombre ha contemplado jamás, y cuya luz ya se ha perdido en la inmensidad del cosmos. Algunas de aquellas imágenes están en el bulbo, quiero decir, en el objeto a que nos referimos.

—¡Pero eso es fantástico! Qué interesante sería poderlo ver —expresó Eriaba—. ¿Y por qué te echaron?

—Vi acontecimientos que otros no querían que nadie viera. La “verdad” no es siempre del agrado de todos.

—Yo creo que te entiendo Ni —se solidarizó Eriaba—. Mucho de lo que he descubierto a Matra no le gusta, lo desprecia. Las cajas de palabras, los “libros” —añadió con una sonrisa al acordarse del nombre—, no son malos, pero Matra dice que son corruptos, porque explican historias que no conocemos, de cómo era el mundo y qué pensaban las personas, ni que sus signos estén callados y poco entienda. No quiere que sepamos, y eso no está bien. Por eso se enfada cuando yo invento algo, porque ella no lo conoce y no puede controlarlo. A veces pienso que me tiene miedo, y eso me hace tener miedo a mí. —La chica meditó un instante un seguido de ideas que le brotaran a partir de la conversación, y de sus propias palabras—. ¿Y en tu mundo hay cajas de palabras Ni?

—Es una forma de guardar datos antigua, del pasado. En mi mundo se utilizan métodos de almacenaje que pueden salvaguardar cantidades de información extremadamente superiores a los libros, además, guardamos formas, sucesos… infinidades inimaginables de datos.

—¿Y dónde guardáis todo eso?

—En la Biblioteca de Alejandría —respondió Niván—. En un gran edificio de piedra viva que hay muy al Sur de aquí.

—Piedra viva —repitió atónita Eriaba con voz casi imperceptible—. No quiero que te vayas Ni, tienes que enseñarme lo que sabes, tengo tantas preguntas…

—No sufras Eriaba, yo también quiero quedarme con vosotros. —Niván acompañó la frase con un amplia sonrisa, e iba a abrazar por el hombro a la chica con su brazo, pero desistió de su intención rápidamente al recordar el incidente que había vivido con ella; desconocedor de los límites apropiados del contacto físico, retrajo la extremidad para dejarla colgando.

—Entonces Ni, ¿si no llevas a la “biboteca de Ajendría” esa bola que guardas, se perderá lo que viste? —indagó Eriaba—. ¿Nadie más lo verá nunca?

—Así es —dijo lacónico Niván.

—Qué pena.

—Sí.

Él sabía que aparte de la reunión entre Ordenados y Naturales almacenada, razón inequívoca del calvario que había tenido que sufrir, el resto de reflejos recopilados no suponían ningún peligro para nadie, y representaban una estampa valiosísima de la antigüedad. Que se desperdiciara aquella oportunidad para el conocimiento de investigar a fondo las imágenes de algunas épocas era para Niván una verdadera pena, como bien le había hecho notar Eriaba, pero pesaba más en su corazón su existencia y mundano bienestar, que cualquier beneficio del conocimiento humano. Se sentía traicionado por la civilización, y no iba a sacrificarse por ella.

—¿Por qué tienes tan lejos tus cacharros? —preguntó al cabo de un rato Niván.

—Esta es zona corrupta, prohibida —indicó con expresión pícara Eriaba—, nadie viene por aquí, nadie me molesta cuando invento. Petro lo sabe, pero es el único. No digas nada Ni, Matra se pondría furiosa.

—¿Prohibida?

—Sí Ni. Tola la impura me lo mostró, aquí hay secretos… Nadie quiere que Matra se enoje. Pero Tola no era mala, ella me enseñó muchas cosas, cosas que otras impuras le habían enseñado a ella, y a su vez, habían aprendido de otros antiguos. No hay nada de malo en saber, pero veo que en tu mundo tampoco es diferente, y se asustan también del pensamiento. ¡¿De qué tienen miedo?! —espetó contrariada—. Si algún día soy Matra, haré que cambien las cosas —confesó Eriaba, que lanzó una ojeada a Niván para asegurarse de que había hecho bien en confiar en él, y su indiscreción no iba a salirle cara.

—No te preocupes —la tranquilizó Niván al percibir su recelo por haber abierto su corazón—, no voy a contarle nada a Matra.

—Confío en ti Ni —concedió ella cambiando su ceñuda expresión facial por una afectuosa sonrisa—. Tú y yo somos similares, ¿no?

Cuando llegaron donde Eriaba tenía su proyecto en construcción, Niván quedó gratamente sorprendido de la prolija acumulación de herramientas y materiales que Eriaba había ido acopiando a lo largo del tiempo. En su mayoría eran utensilios mecánicos y arcaicos, montados a retazos de desechos ferrosos, cuerdas y poleas. Lo ingenioso de aquellas máquinas y herramientas, superaba con creces lo que Niván pudiera haber imaginado. La mente de Eriaba era sencillamente formidable —otorgó él—, inaudita para alguien que viviera alejada de la civilización bajo tierra.

—¿De dónde has sacado todo esto? —exclamó pasmado Niván.

—Algunas cosas de fuera de la madriguera, de ruinas; otras de arriba, de la aguja.

En una mesa sostenida por cuerdas una decena de libros aparecían amontonados en dos columnas. Niván se acercó y les echó un vistazo. Era una selección heterogénea de obras sobre mecánica y física a escala, tomos polvorientos y roídos por la humedad, repletos de imágenes prácticas y diagramas. Uno que se presentaba más nuevo y consistente atrajo a Niván. Escrito en la lengua común, en él se relataban los fundamentos de la lógica mecánica moderna, un tratado completo que englobaba desde las leyes de Newton a los accionemas de Reo. La chica había permanecido inmóvil contemplando a Niván, atenta a sus reacciones, y al ver que mostraba un interés específico en aquel volumen dijo:

—Ese es especial, no lo trajo Petro del abismo —explicó Eriaba—, lo guardaba Tola la impura. Era de un antiguo llamado Nocasawacitu, un errante que vino a vivir con nosotros muchos años atrás. Ni yo, ni Matra, ni Tola, existíamos aún, pero Tola la impura decía que yo me parezco a él, porque él era constructor antes de irse de tu mundo, y amaba tanto como yo el construir mecanismos.

—Alguna explicación tiene que haber para tu portentosa capacidad mecánica, puede que ese hombre que comentas, Noca, sea la respuesta —reflexionó Niván—. Bueno, ¿vamos a ello? ¿Me muestras tu trabajo? —dijo dejando el libro en su sitio.

A la luz de un koa que traían consigo, Eriaba corrió una manta y descubrió el ingenio que la ocupaba en la actualidad. Provisto de tres grandes ruedas y un esqueleto metálico, era una especie de vehículo terrestre, de superficie baja y plana, elevado unos centímetros del suelo por unos soportes. Tras examinarlo concienzudamente, Niván empujó un pedal, como un niño que investiga un juguete nuevo, y las ruedas traseras giraron emitiendo un chirrido oxidado, pero de repente, se clavaron.

Pasaron un rato debatiendo y probando mejoras. Niván no estaba en exceso familiarizado con mecánica tan rudimentaria, pero por orgullo se esforzó en dar soluciones lógicas a los problemas que le planteaba la chica. Se alentaba internamente cuando se encallaba diciéndose: «Si soy capaz de calcular mentalmente las futuras colisiones de galaxias no puede ser que me venza un cachivache tan primitivo».

Unas horas más tarde, mientras Eriaba desmontaba unos engranajes para modificar su disposición siguiendo las indicaciones de Niván, este se alejó distraído con el fin de hacer tiempo. Reconoció la sala, escudriñando la función de los fragmentos de aparejos que colgaban por las paredes, y después pasó a una estancia adyacente sin que Eriaba se diera cuenta, enfrascada como estaba en aflojar una tuerca testaruda. Con el albor exiguo de su vara de caza, Niván exploró los alrededores de la zona prohibida. Silenciosos y deshabitados, aquellos espacios exudaban el tenue halo del olvido. Sobre la base de obsidiana del extractor del núcleo, alguien había amueblado parcialmente las salas con arcones, armarios o grandes mesas, como si hubieran vivido ahí o utilizado para alguna actividad específica. Sin embrago, el mal estado de todo ello, elaborado con madera que se deshacía por la podredumbre, exponía que era el testimonio de un tiempo pasado, y no fruto del talento de la joven Eriaba. Un surco excavado en el suelo de una pequeña habitación circular atrajo a Niván, que ojeó su interior con cautela para no caerse en el agujero. Al fondo del pozo pudo distinguir una montaña de diminutos huesos mezclados con tierra y una prolífica población de setas blancas. Identificó lo que parecían cráneos diminutos, y tras unos momentos se dio cuenta de que eran esqueletos de bebes recién nacidos o no-natos.

Apresuradamente Niván se afanó en volver junto a Eriaba, que seguía liada con el triciclo, temeroso de que su curiosidad le acarreara algún problema. Ella lo miró de reojo al verlo entrar. Por su parte, él se acercó con disimulo prestándose a ayudarla a montar el eje, y no comentó nada de lo que acaba de ver.


LA VOZ DEL NAZARENO
X

Dos sombras se deslizaron hasta la sepultura del maestro aprovechando que los guardias habían sucumbido al cansancio y dormían dulcemente. Empujaron la gran losa circular que sellaba la tumba con cautela, aunque desplazarla sin despertar a los guardias resultaba difícil, y cuando uno de ellos hizo ademán de levantarse Judas corrió a tranquilizarle. Lo hizo con un buen puñado de monedas, suficientes para que los dos vigías pasaran por alto de buen grado aquella incursión nocturna.

Una vez apartada la piedra de la entrada del sepulcro, los discípulos corrieron a recuperar el lánguido cuerpo del maestro. Aún vivía, aunque su pulso era débil y su voluntad no tardaría en desfallecer. Apartaron la mortaja y Jesús balbuceó, manteniendo los ojos cerrados, palabras ininteligibles e inconexas, sin fuerzas suficientes como para salir aún de su dilatado letargo. Le suministraron el antídoto junto a algunos alimentos y agua, y él lo agradeció esbozando una honda sonrisa tras la ingesta. De esta guisa, llevando en brazos al maestro, los discípulos lo acarrearon desde el Lugar de la Calavera hasta las orillas de un río que discurría cerca del acueducto. Ahí, junto a unas matas, lo dejaron con delicadeza, oculto a miradas indiscretas. Él abrió los ojos. Durante el trayecto había estado aspirando el fresco aire de aquella noche de primavera, degustando la libertad y recuperando algo de vida.

—Distinguido maestro, pronto vendrá quien os auxilie —dijo Judas—. Mientras, aquí dejamos agua y víveres, para que podáis ir reponiendo fuerzas.

—Decidnos, ¿cómo se encuentra vuestra alma? —preguntó entonces José—. ¿No ha sido excesivo el sacrificio?

—Ningún sacrificio es excesivo con tal de despertar a los hijos de Dios —respondió Jesús con voz reseca, y solicitó—: Dadme agua hermanos.

Ellos atendieron su demanda de inmediato, y después dejaron la bota de agua apoyada en su mano, con tal que en cuanto se fueran, no le costara acceder a ella.

—Ahora nosotros, distinguido maestro, debemos partir —dijo Judas con pesar.

—Mis bien amados hermanos, ¿quién vendrá a recogerme? —preguntó Jesús—. ¿Cómo distinguiré a mi benefactor?

—No os preocupéis maestro, él os distinguirá; os conoce de veros predicar. Responde al nombre de Juan y llegará en cuando despunte el alba.

Jesús alzó levemente el pescuezo y observó que a lo lejos el tenue albor de la madrugada se intuía en el desvaído añil oscuro del horizonte. No quedaría más de una hora para la salida del sol —calculó Jesús—, podía aguantar perfectamente. Además, empezaba a recobrar el vigor y la lucidez, aunque su cuerpo siguiera totalmente entumecido, y cada movimiento de uno de sus miembros le supusiera un dolor insoportable.

—Id. Id entonces —dijo Jesús, que a pesar de que le flaqueaban las fuerzas y la voz, pretendió retomar su habitual solemne cadencia al hablar—. Aunque la fama de los hombres no os colme, amados hermanos, Dios sabrá valorar vuestra entrega como se merece, porque sois pobres y humildes de espíritu, y os postráis ante su voluntad.

—Que es la vuestra —añadió José.

—Id —repitió.

Marcharon los dos discípulos, y tras hacerlo Jesús se recostó, relajando el tono de dignidad que, sin demasiado éxito, había procurado mantener mientras sus fieles seguidores estuvieron presentes. Suspiró y se arrugó sobrecogido por una punzada de dolor en el estómago. Aun así, superado el calambre rebuscó en una bolsa que le habían dejado, e ingirió, consciente de que gran parte de su debilidad provenía del ayuno, unas uvas pasas que encontró en su interior.

Jesús había puesto a prueba los límites de la resistencia humana, y ahora era consciente del verdadero poder de la voluntad, aunque poco podían todas las convicciones del mundo contra la deshidratación y las infecciones. ¿Cuánto más habría resistido amortajado? —se preguntaba—. No mucho. No obstante, ese era el precio que debía pagar quien pretendiera encarnar las profecías relatadas en las escrituras, y ser considerado el verdadero ungido de Dios.

Se sentía cansado, abatido y lastimado. Aquella última prueba había resultado ser la prueba más dura de todas, pero también era la prueba definitiva que daría testimonio de la auténtica divinidad de sus proclamas. Él había orquestado aquellos acontecimientos valiéndose de sus discípulos de mayor confianza, con el fin de cambiar la realidad de la gente, su percepción del mundo. Y para ello era primordial que todo se cumpliera según lo previsto, pues de lo contrario, su mensaje sería olvidado como el de tantos otros profetas.

Había sido tan largo el camino, y tan dura la lucha, que Jesús se desplomó y empezó a llorar entre los matorrales. Gimoteaba como un niño, aunque sin soltar lágrima, en una respiración entrecortada y lastimosa que sacaba a la luz la faceta más intima y humana de su persona. Delante de sus seguidores nunca hubiera podido comportarse así, sin embargo, resguardado en la soledad de la madrugada se hizo pequeño, muy pequeño, y frágil.

La aflicción casi había cesado en Jesús, y sus lamentos aparecían ya de forma intermitente, en quejidos ahogados, cuando un pescador que pasaba por ahí cerca se vio alertado por los sonidos y se aproximó para ver qué ocurría.

—¿Qué hacéis buen hombre ahí tumbado? —indagó el pescador—. ¿Acaso os halláis enfermo?

—No —respondió Jesús—. Siquiera dejo que, con tal de que el demonio se quede sin fuerzas, el mal me invada.

Jesús se incorporó y examinó al recién llegado: era joven, bien formado, de mirada despierta y brío en el cuerpo, con una tupida y negra barba brotando de su cincelado rostro. A su vez el pescador hizo lo mismo: el aspecto de Jesús era entre insólito y deplorable. Envuelto aún en gran medida por el lino blanco fúnebre, bien podía pasar por un espectro, o un perturbado.

Dado que el día empezaba a despuntar, Jesús le preguntó al chico—: ¿Habéis venido a auxiliarme? ¿Os han enviado mis…? ¿Sois Juan?

—Sí, me llaman Juan, Juan el Hidrófago, pero jamás os conocí, ni nadie me envió a ayudaros —respondió este—. Únicamente me dirigía hacia el lugar donde suelo pescar, como cada jornada, porque debo atrapar tantos peces como Dios me conceda con tal de dar de comer a mis hijos. Y es extraño ya tan pronto haber pescado, aunque a un hombre y no a un pez —y terminó, risueño—: Mi mujer no dará crédito de cómo vais vestido cuando se lo cuente.

—Os ruego que no lo hagáis —pidió Jesús de inmediato—. De ello depende la consagración de un gran propósito y un gran bien. Aún no, no así —añadió hablando para sí mismo—. Si deseáis respetar la voluntad de vuestro padre en los cielos, no le digáis jamás a nadie que me habéis visto aquí en el río, postrado; él os lo reclama, yo os lo imploro.

—Habláis como un distinguido maestro, que conoce las leyes de Dios, pero me sorprende que oséis hablar en su nombre. ¿Quién sois y por qué oléis a mirra? Talmente os asemejáis a un espectro que ha escapado de su tumba, aunque la vida me ha enseñado que los muertos no están vivos, y los milagros solo acontecen en las fábulas. —Jesús quedó impresionado de la elocuencia de aquel joven pescador, que a pesar de su lozanía, no temía a los fantasmas. Juan prosiguió—: Y si no sois un espíritu, ¿qué sois? No penséis que mi corazón es duro, pero no puedo prometeros nada sin conocer vuestra historia. Yo soy un pobre pescador que debe alimentar a sus hijos, y no puedo permitirme hacer pactos con locos.

—Veo que vuestra alma es juiciosa, y que por vuestra sangre fluye el arrojo —concedió Jesús, que ante aquella situación se esforzó en hacer resurgir su habitual tono solemne que tantas puertas le había abierto. Era un predicador nato, y por muy mal que estuviera su cuerpo, por inercia, su oratoria seguía prácticamente intacta—. Demandáis que os cuente mis tribulaciones, por qué parece que sea hijo de la muerte y no de Dios. Pero para atender a vuestra demanda antes debéis otorgarme un privilegio, el juramento de que si creéis justas mis intenciones, guardaréis el secreto de este encuentro y de mi relato. Si juzgáis que soy un loco, bien podéis ir a Caifás y denunciarme, o entregarme a las autoridades romanas, que no os lo impediré.

—Suficientes preocupaciones tienen las autoridades con la Pascua y todo el ajetreo que ha traído a Jerusalén, como para preocuparse de un indigente oculto a las orillas del río —comentó Juan con sorna—. Pero sí, acepto —accedió con un gesto de su cayado, perfilado por el contraluz que le otorgaba el incipiente amanecer—. Contadme los hechos que en vuestro devenir os han traído hasta aquí, y si encuentro legítimas vuestras intenciones, no diré nada de lo que hoy haya visto u oído. Pero empezad ya, que está amaneciendo y mis obligaciones mundanas me esperan. Decidme, ¿cómo os llamáis? Y ¿Si os creéis digno de la atención de las autoridades es porque sois hijos de un rey, o del demonio?

—Me llaman Jesús de Nazaret, y no es el infortunio lo que me ha llevado hasta el lecho de este riachuelo, sino la esperanza en el reino de Dios —empezó Jesús con una cadencia casi musical, notando que al arrancar el discurso, rebrotaba en su interior una fuerza que le daba coherencia a su existencia—. Me ha llevado hasta aquí la compasión, la verdad y la voluntad de aquel que gobierna “aquello que ha sido”… Él es mi guía, mi padre, mi inspiración. Porque he estudiado las escrituras con profundidad y he conocido los misterios de Abraham-Atón, para entender su palabra. Me he acercado a Él mediante el sacrificio, con ayuno y castidad, para sentir su bondad, y he predicado tanto en Galilea como aquí, en Judea, para proclamar su grandeza y amor. Aunque aquellos que temían mi palabra, que no era otra que la palabra de Dios, me tacharon de borracho, me acusaron de rodearme de enfermos, de prostitutas y de publicanos. Pero aquellos ciegos del alma no se percataron que no hay pecado alguno en ello, pues de los débiles y los pobres es el reino de Dios. Porque solo Dios puede ser perfecto, y bueno, y por ende los mortales estamos condenados a la corrupción y al pecado. Entonces, cómo no perdonar el pecado, la corrupción, la debilidad, si el mal no lo podemos rehuir, y el perdón es lo más cercano que jamás estaremos de la esencia de Dios. ¿Acaso mi discurso os resulta perverso? ¿O hay en él codicia o interés, más allá del intrínseco en los hombres? Mi única voluntad, desde el principio, ha sido la de propagar la palabra de Dios, que es el amor, la compasión, el perdón… Pero para llegar al corazón de los hombres hay que servirse de las herramientas de los hombres. Igual que al edificar una casa recurrimos a las piedras y materiales aledaños, para instruir a los hombres hay que menester de aquello que les es cercano y reconocible. Por semejante fin, me he puesto en la piel del ungido de Dios, y he cumplido las profecías que relatan las sagradas escrituras. Aun siendo tan hijo de Dios como cualquier otro, he tenido que dar testimonio de la divinidad de mi mensaje, de la verdad no de mí, sino de mi palabra, que es la palabra de Dios. Para ello me he ofrecido tal que el cordero de Dios, para ser sacrificado en su nombre. Me han crucificado, he aquí las marcas en mis manos que lo demuestran —mostró los agujeros de las palmas de sus manos, resecos e infectados, que le impedían cerrarlas—, y me han dado sepultura. Y como era de esperar del ungido de Dios, he resucitado, para dar testimonio de la única verdad, que es la bondad infinita del que reina en los cielos.

—¡Ah!, sois aquel que se autoproclama rey de los judíos —exclamó Juan—, he oído de vuestra gestas y osadía. Dicen que sois un taumaturgo, que cura a los enfermos y exorciza los demonios, y que nos libraréis del yugo romano.

—No he   venido a   derrocar imperios,   sino a  erigirlos —apuntó Jesús, agotado por el enfático discurso que acababa de pronunciar.

—Tampoco   yo he creído que fuerais   aquel que dicen —repuso a su vez Juan—; si un hombre nos bastara para librarnos de los romanos, muy inútiles habríamos sido el resto durante su ausencia ¿no os parece? Llamadme incrédulo o inculto, pero mi razón apunta a que ni los muertos se levantan, ni el ungido de Dios ha llegado todavía, y suplica mi discreción, malherido en un brazo del Jordán. Pues si la magia estuviera en vuestro corazón, os abríais curado ya estas lastimosas heridas. Pero estad tranquilo, no os traicionaré: creo que estáis loco, pero también creo que sois bueno, aunque el pecado de la soberbia os haya hecho perder la razón.

—Entended el sentido de mi empresa, buen Juan —instó Jesús—, y servidme de confesor ante el Padre de todo lo que está vivo, porque nunca hubo soberbia, ni búsqueda de gloria, en mis actos. Oíd esta parábola: El gobernante gobierna, y utiliza el sentir de los hombres, que es igual que la marea, a menudo para enriquecerse o hincharse de poder. Pero las aguas que guían el alma humana pueden sacudirse también para un buen propósito; ¿y qué fin es superior a difundir el amor de Dios y su compasión? Ya os lo he dicho, sé que soy tan hijo de Dios como vos, y me merezco igual que vos el ser el ungido de Dios, ¿pero acaso el fin de proclamar su bondad no se merece ser glorificado? Y en consecuencia, al glorificar a quien proclama su palabra, se glorifica a Él.

—Verdaderamente   sois un  estudioso  de leyes  divinas —apuntó Juan, que no terminó de entenderle—, y yo solo soy un hombre, un pescador, y no es mi cometido juzgaros, ni tampoco conozco la voluntad de Dios. Sin embargo sí que es mi obligación el conseguir alimento para mis hijos, y que tengan, para llevarse al estómago, algo más que agua. —Juan se dispuso a marchar pero antes dijo a Jesús—: Debo irme Jesús de Nazaret, pero decidme, ¿necesitáis que os ayude de alguna manera? Sin que ello, por prudencia, ponga en peligro mi libertad y por ello la vida de mis vástagos. ¿Queréis la mitad de esta torta de pan que traigo para pasar el día?

El cielo había enrojecido repentinamente al brotar el sol detrás del horizonte, y con él despertaron bandadas de aves que se levantaban y volvían a posarse fustigadas por el ladrido distante de unos perros. A causa de la intensidad ensangrentada de las primeras luces, Juan, de espaldas a aquel espectáculo celeste, se presentaba ante Jesús como una mera sombra sin rostro, un bulto negro del que brotaba una voz sincera y terrenal.

—Os lo agradezco —dijo Jesús—, sois una persona buena, y la devoción que profesáis por vuestros hijos es digna de admiración. No necesito que compartáis conmigo vuestro alimento, pero vuestra oferta os honra. Guardad el secreto de que me habéis visto, y con ello partid en paz.

Cuando Juan finalmente iba a girarse hacia el río para irse, de la negrura saltó una figura que lo atrapó y lo agarró por la espalda. El asaltante le puso un hocino, un cuchillo en forma de hoz, en el cuello, impidiéndole cualquier movimiento ante la amenaza de rebanárselo. Por la sorpresa Jesús se sobresaltó y notó que por el espasmo una herida se le había abierto, pero aguantó el dolor atento a la inesperada nueva situación.

—¿Qué queréis? —solicitó Juan el Hidrófago, percibiendo al hablar el frío filo del arma en su nuez.

—¿Jesús, sois Jesús verdad? —lanzó el captor de Juan dirigiéndose a Jesús.

—Sí soy Jesús de Nazaret —respondió con apremio—. ¿Sois Juan? ¿Os han enviado mis hermanos?

—Sí, soy Juan Eósforo —respondió ofuscado por la aurora, que tan solo dejaba entrever de su rostro una tupida barba blanca y una frente arrugada—, me reclutó vuestro amado Judas Iscariote, para salvaguardaros y auxiliaros después del martirio de la crucifixión. Jesús, quiero ser vuestro alumno, que me toméis como discípulo y me iluminéis en los misterios. Este hombre os ha visto, ¿qué haremos con él? ¿Debo matarle? ¿Queréis que esta sea la primera prueba de mi abnegación por vos?

—¡No! —exclamó Jesús de inmediato, y siguió algo alterado—: Por Dios, sea quizás este, el más inocente de todos los hombres de Judea. Dejadlo. El señor en los cielos no exige sacrificio alguno, y menos el del prójimo. El sacrificio es una ofrenda del hombre a Dios, y solo se puede ofrecer lo que uno tiene, que es uno mismo. Dejadlo, por favor, Juan Eósforo.

Receloso de la petición de Jesús, Juan Eósforo dudó, apartó por un par de veces la cuchilla del cuello de Juan el Hidrófago, pero no estaba nada convencido.

—Mi señor —dijo al fin Juan Eósforo—, ¿estáis seguro? Este hombre puede delataros, podría difundir la noticia que os ha visto tras escapar del sepulcro. Debe morir por el bien de vuestra lucha.

—Juan el pescador no dirá nada, llegué a un acuerdo con él —contó Jesús— antes que lo atacarais sin motivo. Y si lo hiciera, si contara algo, no importa: su vida vale más que mi fracaso. Solo Dios posee la potestad de quitársela, y nosotros no somos dioses. Soltadlo, por favor.

Juan Eósforo atendió a los ruegos de Jesús y liberó al pescador, que inmediatamente se apartó de los dos y recuperó su cayado, que había caído por los suelos. Sujetándolo con firmeza y dispuesto a utilizar el palo para defenderse si era necesario, Juan el Hidrófago miró primero al otro Juan y después a Jesús. Dijo «Estáis locos», y acto seguido se alejó con cautela, sin darles la espalda, para fundirse en las sombras del amanecer y el gorgoteo del riachuelo.

Entonces Jesús escrutó a Juan Eósforo, que se mantuvo inmóvil, en guardia, con el hocino bien prieto por su mano derecha. Era un hombre mayor pero fuerte, alto y musculoso, de encrespada barba blanca y ropas raídas. En sus ojos se entreveía una necedad feroz, que le otorgaba una determinación similar a la de Jesús, aunque por motivos bien diferentes. Desde el suelo, Jesús vio en Juan Eósforo la parte más oscura y animal del alma humana, y entendió que aquello era en lo que podía llegar a convertirse su doctrina si no se tenía cuidado en comprender en profundidad el significado de las enseñanzas de Dios. En nombre del bien más de uno podía terminar acaeciendo artífice del mal, y Jesús se planteó si él mismo no habría cometido un pecado semejante. En la mente de Jesús cada vez existían menos barreras, le costaba más distinguir los límites: primero había sido entre pobres y ricos, después entre hombres y mujeres, entre gentiles y judíos. Poco a poco en su mente habían ido desaprendiendo todas aquellas diferencias que socialmente se aceptaban como naturales. Durante el martirio en la cruz, había terminado hasta dudando de su lucha, de la diferencia entre el bien y el mal, de la misma existencia de Dios. Y al gritar la señal acordada para que le suministraran la droga: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», sintió realmente aquellas palabras, y dudó de la verdadera bondad de sus actos.

—Os llevaré a mi casa —dijo Juan algo nervioso—, ahí podréis descansar y mi mujer os sanará.

—Juan Eósforo, decís querer ser mi discípulo, mi hermano:  ¿entendéis por qué no podéis  matar   en mi nombre? —reclamó Jesús, aún aturdido por la contienda.

—Sí, distinguido maestro —murmuró Juan con un atisbo de remordimiento y a la vez de incomprensión en sus palabras.

—Bien, no os preocupéis —dijo Jesús, a sabiendas que Juan mentía.

El hombretón ayudó a Jesús a levantarse, se acuclilló, y con prodigiosa facilidad lo alzó sobre su espalda. Con el herido en el lomo Juan Eósforo emprendió el camino hacia su casa, resiguiendo el riachuelo en dirección Sudeste. El cielo anteriormente anaranjado había virado a un amarillo apagado cuando cruzaron un enlosado de grandes piedras que servía de puente, y siguieron a través de un pequeño valle dejando atrás las afueras de Jerusalén. Jesús no daba crédito de la fortaleza de aquel hombre, que ni se quejaba ni parecía desfallecer por acarrearlo tan largo camino. Al término de una pendiente, llegaron a un llano protegido por las protuberancias del terreno que lo cercaban, y al fondo, bajo una pared de roca, apareció una choza iluminada por el fuego del hogar. No tardaron en llegar, aunque durante el trayecto se había hecho ya de día. Afuera de la casa un perro ladraba atado, y unas gallinas cacareaban en su corral.

—Mujer, prepáranos algo caliente —dijo Juan nada más entrar, y descargó a Jesús sobre una pila de mantas, un lecho blando pero que desprendía un intenso olor a cordero.

Jesús se incorporó, y vio a la mujer de Juan corretear de una estancia a otra. Al fondo dormían dos niños, que despertaron al instante, pero no salieron del resguardo de sus mantas, y permanecieron pasmados observando a Jesús.

—Gracias por auxiliarme, Juan Eósforo —dijo Jesús, abatido.

—Distinguido maestro, haré lo que haga falta para que me aceptéis como discípulo. Os vi predicar junto la piscina de Siloé y quedé prendado de vuestra sabiduría. Después, me contaron todos los milagros de los que habías sido autor, y tuve el convencimiento de que debía entregarme a vuestra tutela, para aprender los misterios de los que dicen sois conocedor. ¿Me aceptaréis?

—Sois vos, Juan, quien debéis aceptar las enseñanzas del padre en los cielos, no al revés. Si queréis aprender, yo os enseñaré el camino, pero sabed que no es un camino fácil, ni rápido, y exige sacrificios. —Jesús tosió y esputó algo de sangre—. Pero para que una casa sea firme debe ser erigida con piedra, y no con arena —terminó con gran esfuerzo a causa de un terrible dolor que le subía del estómago.

—Acepto vuestra enseñanza, la acepto sin condiciones —se apresuró a decir Juan.

—¿Estos son tus hijos? —indagó Jesús mirando a los tímidos niños. Uno debía tener 10 años, el otro apenas 5.

—¡Venid aquí mequetrefes! —voceó Juan—. Acercaos o os castraré ahora mismo. —Y blandió el hocino amenazadoramente.

Los niños corrieron hasta donde estaban los adultos, con la rigidez que les confería el miedo, y se cogieron de la mano entre ellos.

—Estos son, distinguido maestro, mis hijos Juan pequeño —dijo Juan refiriéndose al mayor— y Simón. —Su mujer había vuelto ya a la sala, y estaba de espaldas atareada junto al fuego cuando la llamó Juan—. Judith, ven tú también, que nuestro invitado conozca a toda la familia.

Ella se apresuró a cumplir la orden, y se puso en fila al lado de sus hijos. Era una mujer joven y bella, con la cara marcada por innumerables palizas que no habían logrado apagar el brillo de sus ojos.

—Seáis bendecidos por la bondad de Dios —dijo Jesús con ternura, y se acercó, y acarició la tez del mayor de los chicos—. Juan, he aquí la enseñanza del padre de todos los hombres: haced a los otros lo que queráis que os hagan. Si aspiráis al amor de Dios, primero amad a los vuestros.

—Los amo maestro —señaló Juan—. ¿Cómo no amar a un brazo o a una pierna? Pero Dios me los ha dado y deben servirme; vos sabéis que la mujer es malvada y traicionera, y los hijos tercos y holgazanes, y siendo yo la cabeza de este cuerpo, bien debo guiarlo e instruirlo como es debido. Un perro sin adiestrar es tan peligroso como una mujer sin miedo, ¿no creéis maestro?

—No Juan, ellos son tan hijos de Dios como nosotros —respondió Jesús—. Amad a los débiles.

—Vos no tenéis hijos ¿verdad distinguido maestro? He oído que sois célibe.

—Mis hijos son mis discípulos, que como semillas, han sido plantados por Dios para que difundan su mensaje. Amad a los débiles —repitió.

—Como queráis —aceptó Juan con recelo, y con un gesto indicó a su mujer y a sus hijos que se marcharan.

Jesús se cuestionó si podría llegar a torcer el alma de aquel agreste campesino, tan alejado como se presentaba de las doctrinas del amor incondicional que él promulgaba. «Vienes a por el poder terrenal Juan, y volverás con el poder de Dios», se alentó Jesús, seguro de que sería capaz de convertirlo, como había hecho con tantos otros.

Tras una comida que Jesús tuvo que rechazar, pues el estómago le ardía de dolor, la mujer de Juan, Judith, se encargó de limpiarle los pies al invitado y quitarle el sucio lino que aún llevaba. Con delicadeza ceremonial la mujer limpió sus heridas, y lo acarició tal que una madre. Mientras lo hacía, Juan había salido a por leña, y Jesús no pudo evitar tener una semierección ante los cuidados y mimos de Judith. Fue en parte por la mirada de ella, donde Jesús creyó adivinar un albor de lujuria. El celibato que había asumido, y puede que también la cercanía de la muerte, ahora despertaban en Jesús un erotismo que no podía controlar. Se sintió avergonzado y se recriminó internamente tales pasiones. Ella lo ignoró, asustada, ni por asomo excitada.

Cuando regresó Juan Eósforo, Jesús yacía recostado y medio dormido, atormentado por dolores intestinales.

—¿Cómo os encontráis? —preguntó Juan.

—Dios me castiga por mis pecados  —respondió Jesús—. Debo ir a Galilea, debo recobrar fuerzas.

—Debéis descansar. Si Dios ama a los débiles, os querrá sobremanera ahora mismo —bromeó Juan con tal chascarrillo, frase que había estado confeccionando durante su ausencia.

—Tenéis razón —aceptó Jesús—, muerto no podré ir a Galilea.

Judith estaba recogiendo unos bártulos al fondo de la sala, y para hacerlo había inclinado el torso sin doblar las rodillas. Jesús se quedó mirando su trasero. Juan lo vio, y también el deseo que emanaba de sus pupilas.

—¿Puedo haceros una pregunta distinguido maestro?

—Hablad.

—¿Por qué habéis optado por el celibato y el ascetismo? ¿Cómo Dios puede desear el sufrimiento de sus fieles? Si todo fuéramos célibes, ¿verdad que el mundo terminaría?

—El mundo ya se está acabando —respondió Jesús, sombrío, con apenas fuerzas—. Hay que purgar nuestros pecados, pues no queda mucho para que Dios descienda y nos juzgue. Por eso en estos tiempos de tribulaciones hay que practicar la ascesis y la castidad, porque el fin de los tiempos está cerca, y el templo no tardará en ser destruido.

Después Jesús se durmió, y soñó con el reino de los cielos, en un mundo de bondad y hermandad donde las atrocidades que conformaban su realidad se habían esfumado. Soñó con la igualdad de los hombres, con la libertad de los subyugados, con el fin del pecado. Y soñó también con manantiales de leche y manzanos frondosos, en un jardín donde nunca se ponía el sol.

Pero horas más tarde, cuando Niván ya había dejado de observar el pasado, Jesús despertó y se entristeció en ver que todo seguía igual. Había sido solo un sueño, solo el sueño de un hombre.


Primero vino la felicidad, la despreocupación y el sosiego, pero pronto aparecieron también la monotonía y el aburrimiento. Niván echaba una mano en trabajos cotidianos, asesoraba a Eriaba, cubría periódicamente a Matra, pero la mayor parte del tiempo se encontraba desocupado, y una desagradable sensación de hastío crecía en él, y se sentía culpable por ello. ¿Es que no quería ser feliz? —se recriminaba ante tales sentimientos—. La agitación delirante de su vida en el transcurso de los últimos tiempos le había acostumbrado a mantenerse activo, a estar alerta y ocupado. Nada que ver —se daba cuenta desde la distancia— a su actitud pasiva y civilizada de meses atrás, antes de que diera comienzo toda aquella aventura. Y es que él no era el mismo, pero tampoco el mundo seguía siendo el mismo una vez abrió la caja que salvaguardaba sus oscuros secretos.

Para distraerse, Niván llevaba días dándole vueltas al origen de los libros que poseía Eriaba y que decía Petro había rescatado del abismo. O cavilaba también sobre lo parcial y sesgado que era en realidad su conocimiento, o el de cualquier otro ciudadano común, respecto a la verdadera situación de la humanidad terrícola. Se aceptaba por lo habitual que en la actualidad en el planeta solo quedaban los descendientes de los Ordenados, y que los disidentes o aquellos que no respetaban las leyes básicas de convivencia eran expulsados al caótico planeta verde. Pero si siquiera en un reducto como el extractor del núcleo, ya se reunía una comunidad aislada que tenía constancia de tantas otras personas que escaparan de la sociedad, qué cabría esperar que atesorara el globo entero. Por estadística muchos otros camparían ocultos por ahí. ¿Cuántos grupos humanos habría dispersos, escondidos y coexistiendo, sin que nadie lo supiera, con aquella civilización corrompida que se jactaba de ser justa y libre? —se cuestionaba Niván en una especulación recreativa e indolente—.

Puesto que tenía la oportunidad, Niván creía que debía indagar un poco más sobre la procedencia de los libros de Eriaba. Puede que se revelara algún misterio del pasado, o que diera con una biblioteca escondida o exhibición arqueológica abandonada, pero en cualquier caso, sería una actividad entretenida que lo rescataría del aburrimiento.

Esperó a una tarde después de comer, cuando Petro se alejaba en dirección a las granjas. Niván corrió a darle alcance.

—Petro, espera, quiero pedirte algo —le detuvo.

—Eh Ni. ¿Qué quieres? Petro es bueno, te ayudaré en lo que quieras.

—Petro, enséñame el abismo.


[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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