Espejos circunflejos: C. VII




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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TOMO SEGUNDO

CÁPSULA VII
EN LOS LÍMITES DEL PARAÍSO

Cuando despuntó el sol en las montañas, y sus rayos de calidez benigna consiguieron filtrarse entre las ramas, Niván despertó entumecido. Había conseguido conciliar el sueño unas horas atrás a pesar del frío de la madrugada, aun así tenía la amarga impresión de no haber descansado nada en una noche que le resultó interminable. Aquel era un despertar ingrato, sin comparación posible con sus plácidas mañanas contemplativas en la matriz. Aquí en el bosque, la incomodidad de las piedras que se clavaban en la espalda y los rigores de los cambios de temperatura hacían inviable yacer tranquilo a un hombre desnudo como él, desprovisto de cualquier utillaje civilizado. Pero desde luego el frío había sido lo peor de la experiencia, un frío húmedo que caló los huesos a Niván e hizo que se acurrucara en un corte de tierra para protegerse del viento, un frío que pese a su saludable complexión física, le había hecho dudar de si llegaría con vida a la mañana siguiente. Terminado el suplicio nocturno con el alba, el precio de la lucha por sobrevivir se manifestaba ahora en un dolor agudo en las articulaciones y un malestar generalizado. Aunque estas secuelas quedaban compensadas considerablemente por el gozo ancestral de la luz directa del sol lamiendo algunas zonas de su maltrecho cuerpo, en un placer austero pero intenso que le recordaba que todavía vivía.

Sin galletas Orprix ni té con leche de yak con que amenizar la mañana, orinó en un arbusto y fue hacia una área despejada cerca de un barranco. Se sentó en la hierba para que el sol le calentara, y cerró los ojos 5 minutos. Niván tenía la sensación de haberse liberado de una pesada carga, quizás por asumir que con probabilidad moriría en las próximas semanas, puede que por creer que al alejarse de todos aquellos a quien amaba, la soledad le confería el privilegio de no tener que preocuparse por nadie, tan solo de él mismo. Pensó en qué haría, en cuáles eran la acciones a tomar una vez llegado a ese punto de no-retorno. De primeras —se dijo—, tenía que solucionar la cuestión del frío y su completa indefensión frente los caprichos del clima. Desechando el auxilio que comportaba utilizar la médula para obtener información, pues mantenía el enlace desactivado por miedo a que lo rastrearan, ni ninguna arca de generación accesible, en medio de aquel entorno natural salvaje Niván se sentía como un ser débil y torpe. Mientras cogía temperatura igual que un lagarto, tomó consciencia de cuán inútiles eran los seres humanos sin el amparo de les herramientas y los entornos utilitarios en que desde hacía milenios vivían. Tanto la ropa, las casas, cualquier artefacto, o hasta el mismo conocimiento, eran entidades culturales que una persona por sí sola no podía recrear, presentándose indefensa a partir únicamente de su condición meramente animal. El intelecto —especuló entonces—, era la única arma real que tenía en su haber para afrontar la situación. Hasta la memoria del hombre se le antojaba a la sazón defectuosa: los recuerdos solían ser vagos y confusos, e incluso habiendo contemplado con sus propios ojos en los reflejos cómo se desenvolvían las gentes primitivas del pasado, tales imágenes aparecían inconexas y puntuales en su mente, y de poco le servían. En cambio, en el bulbo de almacenaje que tenía en sus manos se concentraban algunos de aquellos reflejos con una definición prodigiosa, precisión y detalle ahora inalcanzables para su cerebro. Ciertamente era una pena que no quisiera encender el enlace para visualizarlos, impedido por el miedo a ser localizado si lo hacía. Si bien él conocía el principio que determinaba que el enlace no funcionaba de esa manera, dado que por motivos de seguridad la conexión tenía un solo sentido y el propietario decidía cuándo dar acceso o enviar cualquier información, a estas alturas Niván ya no se fiaba de ningún supuesto, y albergaba la convicción paranoide de que quienes le buscaban poseían los medios necesarios para encontrar el método de saltarse dicha traba de seguridad y darle caza.

—Refugio, alimento y agua —se repitió en voz alta Niván antes de levantarse, para cerciorarse de que le quedaban claras las prioridades.

Puesto que era temprano, Niván decidió abordar la empresa de intentar cazar algo para comer, e inspeccionó los alrededores en busca de elementos naturales que le pudieran servir a su cometido. Le costó más de lo que esperaba encontrar alguna rama recta y resistente, que no fuera demasiado gruesa ni demasiado fina, y al hallarla la arrancó de cuajo cayéndose de espaldas. Después, propinándole golpes con una piedra angosta, pretendió darle punta, pero solo consiguió machacar una madera tierna y hebrosa en exceso, aunque estirando las fibras resultantes logró darle algo de forma. Seguidamente limpió las ramitas que quedaban en el tronco. Invirtió más de una hora en estas labores, y exhausto, se sentó en una roca para admirar su obra: era la peor lanza que jamás hubiera contemplado, pero bien que con algo se debía empezar —se consoló—.

Con andar furtivo, se inmiscuyó en una zona espesa repleta de arbustos y pinos. El cantar de los pájaros y los ruidos del bosque cesaban instantáneamente cuando él se acercaba, evidenciándose que aún le quedaba mucho que aprender en cuanto a sigilo, pero no desistió en su empeño, y estuvo un buen rato dando vueltas. Viendo que aquello no funcionaba, se ocultó detrás de unas zarzas, y silencioso, dejó el bulbo de almacenaje en el suelo y esperó a que el bosque, siempre alerta, se olvidara de él.

Al fin, tras un largo periodo de acecho, un gracioso conejo gris apareció dando saltitos a una distancia razonable para darle caza. Era su oportunidad, y no queriendo estropearla, restó inmóvil observando los movimientos del animal. Inicialmente el conejo se acercó unos metros, pero más tarde reculó, y luego volvió a aproximarse a Niván. Quedando entonces a escasos metros del escondrijo, el conejo se detuvo bruscamente y husmeó el ambiente. Se dio media vuelta e iba a alejarse cuando Niván entendió que probablemente le hubiera olido, y saltó de las matas dispuesto a ensartarlo en su triste lanza.

Antes que Niván brotara por completo de detrás de la maleza, el conejo ya había iniciado una veloz carrera ladera abajo. Como pudo Niván lo persiguió a amplias zancadas descontroladas, que además de no reducir la distancia con la presa, terminaron echándolo por los suelos, rodando hasta topar con un pino. Todo fue muy rápido y Niván se juzgó patético una vez acabó de dar vueltas, considerando conveniente estudiar una estrategia de caza más sofisticada como condición previa a un segundo intento. Asimismo, pasear el bulbo arriba y abajo era muy poco práctico, y acabaría olvidándoselo en cualquier sitio. Quizás —se planteó—, debía proveerse de algunos útiles básicos, ropas y una bolsa para el bulbo, antes de proseguir con su aventura de supervivencia en solitario por el monte, aspiración que viendo sus actúales habilidades, Niván se preguntaba si no era una quimera imposible para alguien como él.

Con la espalda colmada de tierra y pinaza se levantó, recogió el bulbo y emprendió el camino hacia la planicie que seguía a la ladera de la frondosa montaña, donde sospechaba que con facilidad localizaría una matriz de la que obtener sus requerimientos. Solo tenía que ser amable, y con algún embuste, convencer a su inquilino de que le facilitara aquello que necesitaba. Podía decir —maquinó mientras descendía—, que estaba practicando, por ejemplo, una suerte de actividad lúdica de campo, que estaba de viaje por la naturaleza, y que durante la noche un animal (puede que un rebeco) le había substraído todo el equipo de acampada. Podía decir que, estando muy lejos de su vivienda, necesitaba que lo auxiliaran para proseguir con su excursión. A fin de cuentas, no sonaba tan extraño: en la sociedad moderna cada cual hacía lo que le gustaba para entretenerse, y había muchos aficionados al alpinismo o a la escalada, aunque también fuera cierto que pocos se aventuraban a dormir al raso, principalmente, además de por los riesgos evidentes, porque no descansar en la cama de la matriz te hacía envejecer. Desnudo y por ende falto de pruebas que sustentaran la historia que elaboraba como cuartada, Niván creyó que sería mejor improvisar los detalles de su relato a su debido momento, y si se daba el caso, ya justificaría con cualquier patraña los pormenores.

Bajando en eses la pendiente que se agudizaba a medida que descendía, dio gracias por llevar puestas al menos las zapatillas, único presente que aún le quedaba del mundo que había decidido abandonar. Sin ellas, andar campo a través hubiera sido inviable, un martirio que se alegraba de no tener que padecer. Suficiente tenía con los arañazos, superficiales pero dolorosos, que infringía la vegetación en su cuerpo desnudo. Se preguntó si estaba realmente preparado para dar la espalda a la civilización, y habitar perdido por aquellos u otros parajes ajenos a la modernidad. No eran exclusivamente los aspectos más prácticos lo que le preocupaba, sobrevivir era solamente una faceta de su potencial futuro salvaje. El aislamiento, la soledad, no tener a nadie con quien hablar, ¿eso lo soportaría? O caería en la locura, y se tornaría un espectro errante tan perdido y triste como el Inmortal con que se cruzó la mirada en el refugio de los elubjín. Qué lejos quedaba ahora aquel incidente —suspiró Niván—, que se le presentaba actualmente nimio, sin importancia. El miedo a la oscuridad que había experimentado al descender al pozo de los Inmortales, le parecía hoy por hoy insignificante e infantil. En su mente aquello eran residuos del recuerdo de una existencia trivial aunque feliz, una existencia que sentía ajena, que dudaba hubiera sido alguna vez parte de su vida. Si no fuera porque en su mente residía la convicción de que si se entregaba a la sociedad lo eliminarían, de buen grado hubiera aceptado que lo expulsaran a Marte, que era el mayor castigo imputable según las leyes, y empezar ahí de nuevo su vida con los colonos convictos. Aunque creía firmemente que visto lo visto, aquella posibilidad no debía contemplarla, dado que no podía confiar en el proceder normal de la justicia en su caso en particular.

Llegado el mediodía, caminando sediento por una llanura ligeramente arbolada, Niván vislumbró tras una protuberancia del terreno la cúpula parda y translucida de una matriz, presentándose así finalmente su oportunidad de conseguir algo de alimento y herramientas. Se detuvo para meditar unos instantes cómo acercarse, y rememoró por última vez los hechos imaginarios que conformaban su historia, insistiéndose en que debía mostrarse seguro y despreocupado. Niván no se consideraba un buen mentiroso, a menudo balbuceaba al hacerlo y en ocasiones su simple tono dubitativo parecía que albergara falsedades, incluso cuando lo que decía era totalmente verídico. Tenía que actuar con naturalidad —se repitió—, y no pensar en el embrollo en que se hallaba inmerso, sino solo en su versión ficticia de la razón por la cual estaba ahí: una simple excursión. Automáticamente se percató de que como más dilataba la acción de acercarse a la matriz más nervioso se ponía, y emprendió la marcha dejando atrás sus dudas. En definitiva, lo peor que podía ocurrirle es que descubrieran que no decía la verdad, y en tal caso siempre estaba a tiempo de escapar e irse a otra casa.

Al entrever por completo la matriz, Niván sospechó primeramente que nadie había, pero al momento distinguió aliviado una silueta detrás del arca. Se trataba de una mujer rubia, con dos largos mechones de cabello que saliendo de la parte superior de su frente iban a juntársele en la espalda, enlazándose en una trenza que le descendía por la columna vertebral. Comía algo de un cuenco, y parecía distraída mirando hacia el lado opuesto de donde venía el fugitivo novato. Cuando Niván alcanzó un punto que considero suficientemente cercano a la casa, se plantó a la espera de que la inquilina se girara o fuera a dejar el recipiente de la comida y le viera. Más que nada, no quería darle un susto, y esperar a unos metros le parecía lo más respetuoso, por lo menos hasta que ella le invitara a entrar. Pero pasaron los minutos y la chica no daba señales de querer cambiar de postura ni desplazarse, inmersa como estaba en sus pensamientos o puede que en algún entorno de subrealidad. Mientras aguardaba Niván la inspeccionó, tanto a ella como a su vivienda: el dorso pálido y sin ropa de la muchacha se arqueaba dibujando una grácil curva que terminaba en su trasero, voluptuoso y torneado, aposentado en un compacto taburete moderno. Por su constitución y su piel ligeramente ambarina, Niván dedujo que la cama de la matriz no debería tener demasiado trabajo para mantenerla imberbe, y admiró la delicada trenza que quedaba bajo su calva, y se preguntó cómo la confeccionaría ella sola. Además de la mesa en que la chica apoyaba los codos mientras bebía una sopa, el resto de muebles eran de la misma factura que la matriz, cenicientos y porosos, sin denotar a primera vista la pertenencia a ninguna Cepa de conocimiento en concreto. Eran muebles actuales, comunes y funcionales, y tan solo un puñado de margaritas dentro un vaso encima una mesa daban una nota de color a tanta sobriedad.

Impaciente, Niván se desplazó unos metros hasta quedar perpendicular a la ocupante de la matriz, con el claro propósito de ser detectado y no aumentar más la angustia de permanecer expectante. En eso, ella lo vio por el rabillo del ojo, y tras dejar de lado sus cavilaciones y el cuenco, observó a Niván con sorpresa e intriga. El descubierto intruso activó momentáneamente su enlace —se había prometido que esta era la última vez que lo utilizaría— y recurrió a un enfático saludo con la mano que fue acompañado de una amplia sonrisa para demostrar cercanía. Presa de una creciente curiosidad, ella transfirió un «hola» perplejo desde dentro la matriz.

~Hola —respondió Niván—. Perdona que te sorprenda así, soy Niván… Wasiworo —y aunque utilizó su nombre de pila, por si acaso, tuvo la licencia de apropiarse del apellido de Xuga—, de este mismo nodo, pero vivo en la zona Oeste, lejos de aquí. No te lo vas a creer —rió nervioso—, verás, estaba de excursión… pasando unos días en medio de la naturaleza… y por la noche un animal se me ha llevado el material de acampada que traía… y la ropa. Me he quedado sin nada.

El silencio expectante que siguió a la explicación provocó que Niván forzara más si cabe la sonrisa.

~Yo soy Ileni Gadacedu. Sí, creo, creo que te tengo visto del foro… vaya temeridad, irse de acampada uno solo. Si te pasa algo y se te daña el enlace nadie iba a enterarse. —La chica reparó en el bulbo que llevaba en la mano y la mirada se le tornó perspicaz—. ¿No habrás dormido al raso? ¿Dónde tienes el habitáculo?

~No… No llevaba encima ningún habitáculo, solo una piel térmica y algunos trastos, pero se me han llevado la bolsa donde lo trasportaba todo, y lo he dejado en el sitio donde acampé porque era un engorro moverlo a brazos. He creído que no tardaría en encontrar una matriz, teniendo en cuenta que estoy aún en los dominios del nodo —contestó rápidamente Niván.

~Ah, de acuerdo —se dio por satisfecha Ileni—. Pasa hombre, pasa —ofreció ella dándole acceso a la matriz—. Son gente como tú los que después más trabajo me dan, tendrías que ser un poco más prudente.

~Gracias.

De la membrana translucida de la matriz brotó una raja vertical, que Niván atravesó para internarse en la casa. Una vez hubo cruzado la hendidura, esta volvió a solidificarse, y él se quedó quieto sin tocar nada, a escasos centímetros de la pared, no queriendo perturbar la paz y el orden de la morada de la desconocida.

~Cuéntame Niván Wasiworo, ¿en qué puedo ayudarte? ¿Quieres que avisemos a alguien?

Aunque Niván teóricamente hubiera podido llamar a quien quisiera a través de enlace, Ileni pretendía recordarle que podía haber alguien preocupado por su situación de desamparo en medio del bosque y quizás deseaba comunicarle que había encontrado ayuda.

~No —se apresuró a transferir Niván—, solamente quería pedirte que me permitieras generar algún utensilio y ropas, con eso me bastará. Bueno, y algo de comida.

Al pensar en alimentos el estómago de Niván rugió, y la chica, con una actitud distendida, se acercó a él y lo cogió de la mano, examinándolo de reojo.

~Estás hecho una porquería —transfirió mientras lo llevaba hacia la bañera—, parece que te hayas revolcado por el fango como un cerdo. Pásate por agua mientras te genero algo de comida. ¿Qué quieres?

~Lo mismo que tú estabas comiendo estará bien.

~¿Sopa de mijo?

~Sí. Sopa.

Niván agradeció la cortesía y la posibilidad de limpiarse como era debido. Se sentía sucio y magullado, y era posiblemente la higiene, aquello que opinó echaría más en falta del mundo civilizado a partir de entonces. Pensó, mientras se deleitaba con la calidez del agua, calor que tomaba una importancia hasta entonces desconocida, que también podía optar por vagabundear de casa en casa, sin aislarse totalmente del mundo, viviendo de la caridad y hospitalidad de la gente. Miles de matrices anónimas podían proporcionarle el sustento necesario para sobrevivir; sin embargo tarde o temprano lo descubrirían, además, no podía seguir utilizando el enlace, era demasiado peligroso. Ahora aún conservaba una apariencia normal, pero con el tiempo, Niván sabía que el pelo le crecería errático, y los síntomas del envejecimiento harían acto de presencia en su cuerpo, exponiendo su condición de no-ciudadano. Cuando aquello ocurriera, la mayoría lo confundiría con un exiliado fugitivo, y avisaría al nodo. En cierta forma, es lo que era.

Después de poner a generar la comida para el invitado, Ileni se terminó su cuenco al compás que examinaba con la vista el cuerpo de Niván, las laceraciones de sus piernas y unos moratones que tenía en el costado, en el dorsal ancho izquierdo. Ella no le quitaba los ojos de encima, incluso cuando sorbía ruidosamente la sopa y alzaba el recipiente, su mirada persistía observándolo por sobre el filo cerámico. No es que Niván se sintiera del todo cómodo con aquel repaso exhaustivo, pero entendía la situación y perdonaba que Ileni lo juzgara y analizara con tanto descaro, compensado con creces por el ansiado baño y la comida que iba a brindarle en breve. Al limpiarse Niván el pene, este aumento de tamaño por la estimulación, e Ileni, que ya había aparcado el cuenco a un lado, comenzó a acariciarse la zanja de su vagina distraídamente, a modo de juego inconsciente. Aquello pareció distender a la chica y su afán exploratorio, y Niván lo reconoció como un signo de confianza.

~Cuéntame, ¿en qué Cepa participas Niván Wasiworo? —curioseó ella.

Niván dudó un instante, mientras decidía qué rol adoptar en la farsa.

~Soy… estoy en la Cepa de la Vida, estudio biotectura.

~¡Ah! Pues yo soy cirujana, suelo estar por el hospital.

En realidad tampoco era necesario mentir en todo —se recriminó Niván—, y se arrepintió de haberlo hecho también sobre su ocupación, aunque ya había dado comienzo a la ficción y ahora debía mantenerla.

~Hace poco que me introduje en la Cepa, no soy ni aprendiz… —se excusó previendo que al ser cirujana, Ileni, enseguida repararía en la noción meramente elemental de biotectura que él poseía—. He estado durante muchos años vinculado a la Cepa del Tiempo, en la Rama de Macrofísica, estudiando las estructuras y dinámica estelar.

Encontró Niván que así se cubría con mayor facilidad, saliendo airoso de su error inicial. Sin inventarse demasiado si la situación no lo requería, evitaría meter la pata con incongruencias, y le permitía conversar más relajado.

~¿Y por qué lo dejaste? Si llevabas varios años ya tendrías una cierta reputación, ¿no? Empezar de cero en una Cepa a… ¿Qué edad tienes?

~Treinta y ocho.

~Bueno, todavía te queda mucha vida por delante —concedió Ileni—, pero aun así es una pena. Cuéntame, ¿qué te llevó a dejarlo?

~Verás Ileni Ga… Gadacedu, fue, lo decidí… —Niván hizo tiempo frotándose los pies y limpiando las cavidades entre dedos, simulando que estaba enfrascado en una tarea que requería de gran concentración—. Verás, de joven siempre quise estudiar biotectura, me apasionaba el trabajo que hacéis vosotros, los cirujanos, pero al final me decanté por la física. Persistentemente me he preguntado en los últimos años qué hubiera pasado si mi elección hubiera sido otra…   y bien, al fin me he decidido  a comprobarlo. —Niván se felicitó internamente por la coherencia de la media mentira—. Mi reputación nunca fue gran cosa en la Cepa del Tiempo, la verdad es que he sido un astrónomo algo mediocre. Así que tampoco pierdo mucho.

~Vaya, eres valiente —transfirió Ileni, que estaba sorprendida por la atribución de insuficiencia que acababa de otorgarse Niván al señalar que era un mal astrónomo. La excelencia en la Cepa escogida y la capacidad intelectual eran las facetas más valoradas en la sociedad, y pocos declaraban sus carencias abiertamente—. ¿Y no te importa no llegar a ningún sitio? ¿Has tenido alguna pareja procreativa ya?

«¡Vaya con las preguntitas!», pensó Niván, un poco harto de que justamente en dichas circunstancias, en que cada cuestión que le planteaba Ileni representaba un riesgo y le suponía un esfuerzo, la habitante de la matriz no parara de lanzarle interrogaciones sobre su existencia pasada. Entonces recordó que Xuga le había explicado que tanto en el juego del ajedrez —que Xuga adoraba—, como en la vida misma, la mejor defensa era un buen ataque, y decidió abordar a Ileni con cuantas preguntas pudiera formular para no ser él el sujeto del interrogatorio.

~No, no he tenido pareja procreativa, ¿y tú? —y añadió —: Por cierto, ¿qué edad tienes?

~Cincuenta y siete, soy un poco mayor que tú. Y respondiendo a tu primera pregunta, no, yo tampoco he tenido aún pareja procreativa. Cuesta encontrar a alguien adecuado, que muestre una disposición equilibrada de las características humanas. A los cirujanos nos pasa a menudo que nos cuesta hallar con quién procrear: por una parte tenemos poco tiempo para relacionarnos con otras personas, la biotectura de alto nivel es una disciplina muy absorbente, y por otro lado, al conocer las señales somáticas y las implicaciones de ciertas características orgánicas solemos ser muy quisquillosos, siempre hay un “pero” para nosotros —transfirió con desenfado—. Pero cuéntame…

~¿Y si no encontrases a nadie? —le cortó Niván, que estaba haciendo gárgaras—. ¿Te importaría no contribuir al sustrato embrionario global?

~Pues claro. Todos queremos dejar una parte de nosotros en este mundo, por ello somos seres vivos, para perpetuarnos. Si no quieres procrear es que o bien tienes una disfunción cognitiva y te engañas, o bien eres defectuoso como organismo y por ello no trasmitirás tu código embrionario, y así se zanja el problema, pues no habrá una siguiente generación con esa tendencia antinatural.

~O puede —opinó Niván dejándose llevar por el entusiasmo del argumento que se le acababa de ocurrir—, que la procreación en la actualidad sea algo demasiado racional, y las fuerzas que instintivamente la fomentan, como pueda ser el sexo, hoy en día ya no tienen nada que ver con el sustrato embrionario global. Por ejemplo, si ahora practicásemos el sexo tú y yo, en otros tiempos te habrías quedado embarazada, y los argumentos racionales que te frenan para encontrar pareja procreativa serían inútiles ante tu deseo.

~Es una forma de verlo —aceptó Ileni—, pero no estamos en… la Era Media, ni la Ilustrada. ¿No dicen en la Cepa de la Memoria que el pasado, pasado está? —E hizo una pausa, cavilando algo que Niván ignoraba—. Ya que lo comentas —transfirió al fin—, si te apetece podemos fornicar.

La cocina del arca anunció que la sopa se estaba enfriando, generada hacía un rato, y Niván percibió un cambio en la actitud de la chica, notó que la insistente tendencia de Ileni a indagar, materializada en la batería de preguntas del comienzo, se habían esfumado, remplazada por un sosiego sensual que podía distinguirse igualmente por la brillante lubricación de su entrepierna.

~¿Te importa si primero me como la sopa? Estoy hambriento Ileni —rogó Niván, que habiendo finalizado el baño, se embadurnaba con aceite de romero.

~Como quieras. Mientras generaré algunos juguetes.

Aprovechando que la mujer estuvo ocupada buscando artefactos sexuales, Niván se tragó la sopa con avidez, agradeciendo no tener que atenderla a ella y a sus incómodas inquisiciones. Más tarde hicieron el amor en el suelo de la matriz, mezclando sus sentidos a través del enlace, gozando de la bidireccionalidad de la pasión. Niván asumía que quizás fuera esa la última vez en su vida, o por lo menos en un prolongado periodo de tiempo, en que podría practicar sexo con alguien. Por ello saboreó cada beso, cada caricia, cada empuje. De forma progresiva ella mostró más ímpetu en la actividad sexual, desembocando la creciente excitación en una exagerada violencia, que culminó cuando sodomizó a Niván y a ella misma con los apéndices sensibles que había generado. En el éxtasis, la sangre brotó de sus cuerpos y fue absorbida por el suelo de la casa, y de inmediato, tras eyacular, Niván se sancionó internamente por la insensatez de sus actos, que al dejarse llevar por la embriaguez de la excitación, habían acarreado lesionarse levemente. En otras circunstancia aquello no hubiera tenido la menor importancia, un buen sueño reparador en la cama de la matriz solía resarcir sin dificultad cualquier herida menor, pero el contexto en que se encontraba Niván le impedía tener acceso a dichas ventajas de la vida moderna. Por fortuna, Ileni se ofreció a curarlo tras lanzarle una vacilante y compasiva mirada, por lo que Niván asumió que ella era consciente de que de esa guisa su invitado no podría regresar a su matriz o proseguir su ficticio periplo por la naturaleza. Para tal propósito la cirujana generó unos instrumentos médicos y trató a ambos.

~Si no te importa generaré los aparatos que necesito —requirió Niván, cuando ella ponía el equipo médico a reciclar.

~No —dudó Ileni—, no tengas prisa. Yo no tengo que pasarme por el hospital hasta mañana.

~No deseo entretenerte más Ileni, debo seguir mi camino —presionó Niván, que le estaba cogiendo algo de afecto a la desconocida y no quería implicarla en su problemática, ni estar demasiado tiempo con el enlace activado.

Con una resignación que Niván no comprendió a qué venía, Ileni accedió con la cabeza. Intentando ser lo más ágil posible, por temor a ser detectado por la interacción, Niván rebuscó en la Gran Biblioteca de Alejandría los imprescindibles que consideraba iban a mejorar substancialmente su vida clandestina: ropas térmicas, una vara de caza e utensilios cortantes, una bolsa y un sintetizador de proteínas. La chica lo observaba con cierta incertidumbre, fijándose de forma alternativa en el bulbo de almacenaje y en los movimientos superfluos que efectuaba Niván para romper la rigidez, tales como frotarse las manos o acariciarse la nariz. Él daba gracias que Ileni no le preguntara nada sobre el bulbo, pero por otra parte le resultaba algo extraño, pues era un elemento realmente fuera de lugar que sin dudarlo llamaba la atención. Resuelto, cuando se generó la bolsa guardó el bulbo dentro, e Ileni se dio la vuelta, perdiendo la vista en la lejanía.

~¿Es tan apasionante como parece desde fuera la labor de los cirujanos? —preguntó Niván para reanimar a Ileni, que había enmudecido adoptando un porte taciturno.

~Es absorbente,   dedicada y  en muchos  casos   complicada —respondió ella sin girarse—. Cumplir el deber que exige la responsabilidad de poseer tal privilegio no es siempre tarea sencilla. Hay gran parte de filosofía moral en las Ramas elevadas de la Cepa de la Vida.

~Pensaba que la vida era siquiera lógica, física y química aplicada al algoritmo del fin de perpetuación. ¿Dónde hay moral ahí?

Todas las herramientas se habían terminado de generar, y Niván se estaba vistiendo con unas prendas cobrizas y una capa con capucha tono aceituna.

~La filosofía moral que se estudia en la Cepa de la Razón, no atañe solo a los jueces —explicó Ileni—, el fin de la perpetuación es en sí un fundamento moral primario. Creamos vida, pero nosotros no dejamos de estar vivos, también.

~Bueno Ileni, he terminado —declaró Niván, que ya portaba todos los bártulos encima—. Te agradezco que me hayas acogido en tu matriz, me has salvado… has salvado mi excursión.

~Lo siento —transfirió Ileni de espaldas—. No puedes irte.

—¿Qué?

~No puedo dejarte ir —sentenció Ileni con pesar en las palabras—. ¿Qué crees Niván Wasiworo, que soy idiota? Eres un fugitivo. Antes que me comunicaran que debía retenerte ya lo había deducido por mí misma: tus heridas, tu actitud, tus mentiras. No pareces mala persona, pero si te buscan para exiliarte es porque has quebrantado las leyes de convivencia del Despertar, y has decidido dañar la humanidad que te ha arropado sin pedirte nada a cambio, solo que respetaras a los demás.

~No lo entiendes Ileni, no he hecho nada —transfirió alterado Niván—. No quieren exiliarme a Marte. Es, es, es una conjura de… ¡van a asesinarme!

~Es inútil que intentes engañarme, Niván Wasiworo, si es así como te llamas. Por convenientemente que te hayas portado conmigo, entiende que no puedo dejar que te vayas y vuelvas a hacer lo que sea hiciste para que te condenaran. No es por mi bien, sino por el del resto de la sociedad.

—Te lo suplico Ileni… déjame ir. No voy a perjudicar a nadie —gimió Niván tal que un niño.

~Lamento que no lo pensarás antes. Eres como el brote de una epidemia. ¿Qué tipo de médico sería si te dejará ir para infectar a la gente sana?

En el tono mental pausado y débil de Ileni se advertía con claridad que no le resultaba nada cómodo acometer la tarea que su conciencia y las autoridades judiciales le imponían. A pesar de que estaba fuertemente convencida de la resolución tomada, la tristeza asomaba debajo de su firme semblante, y se giró con la intención de calmar a Niván y hacer la entrega a las instancias legales lo más llevadera posible. De manera imprevista al darse la vuelta se topó con Niván junto a ella, con actitud desafiante y pulso tembloroso, levantando la vara de caza que acababa de generar de forma amenazadora.

—¡Abre la puerta! —vociferó él—. ¡Abre la puerta o te llevaré conmigo a la inexistencia de la muerte!

Viéndose acorralado Niván había explotado en un delirio desesperado, y en el ardor que le hervía la sangre se sentía capaz de matar o hacer lo que fuera necesario para sobrevivir. Una estupefacta Ileni no supo reaccionar, y Niván la sujetó por el cuello estampándola contra la cáscara de la matriz.

—¡¡Abre la puerta!! —gritó con la mirada encolerizada y salpicando a Ileni con una ráfaga de cálida saliva.

Ella se hallaba completamente aturdida. Si bien poco antes estuvieron fornicando con una contundencia dañina, aquello había sido siquiera un juego, una diversión que acariciaba lo prohibido y de ahí manaba su erotismo, pero trasladar la agresión fuera de los límites del sexo era algo aberrante e incomprensible para las personas comunes. Tras cerrar los ojos con fuerza al ser impelida contra la pared, Ileni los había abierto exageradamente, y pasmada tardó en parpadear e intentar pronunciar un sonido inteligible. Aunque por la presión del pulgar de Niván en su nuez, las palabras apenas podían escapar de su garganta.

—Si me matas no podrás salir… —logró articular Ileni con esfuerzo frente la enrojecida faz de Niván, que daba la impresión de que iba a devorarla.

—¡No me importa! O escapo, o morimos los dos.

—Eso no tiene sentido… —Ileni empezaba a marearse, y los retazos de su voz se debilitaban por momentos.

Cuando Niván activó con su mente la vara de caza y la luz roja de señalización se dibujó en la frente de Ileni, esta comprendió que él iba en serio, y en su repentina enajenación estaría dispuesto a cumplir sus amenazas. Por ello decidió concederle su petición a cambio de su vida, e hizo que una entrada se abriera junto a ellos. Dada su actual blanda complexión la raja en la matriz ondeó levemente por la acción del viento, y al advertirlo Niván desvió en un rápido oteo su punzante mirada de su objetivo. Pero era tal su estado de turbación, que por un instante estuvo a punto rebanarle los sesos a Ileni, incluso habiendo conseguido su demanda, porque la sed de sangre lo cegaba. Pero una vocecita en sus adentros le recriminó «¿Pero qué haces?», y por su influjo soltó a la chica dejándola caer desfallecida en el suelo. Ileni tosía y se arrastraba para alejarse de su agresor, mientras tanto, Niván salió fuera de la matriz y huyó lo más veloz que sus piernas le permitieron correr. Durante la carrera hacia una aglomeración de árboles algo frondosa en la que resguardarse que había avistado al Nordeste, la furia se diluyó paulatinamente en el corazón de Niván, y se sintió tal que un monstruo, como un animal rabioso que quizás si mereciera ser castigado.

En las semanas que siguieron a este acontecimiento Niván anduvo por la naturaleza rehuyendo cualquier contacto humano. Con la vara de caza, que podía manejarse mediante la mente pero sin requerir del enlace, a los pocos días consiguió atrapar su primera presa, un jabato extraviado, y lo cocinó al fuego de la hoguera que prendió con la misma vara. Se mantuvo, antes de esta primera hazaña, gracias al sintetizador de proteínas, donde hiervas y frutos silvestres se transformaban en un engrudo comestible, aunque escaso en energías e insípido. Bebió de los ríos y de la lluvia, y gradualmente, al tiempo que la sombra de la barba y el vello craneal empezaban a cubrir su hasta entonces imberbe piel, fue acostumbrándose a la vida solitaria en los bosques de la región. Las noches pasaban todavía frías, por más que cada vez más templadas, y envuelto en sus ropas térmicas ya no suponían ningún suplicio. Las vestiduras se cargaban durante el día y retornaban el calor acumulado cuando las estrellas emergían y el sol menguaba. Con aquellos pocos utensilios la existencia de Niván había cambiado por completo, y esto le hizo entender la importancia efectiva de las herramientas para el hombre. Un ser humano que hasta ese momento Niván creía que fundamentaba su poder en las ideas y en la capacidad de raciocinio, pero que ahora comprendía que eran más los conocimientos resguardados generación tras generación, que daban cabida a las herramientas, junto con estas mismas, el verdadero baluarte de la especie. Escasamente se diferenciaba una persona como Niván de los ancestros que él observara en los reflejos de los tiempos más antiguos, peor todavía, él tenía la misma capacidad de comprensión que ellos pero un bagaje del entorno natural pobre y unos recursos penosos para desenvolverse en el hábitat de las bestias.

Acaeció un día, en que siguiendo el cauce rocoso de un río seco, del que solamente subsistía un hilo de agua que discurría por un profundo canal desgastado en el conglomerado, Niván decidió acampar en una cueva al aproximarse al crepúsculo. La senda del río era para Niván tal que una carretera, y recorrerla le evitaba tener que batallar con zarzas y helechos, así como incrementaba su avance diario hacia las zonas norteñas a que había decidido dirigirse por estar mayormente deshabitadas. Por las paredes de la gris cuenca era frecuente encontrar abrigos naturales sobresaliendo unos metros, cavidades idóneas para resguardarse de las inclemencias del cielo y el merodeo de alimañas indeseables. Ahí, en una cueva de escasa profundidad, Niván preparó un fuego con las ramas de los árboles caídos de la orilla para calentarse e iluminar la zona mientras permaneciera despierto. Consumió algo de pasta proteica y churruscó un lagarto incauto que había atrapado por la mañana. La desesperación de las noches iniciales, en que se preguntaba si podría sobrevivir sin contacto humano, en la introspección de una existencia clandestina, últimamente había sido substituida por una calma pragmática. Resignándose a su nueva situación, Niván no se planteaba ya las posibles penurias que le deparaba el futuro, ese porvenir que se le antojaba inevitable e incierto, y disfrutaba de una manera novedosa las pequeñas alegrías de cada jornada. Tanto calentarse las manos a la lumbre hasta casi quemarse, como contemplar el espectacular mar ensangrentado de la caída del sol y la ulterior llegada de las tinieblas con sigilo, con sus ecos y estrellas, o saborear las carnosas ancas del reptil cazado, eran placeres que a tenor de la carestía y el esfuerzo que todo requería, adoptaban otro significado, acaso más intenso y verdadero en opinión de Niván.

Era consciente de que estaba envejeciendo, sin una cama regeneradora era un aspecto ineludible, pero no era el desaliño de su cuerpo, ni el cansancio casi perpetuo que se había instalado en sus miembros, lo que le anunciaba el cambio de contexto existencial. Sino una etérea sensación que iba más allá, que le hacía percibir el devenir de los minutos y las horas de un modo viscoso. Se figuraba mentalmente como se le arrugaba la piel, y notaba el peso del tiempo amontonándose sobre su espalda, ese tiempo que cuando anidaba en una matriz tenía la sensación de que se reiniciaba cada mañana. A pesar de que todo aquello no fuera otra cosa que una ilusión malsana —él comprendía que se trataba de una apreciación subjetiva que no se verificaba por ningún signo externo perceptible—, la presencia de la muerte abriéndose camino con cada respiración y latido le turbaba a menudo antes de dormirse. Cada día se sentía morir un poco, envejecer, y perderse en el pasado un pedazo de su ego que nunca regresaría.

Un croar distante resonaba en el abrigo rocoso al extenderse la oscuridad que precede a la aparición de las estrellas, mientras abstraído Niván contemplaba las llamas de la hoguera y los claroscuros danzantes que estas dibujaban en la piedra. Los hombres habían habitado en esas mismas condiciones durante milenios —meditaba él—, y era razonable que debiera ser más propio de la especie aquel medio natural, donde moraron ingentes generaciones, que los reinos artificiales y puramente simbólicos en que transcurría buena parte de la vida civilizada. Era cierto que en la modernidad a que Niván había renunciado, cada uno elegía cómo quería ejercer su libertad, nadie era obligado a sumergirse en subrealidades ni a pasarse el día conectado con el enlace. No obstante, era propio del ser humano el tender a escapar del caos de la naturaleza en bruto para refugiarse en nidos procesados de conceptos objetualizados, y pocos se alejaban por voluntad propia del confort de la civilización. Y los que lo hacían, tal como podía ser su caso con el estudio del cosmos, era de una forma impersonal, distante y aséptica, para provecho de un estudio o tesis. Trabajos que tenían la función de demostrar la capacidad intelectual del individuo y por consiguiente, su aptitud procreativa, pero que en ningún caso respondían a un interés profundo y sincero en esa naturaleza analizada, diagramada y desmenuzada, con las más variopintas herramientas biotectónicas.

Niván pensó que en el nodo y en las matrices la gente vivía en jaulas de fantasía, y que eso había ido alejando a las personas poco a poco del encanto ingobernable de aquella realidad exterior que no había sido procesada. Sabía que no era algo nuevo, era la misma condición humana la culpable de su desarraigo, pero sentía que cada vez estaban todos una pizca más lejos, más solos en un mundo construido a base de símbolos y objetos funcionales.

A tenor de estas reflexiones, recordó unos reflejos que había observado sobre los ancestros de la humanidad actual, cuando varias especies de homínidos convivían en la Tierra. Eran numerosos los reflejos sobre dicho dilatado periodo, y Niván guardaba más de uno en el bulbo de almacenaje. Lo ojeó sobresaliendo de la bolsa y evocó algunas imágenes cenitales que su memoria aún conservaba. «Ahí empezamos —se decía— a quererlo controlar y transformar todo, y ni siquiera nuestros congéneres, seres vivos prácticamente idénticos a nosotros, escaparon de nuestras ansias neuróticas de modificar la realidad sin pensar en las consecuencias». Tal que un virus voraz, la especie humana depredaba el medio, lo transfiguraba, aunque era esa naturaleza depredadora destructiva la misma que le había otorgado el don de la inteligencia, haciéndola evolucionar hasta la actualidad. Es bien cierto también —apuntaba una vocecita interior en la mente de Niván—, que hubo un momento en la historia en que se tomó consciencia del problema y se pretendió paliar el daño producido, y en la actualidad se tenía en gran consideración el impacto en el entorno a la hora de diseñar útiles o infraestructuras públicas, pero no era posible erradicar por completo aquello que hacía hombre al hombre, y hacerlo, con probabilidad hubiera supuesto el fin de la especie.

Para Niván, criado en una sociedad entestada en almacenarlo todo y preservar los conocimientos, la idea de que aquellos pensamientos que acababa de esgrimir se perderían en la nada le resultaba curioso y asimismo un desperdicio. Él los juzgaba en cierto grado profundos, dignos de ser reevaluados y mostrados a otros, aunque la vanidad del ego, que siquiera buscaba ser aceptado, en la soledad de la naturaleza no hallaba cabida. Nadie recordaría sus pensamientos, no pasarían a la posteridad ni serían recordados. Sin sociedad solo existía el presente, y las horas más calladas —se dijo antes de dormirse—, podían llegar a trascender en la vacuidad del ser como los momentos más significativos de la existencia.

Al alba siguiente, al amanecer con el trinar de los pájaros, Niván despertó descansado y con una sensación de sosegada felicidad. Su cuerpo se había habituado a la rigidez del suelo y a las pequeñas molestias que implicaba descansar al sereno, y casi empezaba a apreciar aquellas leves incomodidades como características amenas y propias de su nuevo modo de vida. Antes de partir de la cueva, mientras se aseguraba de que no se dejaba nada, gracias a la claridad de la luz matutina Niván creyó distinguir unos dibujos en la roca del margen contrario a donde se hallaba. Se acercó y descubrió que se trataba de pinturas prehistóricas trazadas en ocre, que con personajes estilizados de palo mostraban lo que Niván dedujo debía representar una escena de cacería. En la rugosidad de la piedra, había un grupo de personas cercadas por un tosco círculo, y afuera, dispersados a espacios regulares, varios hombres con líneas en la mano a forma de lanzas corrían, guerreaban, o cazaban. Entre ellos veía la esquematización de algunos animales, unos astados, otros menores difíciles de identificar.

Era una coincidencia curiosa —se planteaba Niván—, que justo la noche anterior hubiera estado rememorando los reflejos de los ancestros de la humanidad, y hoy se topara con símbolos trazados por ellos mismos. El universos estaba repleto de bellas coincidencias que parecían estar orquestadas por un narrador omnisciente, aunque Niván sabía bien por su bagaje matemático que eran meras concordancias fortuitas y naturales. Coincidencias que entendiendo las leyes de la complejidad y el caos más que normales, eran ineludibles para que el sistema mantuviera una lógica estadística.

Por un impulso inconsciente acarició la piedra y pasó la mano por encima de las pinturas para intentar entenderlas con el tacto. Un polvo rojizo impregnó levemente sus yemas, y se percató de la fragilidad de aquellos mensajes lanzados desde el pesado remoto. Pese a que no era su intención, al pretender interactuar con esos símbolos que habían permanecido inalterados durante milenios, los había destruido en parte. Era un símil de la naturaleza humana sobre la que había reflexionado la velada anterior. Sintió su faceta destructiva, genuinamente humana, que no emanaba de la maldad, sino de la ignorancia y la necesidad de alterar el medio en favor de sus necesidades instintivas.

Prosiguió después su camino hacia el Norte, por el río seco. Ese día recolectó unas bayas de madroño, y dejó el cauce rocoso cuando la senda se estrechaba y torcía hacia el Oeste. Apenas pasaron unas semanas, pero Niván tenía la sensación de que llevaba años recorriendo los tupidos bosques y los angostos valles que albergaban los confines de su clúster de nodos natal. Llegó a las montañas inhóspitas, y a medida que superaba sus picos a través de los collados el frío iba en aumento, y la comida empezaba a escasear, sobretodo la caza. Por ventura era una zona rica en líquenes y agua, y pudo alimentarse lo que duró la travesía montañosa con el sintetizador de proteínas. Cuando el terreno se volvió impracticable por el desnivel a superar, Niván rodeó esa parte demasiado agreste de la cordillera desviándose un par de días hacia el Este, donde sabía encontraría el mar y los picos menguaban antes de sumergirse en él.

Al principio Niván procuraba seguir una cierta rutina, asearse en cuanto le era posible y mantener el cerebro activo con ejercicios mentales de cálculo. Pero con el tiempo fue dando por inútiles tales prácticas, y fueron cayendo en el desuso, substituidas por un descuido casi completo de la higiene corporal y algunos entretenimientos pueriles. Niván se contentaba con observar el trajín de las hormigas o hacer muescas en un palo para pasar el rato; a fin de cuentas —se justificaba él—, sus habilidades intelectuales que otrora le habían sido tan útiles en sus trabajos astronómicos, ahora no le servían absolutamente para nada.

La barba y el cabello dieron a su aspecto un porte más fiero y recio, más animal, y cuando alguna vez Niván se miraba en el reflejo de un charco tan solo se reconocía en sus gélidos ojos azules. Aunque su mirada también había cambiado, ahora era indiferente, montaraz, y sus pupilas no expresaban ni emociones ni dudas.

Así recorrió cientos de kilómetros huyendo de la civilización, por praderas y bosques deshumanizados. Sentía que como más se alejaba de la humanidad que lo había repudiado más se distanciaba también de quien fuera él dentro de esa sociedad. Brotaba en Niván un desarraigo creciente con su interior, y a menudo pensaba en voz alta, o se quedaba quieto durante horas mirando el horizonte, sin que ningún pensamiento ni emoción cruzaran su mente.

Debido a su aspecto ostentosamente desaliñado, Niván daba por hecho que, aunque quisiera, su fachada no le permitiría acercarse a ningún nodo, matriz, o persona que se cruzara por casualidad por el camino. En efecto Niván no tenía intención de volver a mezclarse en un entorno social, y como más al Norte iba menos personas quedaban que habitaran los alrededores, sin embargo era inevitable que esporádicamente tuviera encontronazos con grupitos de excursionistas o investigadores de campo. En tal caso se escondía velozmente en el boscaje, agazapado, o cuando alcanzaba por casualidad las matrices limítrofes de un nodo, sencillamente daba un rodeo para no cruzar sus caminos. Incluso con esta decidida animadversión por lo que representaba la civilización de sus semejantes, hubo una ocasión en que, habiendo transcurrido ya numerosos meses desde su fuga del nodo, el recuerdo evocador del té con leche de yak y las galletas Orprix, le llevaron a romper su mandato interno de no acercarse a una matriz y emprendió un merodeó sigiloso por los alrededores de una de ellas. Con el tiempo Niván se había asilvestrado, y su pericia en moverse en silencio entre los helechos era actualmente portentosa, de tal manera que se aproximó a la casa sin ser visto, debatiéndose entre la añoranza y la sanción de la consciencia que le reprochaba su actitud, y le repetía que estaba cometiendo un error.

Se tranquilizó al descubrir que no se advertía gente afuera de la matriz, y su interior a la distancia se revelaba vacío y sin signos aparentes de actividad. La forma esférica, porosa y pulcra de la matriz despertó en Niván un anhelo largamente aletargado. Rememoró las comodidades de la modernidad: el taco sedoso y fresco de la cama, los aceites aromáticos con que embadurnarse después de un baño, o la inmediatez de cualquier deseo material que facilitaba el arca. Nada de eso volvería. Se acercó descuidando el disimulo, y palpó la cáscara parda de la casa, una fina hebra biotectónica que encapsulaba y aislaba de Niván ese mundo, tan cerca y a la par imposible de penetrar en él.

Al colocarse junto a la matriz, Niván advirtió un extraño hedor que manaba de su interior. El arca le tapaba la visión de la cama, y se desplazó unos metros para que el ángulo le permitiera echarle una ojeada. Una masa abultada se descubrió encima de la cama, y aunque en un primer instante Niván no pudo identificar de qué se trataba, en pocos segundos comprendió, al distinguir una cabeza y unos pies, que era una persona. Un ser humano aberrante y gigantesco se desparramaba en mantos sudorosos de carne solapada por toda la cama. Solamente la parodia de lo que fueran las extremidades y una cabecita encastada en la parte superior del montón de grasa y piel daban algún sentido a aquel ser.

Niván corrió a ocultarse detrás de unos abetos, y acto seguido sacó el pescuezo para contemplar la horrible estampa y cerciorarse de que no lo había descubierto. El inquilino de la matriz no dio muestras de haberse enterado de nada, tenía los párpados corridos y no se movía. Pero Niván juzgó que efectivamente estaba vivo, pues su piel gozaba de tonos naturales, aunque irritados, que iban desde el rosado al ambarino, además del supurante sudor que le abrillantaba la dermis. Estaba vivo, pero no estaba allí. Niván creyó adivinar qué era lo que había llegado a deformar aquel hombre de esa manera: en el foro había oído contar que algunas personas, tachadas de residuos de la sociedad que nunca lograrían una pareja procreativa, vivían permanentemente conectadas a la subrealidad, perdidas en fantasías de las que no eran capaces de escapar. Dado que cualquier vida o universo imaginario era posible recrearlo e inyectarlo en la mente, ello provocaba que si uno lo deseaba y estaba suficientemente loco, pudiera habitar sin problemas eternamente los entornos ficticios subreales. Del resto se encargaba la cama de la matriz, que mantenía el cuerpo nutrido y regulado hormonalmente, a pesar de que uno debía ajustarla de manera adecuada y tomar algunas precauciones. Si se hacían las cosas bien, un ser humano podía existir sin envejecer ni deteriorarse para siempre, pero aquellas personas habían llegado a un grado de abandono y desconexión con la realidad en que ni les preocupaba cómo evolucionara su cuerpo en el exterior. Para ellas, su cuerpo ni existía. En su delirio, la fantasía era el mundo real.

Sintió pena y una cierta empatía por aquel engendro, y salió de su escondite aproximándose a paso lento. Cuando estuvo a su lado, se quedó estático un buen rato mirándolo, compadeciéndose de la situación en la que se encontraba el hombre, hallando multitud de semejanzas con su caso y apiadándose de él mismo al hacerlo del inquilino de la matriz.

En verdad —se dijo—, si metafísicamente la realidad no existía qué importaba que unos adoptaran como la buena los estímulos sensibles naturales y otros los impostados. Definitivamente no había tanta diferencia, y era más bien una cuestión de simple perspectiva. Como contemplando su reflejo en un espejo, Niván sentía que los dos estaban igualmente repudiados por la sociedad, pero ninguno de ellos había hecho nada malo, solo lo que no se esperaba que hicieran. Se preguntó dónde estaría ahora, cuál sería el destino que habría escogido aquel ser humano para esconderse del mundo que le tocaba por nacimiento vivir. Total, fuera el que fuera era ya quizás demasiado tarde para volver, no había marcha atrás llegados a este punto. Igual que él, se encontraba en un límite de no-retorno, y debían aceptar lo que les deparaba el destino con la mayor resignación posible.

Antes de irse, Niván le dijo «Hasta nunca» aun sabiendo que no le escuchaba. Al decirlo, sintió una tenue presión en el corazón y estuvo a punto de llorar, aunque no entendió por qué se despertaba en él aquel sentimiento. Se notaba frágil, como si hubiera reabierto una herida mal curada, pero la emoción menguó a medida que se alejaba, y en breve desapareció.

En los meses que siguieron, esta fue la última vez que osó acercarse deliberadamente a una matriz. Su barba creció y su aspecto se volvió todavía más hosco, y dejó de lado algunas prácticas que antes creía esenciales de su condición humana. Siguió hablando solo, cada vez con más frecuencia, apreciando la compañía que él mismo se brindaba. Veía su mente desdoblarse progresivamente en dos caracteres, el torpe consciente y la sagaz vocecita interior que le replicaba cualquier pensamiento que esgrimiese.

Los bosques húmedos y espesos del Sur dieron paso a interminables estepas y a vastas regiones revestidas de ralos abetos, a miles de lagunas estacionales y a legiones de mosquitos por las noches. En dichas latitudes no cabía casi posibilidad de encontrarse a nadie. Por la crudeza de los inviernos la humanidad había decidido poblar regiones más ecuatoriales, y dejar esas zonas yermas al frío y a las bestias. Con ello, Niván comenzaba entonces a considerarse definitivamente libre de verdad, salvado al fin de sus persecutores, pero también, percibía que poco a poco estaba perdiendo la cabeza.


HIJOS DEL FUEGO
IX

Cerca de las gélidas aguas de un mar oscuro se levantaban un seguido de verdes montículos de tierra, montañas artificiales que componían el campamento del clan. Eran construcciones toscas y funcionales que pretendían emular el cobijo de las cuevas. En su cubertura crecía el musgo en abundancia, y a pesar de su sencillez, aislaban con eficacia de los rigores del clima, aunque al llegar las lluvias, requirieran de un cierto mantenimiento. Dispuestos en semicírculo, los habitáculos de tierra lindaban con una playa, justo donde el manto de abetos que todo lo cubría, cesaba abruptamente, para dar inicio a la arena compacta y gris. Con el tiempo —era consciente Niván, observando la escena 40.000 años más tarde—, aquella playa y aquellas chozas de tierra terminarían engullidas por las aguas al templarse el clima, y se diluirían en un olvido generalizado que implicaba a gran parte de los asentamientos costeros de la época. Y es que del amanecer de los hombres poco se había conservado, y Niván registraba aquel reflejo con especial atención, incapaz de entender los lenguajes de las gentes de aquella Era —no cabía deducción inversa posible de una protolengua tan antigua— y disponiendo, tan siquiera, de las informaciones transmitidas por Xuga en forma de vagas conjeturas.

De una de las casas túmulo salió Nur, un hombre bajo y corpulento abrigado con pieles de animales boreales. Su profusa barba cobriza y larga melena, parcialmente sujeta con una peculiar coleta alta, ocultaban una frente huidiza y un mentón inexistente, características propias de su raza. Nur se aproximó al fuego que siempre ardía en el centro del campamento. Ahí, tres de sus cinco mujeres cuidaban a su único hijo varón que todavía seguía vivo, el cual había caído enfermo unos días atrás. El chico, conocido como Ors, tenía apenas nueve años de edad, pero era ya todo un cazador, y mostraba una complexión recia y ancha, casi la de un adulto. Sin embargo, la enfermedad había mermado su habitual porte altivo —se fijó Nur afligido—, y ahora temblaba acurrucado junto al fuego como un perro famélico, medio inconsciente medio delirando. Las mujeres mayores del clan, grandes conocedoras de las medicinas que proveía la naturaleza, desde buen principio le habían suministrado a Ors un espeso jarabe compuesto por una selección de hierbas y flores. Pero resultaba evidente que la pócima no había surtía efecto, y el chico no mostraba signos de mejora. Para evaluar su estado, Nur se quedó en pie al lado de su hijo, examinándolo. Una de sus mujeres tenía al chico sujeto en un abrazo desesperado, mientras que otra acariciaba su frente sudorosa. El desenlace parecía evidente. No era algo nuevo, Nur conocía aquella enfermedad, ya eran dos los hijos que había perdido por su causa. Sabía que el cuerpo de Ors no tardaría en desfallecer. Si seguía la misma evolución que siguieron sus otros hijos muertos, a Ors le quedaban escasamente cuatro o cinco días de vida.

Sus mujeres le miraron suplicándole una solución, aunque no dijeron nada, sabían que aquello superaba las capacidades de su audaz marido. No podía permitirse perder a otro vástago —se exhortó Nur entonces, alentado por la pena de sus esposas—, debía hallar una forma de salvarle. Sin decir tampoco nada, Nur se fue y anduvo hasta la playa para sentarse en unas rocas negras curiosamente adornadas por las trazas blancas que habían dejado crustáceos muertos tras de sí. El olor a sal y alagas era intenso y vigorizante. Sus grandes ojos, de un gris verdoso, se clavaron en la lejanía. Siguiendo la línea de costa, al fondo, se levantaban los acantilados, infranqueables, y a continuación iban elevándose hasta transformarse en la sierra montañosa que se adentraba en el interior. Detrás de las montañas, habitaban los hijos del fuego, mitad hombres, mitad fantasmas. Los hijos del fuego eran muy diferentes al clan de Nur. Pintaban sus cuerpos, eran escuálidos y gráciles como cervatillos, pero lo que realmente les diferenciaba era que dominaban la magia. Con el auxilio de espíritus malignos habían levantado construcciones imposibles y dominado las oscuras aguas. Pero la magia tenía un precio, y los hijos del fuego estaban locos. Pero quizás ellos poseyeran una cura para Ors, quizás su magia pudiera salvarle, y lograra exterminar la enfermedad, dado que las hierbas curativas no surtían efecto.

Recurrir a los hijos del fuego era la única opción que le quedaba a Nur, aunque no fuera tan sencillo como pudiera parecer. Para llegar hasta ellos primero tenía que atravesar las montañas, y a pesar de que el trayecto no era excesivamente largo, y en menos de una jornada podía completarse, en las montañas habitaban los gigantes. Nadie se aventuraba al territorio de los gigantes si no era estrictamente necesario, porque toparse con uno de ellos podía suponer la muerte. Aunque dadas las circunstancias, bien merecía la pena correr el riesgo —se dijo él, enorgulleciéndose de su valentía—.

Un chasquido desvió la atención de Nur. De un recoveco cercano al agua, entre las rocas, surgió un pequeño cangrejo que después de corretear unos palmos y sortear una ristra de mejillones, se detuvo en seco. Desde el cangrejo Nur subió la vista hasta el mar, y amparado por el rumor del oleaje y el graznido de las gaviotas, pensó en que si supiera navegar igual que los hijos del fuego, o hubiera prestado más atención a las enseñanzas de su difunto padre, el cual había intentado adquirir una cierta pericia sobre las aguas —temeridad que le había costado la vida—, a lo mejor ahora podría plantearse abordar la empresa que le acometía por mar. Pero en la actualidad, el dominio del mar por parte de la gente del clan se limitaba a aquellas habilidades que precisaban para recolectar alimento, y entre ellas no se incluía la navegación. Nur sabía que planteárselo era absurdo, y que resultaba mucho más peligroso pretender superar los acantilados a través del agua, que subir a las montañas y atravesar el collado donde habitaban los gigantes. Así que regresó al poblado y se preparó para la expedición.

Debajo de los abetos la luz era lóbrega, y la humareda que manaba de la hoguera central otorgaba una consistencia casi palpable a los rayos de sol que se filtraban entre las ramas. Cubierto por aquella lobreguez, Nur cogió una lanza y su hacha, con cuidado que sus hermanos, ocupados raspando pieles, no le vieran. Querrían acompañarlo, y no podía poner en peligro sus vidas también. Si él sucumbía, el clan requeriría de ellos.

Cuando ya estaba alejándose del poblado y los ruidos propios de la vida comunitaria empezaban a diluirse, desde detrás de un árbol apareció Roa persiguiendo una mariposa. Se trataba del hijo menor de su tío, de tan solo cinco años. El crío apenas hablaba, pero su mirada denotaba su sorpresa al ver que Nur se iba de caza solo, sin el resto de hombres.

—Voy detrás de las montañas —dijo Nur—. Voy a buscar ayuda para Ors. Si preguntan, diles que voy detrás de las montañas.

—Sí —afirmó obediente Roa, que aún no dominaba el lenguaje, y sabía que le costaría explicar aquello llegado el momento.

—Pero no lo digas, si no te preguntan. ¿Lo entiendes?

—Sí.

Después Nur reemprendió el camino y el chiquillo se quedó sentado viendo como su primo se alejaba.

Pasó media mañana hasta que Nur alcanzó la falda de la sierra. Durante el trayecto, tuvo que bordear un lago y escalar resbaladizas y húmedas terrazas de piedra bajo los abetos, pero era ahí, al pie de las montañas, donde empezaba realmente el desafío. Ascendió la pendiente con parsimonia. La montaña comenzó a clarear cuando el suelo pasó de la tierra al canchal, y se cubrió de un tapiz de piedras fragmentadas. Atrás Nur ya podía ver el mar, lejano e infinito. Siguió subiendo hasta llegar a un verde prado, planicie que precedía la última gran cuesta antes de acceder a un paso natural que se formaba al juntarse dos montañas.

Con un golpe de aire, llegó a la nariz de Nur el acre olor de excrementos frescos. No le costó dar con la boñiga: por el tamaño y la pestilencia solo podía ser de un gigante. Lo más sensato era alejarse todo lo posible del camino tomado por el gigante, trayectoria que podía deducirse de los rastros en el suelo y las hierbas aplastadas que Nur observó. Pero hacerlo suponía desviarse ligeramente del sendero más corto, y franquear más derrubios. Aun así, Nur inició el rodeo, pues consideró que más valía lidiar con las fatigosas laderas de piedras resquebrajadas, que tenérselas que ver con uno de aquellos monstruos descerebrados.

Al llegar a la cúspide del collado, delante de él apareció la tierra incógnita que nacía a partir de la otra vertiente de la sierra. Abajo, riachuelos sinuosos resplandecían entre un mar de abetos, y en un claro circular, cerca de la costa, se distinguía el mítico poblado de los hijos del fuego. Por la distancia su semblante todavía resultaba borroso, sin embargo, Nur advertía con claridad que aquello no tenía comparación posible con nada de lo que él conocía o había visto en otros poblados cercanos. Tras descender unos cientos de metros, se definieron con más claridad las prodigiosas estructuras de madera que conformaban el hogar de los hombres-espíritu. Nur las admiró atónito: desde una consecución circular de postes de altura colosal, altura superior a la de cualquier árbol circundante, hasta unas enmarañadas construcciones de madera y cuerdas, o las sólidas y adornadas casas de los hijos del fuego. La factura de aquella artesanía era de una complejidad inaudita, y casi todo aparecía extraño y novedoso a ojos de Nur. Tal pericia técnica era producto del fuego —se certificaba Nur—, del fuego que tenían esas gentes en sus cuerpos. Y aunque no entendía la función de la mayor parte de dichas edificaciones, a Nur le quedaba claro que la tecnología de los hijos del fuego y su artesanía de la madera eran de una calidad tal, que no hacían más que reafirmar su vinculación con el mundo mágico. Si existía una cura para la enfermedad de su hijo —recapacitó Nur esperanzado—, ellos tenían que conocerla.

Nur seguía ensimismado con el panorama cuando un gruñido lo alertó. Al instante rodó sobré sí mismo e inspeccionó su alrededor. No avistó a nadie ni nada. La zona donde se encontraba era todavía relativamente abierta, carente de concentraciones importantes de árboles, por lo que si hubiera habido ahí algún animal cerca lo vería. Otra vez se oyó el gruñido, era un sonido aspirado y gutural. En esta ocasión Nur pudo discernir con claridad su procedencia, y se acercó agazapado en esa dirección. El viento soplaba en su contra, y enseguida le llegó a la nariz un penetrante hedor que solo podía corresponder a un gran presa, aunque no lo reconoció.

Rebasó una prominencia del terreno y detrás de un saliente de roca, a una cierta distancia, Nur avistó la figura grotesca de un gigante comiendo bayas. Llevaba una cría colgada del cuello y estaba cubierto de un grueso pelaje. Llamaba la atención su proporcionalmente pequeña cabeza, achatada y provista de unos ojos carentes de maldad, pero también carentes de inteligencia. Era evidente que el gigante compartía algunas semejanzas morfológicas con la gente del clan de Nur, o con los hijos del fuego. Pero Nur lo veía como un monstruo, peligroso sin duda, con el cual no debía interactuar si quería seguir con vida. Así que antes de que el gigante se percatara de su presencia, Nur continuó su camino.

Mientras Nur descendía la montaña, no lejos de ahí, del poblado de los hijos del fuego partió Kenai-ag para inmiscuirse en el bosque. Era un joven astuto y enérgico al cual el chamán había encomendado la misión de descubrir la naturaleza de su tótem protector. Kenai-ag rondaba la veintena, y habiendo sido iniciado como adulto años atrás, ahora le correspondía acceder a una segunda fase de su aprendizaje, y hallar el animal que albergaba su alma, que le protegería y guiaría durante el resto de su vida. Su misión iniciática consistía en caminar por el bosque atento a las señales de los ancestros, vigilante a los signos de la naturaleza que despertaran su esencia primigenia animal. En pocos días se llevaría a cabo en el poblado su rito de encarnación, y a partir de ahí Kenai-ag ya podría participar del Consejo, decidir sobre las partidas de caza, y si le sonreía la fortuna en las fiestas del solsticio de verano, tomar una segunda esposa.

Kenai-ag vestía ropas teñidas de ocre, prolijamente cosidas, que exhibían unas hileras ornamentales a modo de crines y estaban atadas con un seguido de cinturones que formaban un tramado geométrico al cruzarse en la cintura. Asimismo, tanto la cara como el dorso de las manos de Kenai-ag estaban decorados con curvas líneas y espirales de un rojo oscuro. Todo en él recordaba que era un ser humano, no un animal, a pesar de que en aquel momento, paradójicamente, tuviera la pretensión de reencontrarse con su naturaleza menos civilizada.

A Kenai-ag le inquietaba aquel bosque, le transmitía miedo y respeto. Si bien se adentraban en él periódicamente para ir de caza, aventurarse uno solo era muy distinto, y Kenai-ag creía percibir como el aliento de los ancestros le rodeaba, como era observado desde las copas de los árboles por las esencias sobrenaturales que tejían la realidad y la hacían posible. Quería entrar en comunión con aquellas energías, pero también le aterraba acercarse a lo desconocido, y alejarse en consecuencia de la seguridad del poblado y la civilización, que era de alguna forma alejarse de la seguridad de lo artificial, de lo digerido por la imaginación. Aunque físicamente el poblado estuviera inscrito en el bosque, y la naturaleza en bruto esperara a escasos pasos de sus lindes, existía una barrera psicológica intangible, pero clara, que diferenciaba dónde terminaba el dominio de los hombres, y él la había traspasado.

Esa era una parte de la enseñanza que el chamán había querido transmitir a Kenai-ag: la dualidad inseparable, aunque siempre en pugna, de la razón y el instinto, de la naturaleza y la humanidad. Sonó el lamento de un lobo en la lejanía, y Kenai-ag sintió un escalofrío, aunque no detuvo su marcha.

Fue cuando llevaba un buen rato dando vueltas por aquel bosque, que apareció de improvisto Nur en su camino.

Inicialmente quedaron los dos petrificados, aturdidos y expectantes ante cuál sería la reacción del otro. Para Nur, aquella persona era como esperaba que fuera: delgada, de mirada hermética y punzante, colmada de símbolos arcanos por doquier que denotaban el fuego que albergaba su cuerpo. Para Kenai-ag, Nur aparecía como que la efigie de un demonio: desaliñado, rubicundo, fornido y fiero, de grandes ojos color musgo y una ancha mandíbula.

Entonces Nur vocalizó un seguido de palabras pidiendo ayuda que Kenai-ag no pudo entender. Percatándose de ello, Nur pensó por primera vez en cómo lo haría para comunicarse con los hijos del fuego. Volvió a repetir las mismas palabras, pero Kenai-ag ni se inmutó, para él eran simples gruñidos. En realidad Kenai-ag estaba aterrado. Había oído hablar de los demonios del bosque, decían que eran seres brutales que se comían a los niños y no tenían ninguna piedad, retoños tenebrosos de las energías del inframundo. Con movimientos lentos y controlados, Kenai-ag agarró su propulsor y una azagaya. Puso la afilada punta de hueso en el propulsor, y antes de que Nur pudiera percatarse del peligro, enfrascado como estaba en intentar hacerse entender, le lanzó el proyectil con un movimiento rápido y preciso. La saeta se clavó en la garganta de Nur, atravesándole el cuello y resurgiendo ligeramente la punta por la nuca, con las plumas traseras del proyectil zarandeándose con los espasmos que invadieron automáticamente a la víctima. Entre borbotones de sangre y tras mascullar unos sonidos desesperados que no respondían a ningún lenguaje, Nur se desplomó mientras se asfixiaba. ¿Por qué le había atacado el hijo del fuego? —se preguntaba Nur con las visión forzada del suelo a escasos centímetros de sus ojos, notando como la vida se le escapaba poco a poco—. ¿Qué había hecho él mal? Nur se sacudió unos segundos por el suelo, y después murió.

Kenai-ag no daba crédito; aquello era una señal de los ancestros. Había matado a un demonio, sí, lo había hecho, y debía contarle de inmediato la historia al chamán. Cuando lo hiciera incorporaría a la escena la visión de un gran lobo blanco, su futuro animal protector, animal imaginario que terminaría por creer haber visto de verdad. Durante las noches que seguirían, Kenai-ag referiría orgulloso y teatral su gesta junto a la hoguera, y gracias a su hazaña, sería pretendido por numerosas mujeres al llegar el verano. Niván no vio la evolución de aquella leyenda, pero incluso así quedó fascinado por la gran variedad de linajes humanos que habían coexistido en la tierra, por aquel mundo que acababa de descubrir. Un mundo tan frágil como la madera de las más gráciles herramientas y edificaciones que contenía, y tan efímero como las playas que serían engullidas junto al recuerdo y testimonio de tantos y tantos prodigios.


El largo camino andado suponía una proeza tal que ni Niván sabía de dónde había sacado las fuerzas para acometerla. La constancia y su buena forma física inicial eran explicaciones plausibles al respecto, aunque su cuerpo estaba a estas alturas degenerando en una sombra escuálida y fibrosa de lo que fuera, y el cansancio provocaba que cada vez le costaran más los siguientes kilómetros, y se preguntará si llegaría al fin a un destino. El Norte deshabitado era un buen refugio en verano, pero cuando el invierno llegara y la blanca nieve todo lo cubriera con su manto, si no encontraba el resguardo adecuado, sin duda sucumbiría congelado.

Afortunadamente, por boca de Xuga conocía de la existencia del llamado extractor del núcleo, una construcción abandonada de la Edad del Sueño —según le relató su amigo historiador—, que además de ser espectacular y tener un gran valor arqueológico, en aquellos momentos se presentaba para Niván como un firme candidato, por su relativa cercanía, a darle cobijo cuando las temperaturas descendieran. Con todo la distancia que todavía le restaba por recorrer seguía siendo tremenda, si el recuerdo de la ubicación indicada por Xuga era correcto y sus cálculos no iban errados.

—Un ciclón… lo que daría por un ciclón —se lamentaba Niván cuando las rodillas le fallaban y debía sentarse a descansar.

Al inicio de su aventura huir le resultó natural, no le suponía ningún esfuerzo, pero con el paso de las semanas la sensación de estar escapando había perdido fuerza y se diluía con las terrenales necesidades cotidianas. Ahora que debía actuar racionalmente para conservar su vida, para alcanzar un refugio antes de que llegaran las nieves, dicha tarea se le hacía cuesta arriba y tediosa por tener que obedecer a probables escenarios futuribles que su razón le indicaba llegarían, pero que su consciencia atrapada en la experiencia del día a día ignoraba. No le quedaba sin embargo otro remedio, y aunque su voluntad estaba en parte sometida al instinto y a la inmediatez, lo que le quedaba de juicio luchaba para que en unos meses no le sobreviniera una muerte casi segura.

El paisaje desnudo de la pradera se intercalaba con bosques boreales, quebradizos algunos, sombríos y laberínticos otros. Entre los árboles y la hierba, sepultados aquí y allá, periódicamente Niván cruzaba los vestigios vetustos de tiempos pasados, detritus de la humanidad que con el devenir de los siglos habían sido devorados por la naturaleza. Columnas atestadas de moho o estructuras enigmáticas, suficientemente evidentes como denotar su presencia, pero derribadas y puntuales, sin posibilidad de ser reutilizadas como refugio.

Aquellas ruinas atestiguaban fragmentos de la historia silenciosa que Niván había contemplado en los reflejos de los espejos circunflejos. Algunos eran relatos bien conocidos, otros pasajes indocumentados del caminar de los hombres que se perderían cuando Niván muriera. Al pasar cerca de aquellos yacimientos al aire libre Niván percibía que las imágenes que meses atrás contemplara a través de los espejos cobraban entonces vida y se volvían más y más corpóreas. Aquel suelo era el que en su momento pisaran las ingentes hordas de los ejércitos de tantas guerras acontecidas, o las gentes y los niños que, cada cual en su época, creyeron en un futuro mejor. Pero un trágico y cruel desenlace terminó cerniéndose sobre la mayoría de aquellas personas, y Niván lo había observado como quien admira una obra de teatro. Ahora, al pisar el mismo suelo, tomaba consciencia de la barbarie.

—Pobres. Estamos locos, locos —susurraba Niván cuando le invadían estos pensamientos.

Llegó un día en que desde lo alto de un cerro, Niván avistó una manada de renos pastando. Miles eran las reses que ahí había, y moteaban el verde llano de gris prácticamente hasta donde alcanzaba la vista. Enseguida Niván se fue hacia ellos, sin pensárselo dos veces y sin tener muy claro qué debía hacer o si los animales serían peligrosos. A Niván la boca se le hacía agua al pensar en la descomunal cantidad de comida que representaba el rebaño, pero sabía que si cazaba a uno, con seguridad el resto huiría. Cuando le vieron descender impetuoso, el grupito de renos que tenía más próximo lo miró con desdén, pero para sorpresa de Niván, no recularon ni parecieron asustarse. De entre las hembras apareció un orgulloso macho de grandes y anchas astas. Estupefacto Niván por la envergadura de la cornamenta de aquel animal, detuvo su avance y se quedó a cierta distancia. El macho bramó con voz grave, y continuó pastando tal que ignorase al recién llegado o le diese ya por advertido.

—Cuernibueno, cuernibueno. ¿Dónde vais todos juntos? De buena gana os zamparía, me metería un festín que recordaría durante años. —Al decir esto Niván, el gran astado levantó la cabeza. Para Niván era como si le hubiera entendido, aunque el animal tan solo respondió al estímulo auditivo—. Vale, vale, no voy a comeros, no te enojes cuernecitos. Tú sigue comiendo tu insulso musgo, que de un tiempo para acá yo ya voy servido de esta viscosa porquería.

El animal pareció hacerle caso, y Niván se sentó en una piedra que sobresalía a meditar qué hacer.

—Si cazo a uno el resto se dispersará y no podré alcanzarlos, o puede que sí, que no sean tan rápidos, son muchos —maquinaba Niván en voz baja para que no lo oyeran—. ¿Y si hago una masacre? ¡Vah! No podría transportar la carne, sería una tontería, y entonces seguro que los pierdo de vista —dijo, y clavó la mirada en el macho—. Cuernibueno, cuernibueno. Seguro que no quieres que te coma, pero tengo hambre y estoy harto de hierbajos.

Permaneció Niván sentado un largo rato, evaluando las opciones. Mientras llegaba a una conclusión, embutió unas flores que tenía a mano en el sintetizador de proteínas, y engulló el néctar que resultó. El bramar constante y sosegado del rebaño en la mente de Niván resonaba y le recordaba el croar de las ranas de un estanque cercano a su matriz, y sin darse cuenta aquel sonido lo transportó a su pasado, a sensaciones agradables casi relegadas al olvido.

—¿Y si capturo a algunos y me los llevo conmigo? —se propuso—. La carne viva es carne fresca… y anda sola, así no tendría que arrastrarla… ¿Pero cómo retener a estos animales? No creo que me sigan por voluntad propia. No, no creo, pero tampoco es que conozca su carácter. Hay animales más dóciles que otros. —Se fijó en las cornamentas, más grandes o más chicas según el sexo, pero que todos los ejemplares compartían—. ¡Vah! Esto no va a ser nada, nada fácil, ¿eh?, cuernibueno.

Al cabo de unos minutos unos renos distantes emprendieron la marcha, y paulatinamente toda la manada empezó a moverse. Niván se mantuvo junto al grupito que tenía más cercano, puesto que con paso tranquilo podía seguirles con facilidad. De tanto en cuando, de soslayo, el macho astado lo miraba intrigado, y Niván le sonreía y le canturreaba «Cuernibueno, cuernibueno». Aproximadamente media hora después, el rebaño volvió a detenerse.

Durante el trayecto, Niván había tenido una idea: a sabiendas de que sus conocimientos en biotectura eran limitados y no se acordaba de mucho de lo aprendido, no obstante el cerebro de un reno era relativamente sencillo y Niván creía tener más o menos clara su estructura funcional. Si pudiera capturar vivo al gran macho, entonces acaso podría operarle y hacerlo dócil y maleable dañando ciertas zonas concretas de su córtex. Así podría utilizarlo de montura, y comérselo llegado el momento. Era arriesgado, y con facilidad el animal podía sucumbir a los experimentos de Niván, pero en el peor de los casos si el reno moría—se decía él—, se lo comía y punto.

En breve Niván trazó un plan para llevar a cabo la alocada idea. Se sujetó con firmeza la bolsa que guardaba el bulbo de almacenaje y activó la vara de caza, de la que surgió un fino hilo a modo de lazo que quedó colgando de su segmento posterior. Lo ojeó sin perder de vista al rebaño, y lo abrió un poco más, sin que el lazo llegara a tocar el suelo. Previendo que su fuerza bruta de agarre quizás no fuera suficiente, activó también la función de guante que tenía la vara, y su mano derecha quedó cubierta por un entramado que la amordazaba al arma.

—Cuernecitos… cuernibueno… —decía mientras se aproximaba con pasos dilatados a los renos.

Niván tenía clara la estrategia a seguir, y gracias a la experiencia acumulada sus habilidades de acecho habían mejorado enormemente. Cuando estuvo a escasos metros del rebaño se detuvo a la espera de que el voluble grupito de animales, que se cruzaban y adelantaba unos a otros, adoptara la posición que él requería. Clavó mientras tanto los ojos en el pecho de una de las hembras, donde sabía estaba el corazón, y se repitió un par de veces el punto exacto donde era preciso que acertara el disparo, porque en el zarandeo de la acción no cabía la duda ni el error. Entonces, al considerar que los renos estaban en una configuración que le era propicia, reanudó la acometida procurando no hacer ningún ruido. Pero al cruzar Niván la zona invisible que los animales estimaban de seguridad, el gran macho y las hembras colindantes dejaron de pastar y se tornaron rígidos, queriendo desentrañar las intenciones de Niván con sus inexpresivas y oscuras miradas. Comprendiendo que el momento de atacar se acercaba, Niván encendió la señal guía de que disponía el arma, y posó el puntero de luz roja encima el corazón de la hembra elegida. Y cuando apenas los separaban unos pocos pasos, el macho astado bramó y el grupo reculó levemente. Justo antes de que empezaran a huir en estampida, Niván saltó hacia adelante, disparando la vara de caza y atinando la soga en uno de los cuernos principales del gran reno macho.

Producto del certero disparo la hembra cayó fulminada como Niván había pronosticado en su imaginación, pero al pretender sujetar la cabeza del macho este le tiró por el suelo, y comenzó una carrera desbocada que se propagó igual que una onda en el agua a todo el rebaño. En la cacofonía de trotes y quejidos Niván perdió el control durante unos instantes confusos en que fue arrastrado por el suelo golpeándose en las piernas repetidamente con las piedrecitas que emergían de unos barrizales, hasta que con gesto decidido, puso la vara entre las patas de reno para hacerle la zancadilla y que tropezara. Al caer los dos, Niván se apresuró a subirse a lomos del animal y sujetándole fuertemente el cuello, clavarle los pulgares en las arterias que irrigaban sangre al cerebro.

El reno se sacudió con violencia lastimando la espalda de Niván con la punta de una ramificación de sus cuernos. A continuación la bestia intentó levantarse sin éxito, postrándose de rodillas y desplomándose después inconsciente. Niván sabía que no tenía mucho tiempo, así que con la celeridad y precisión que requerían las circunstancias, desoyendo el dolor que manaba de su espalda, propinó un inciso con el cuchillo en la nuca del reno, y cortó una muesca en un lugar preciso para que el coma del animal se prolongara.

Lo había conseguido —se felicitó—. Dejándose caer se deslizó del dorso del gran cérvido y se estiró jadeante en la fresca hierba, exhausto por la intensa y peligrosa contienda que acababa de llevar a término. La manada se alejaba y su trote era cada vez más distante, y Niván reposó inmóvil mirando al cielo hasta que su respiración se sosegó y el barullo de los renos en estampida casi ni se escuchaba. Le escocía el omóplato, y pidió a las fuerzas del azar que la herida no apareciera excesivamente profunda, aunque a Niván tampoco le resultaba posible verificarlo tanto por la ubicación de la misma como por no disponer de ningún espejo o similar. Sabía que una herida infectada en una parte del cuerpo inaccesible podía acarrear perfectamente la muerte.

Más tarde, al disiparse los efectos de la adrenalina, Niván fue a comprobar el estado de la hembra abatida. Había muerto al instante y tan solo una sutil quemadura en el torso delataba el orificio de entrada del rayo letal. Una leve pena apareció en Niván al contemplar la tierna figura del animal cazado, pero esta pena fue acallada rápidamente por la imagen de su suculenta carne, y un hambre repentina despertó en él. Sus intestinos rugieron en sintonía.

Dado que sus manos, disipada la tensión, habían dejado de temblar, convino que era mejor llevar a cabo la operación del gran macho antes de enfrascarse en preparar el reno hembra para una buena comida y el despiece necesario para trasportar sus restos. Partiendo de la tasa de regeneración de otros mamíferos, Niván calculaba que aún tenía una hora aproximadamente antes de que el macho saliera del coma inducido, aunque no era cuestión de apurar demasiado, pues si aquella bestia recuperaba la conciencia mientras trabajaba con su centro nervioso, podía ocurrir cualquier desgracia.

Utilizando la vara de caza, que se podía regular mediante la mente para que alcanzara una precisión milimétrica, Niván abrió la tapa de los sesos del macho inconsciente y le propinó un seguido de quemaduras controladas en su parca corteza cerebral. Después de la operación selló el cráneo fundiendo el hueso, y cubrió la herida con un cataplasma de arcilla tratada para evitar que se infectase, mejunje que portaba en la bolsa. Ese mismo barro poco antes había intentado aplicárselo él a su omóplato, pero el resultado dejaba mucho que desear, y Niván dudaba que en su caso surtiera algún efecto.

Estaba atareado descuartizando la hembra cuando el enorme reno macho despertó. Expectante, Niván detuvo su labor y alargo el brazo para agarra la vara de caza.

—Buenos días cuernecitos —dijo cuidadosamente.

En un espectáculo patético, el animal se esforzaba en ponerse en pie, pero no atinaba en coordinar sus extremidades, y caía una y otra vez al suelo, bramando lastimosamente. Niván temió haber realizado mal la cirugía, pero aguardó a la espera. Por fin el reno consiguió mantenerse erguido, aunque vacilante e inseguro.

—Se te pasará cuernecitos, se te pasará… o eso espero.

El porte otrora desafiante y orgulloso del gran macho se había transformado en una expresión corporal turbada y apagada. El labio inferior le colgaba babeante más de lo normal, y torcía la cabeza con bobería. Como Niván presentía, los síntomas de daño cerebral fueron aminorando con el transcurrir de las horas, y al día siguiente, al montarlo, solo subsistía en él la mirada vacía y algunas muecas espasmódicas. Dócil ahora, pudo montarlo sin problemas y hacer que arrastrara los despojos de su congénere en la dirección requerida.

—Cuernibueno, cuernibueno —le repetía Niván regularmente mientras avanzaban hacia el Norte.

El gran cérvido, en una especie de trance hipnótico, bramía aletargado, y seguía el camino que con golpecitos en el cuello le iba indicando su jinete encapuchado, que oculto tras una capa de color aceituna, suspiraba por sentirse cada vez un poco menos humano. Puede que en realidad nunca hubiera sido un hombre —se planteaba Niván en el soliloquio de su delirio—, y que su naturaleza fuera la misma que la de las bestias. Tal vez la máscara de humanidad que luciera en su vida anterior no fuera otra cosa que la crisálida que precedía su nueva condición. Su verdadera condición.


[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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