Espejos circunflejos: C. V




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
ÍNDICE | ⤎ C. IV – Pequeño espíritu :ANTERIOR | SIGUIENTE: C. VI – La encrucijada


CÁPSULA V
EL TESÓN DEL CUENTA CUENTOS

Anüp inspeccionaba de cuclillas y ensimismado un nogal cercano a la matriz. De una rama rota sobresalía una oruga amarilla y rechoncha, punteada de negro, que se meneaba desconcertada por la luz solar. Incapaz de darse la vuelta, la larva estrujaba y expandía su cuerpo en un rítmico contoneo que de poco le servía.

Mientras, Niván despertó en su cama más tarde de lo habitual, con la sensación de que sus miembros se habían vuelto livianos y dóciles gracias al largo sueño reparador de esa noche. Después de su rutinario sondeo de las nubes, que duró poco por estar el sol más alto y resultar molesto a la vista, Niván torció el cuello y descubrió el tono rosado de la piel de Anüp entre las rendijas que fuera de la matriz formaban los matorrales.

Se levantó y fue buscar al chico, no sin antes poner a generar una taza de té con leche y unas galletas. Una vez en el exterior se arrepintió de no haberse puesto ningún ropaje, a tenor del mal humor de las zarzas que se interponían en el camino hacia Anüp y que parecían no quererle dejar pasar sin asestarle unos buenos arañazos.

—¡Buenos días Anüp! —vociferó desde la distancia—. ¡Esto está impracticable, ¿por dónde has pasado?!

Quizás el volumen de voz fuera algo exagerado, pero para Niván la barrera de espinas confería a la separación una envergadura mayor que la estrictamente mesurable.

—Por entre los pinos, pero ahora voy —respondió Anüp alzándose.

—¡De acuerdo, te espero adentro!

Niván pensó que esa mañana el bosque debería estar enojado con él, porque antes de retornar a la matriz una esparraguera oculta entre las hierbas le raspó la pierna izquierda, dejándole marcada la piel.

~¿Qué vamos a hacer hoy? —inquirió Anüp cuando ya habían terminado de desayunar.

~¿No tienes planes? ¿No has quedado con tus amigos?

~Hoy no, la mayoría tenían cosas que hacer con sus tutores, así que he pensado que también yo hoy podría acompañarte… ¿Te parece bien?

~Claro, me parece perfecto —transfirió Niván—. Aunque no lo tenía previsto y quedé con Andara, Xuga y Jun con que me pasaría por el foro ahora por la mañana.

Con aquella frase Niván quiso tantear si Anüp consideraba aburrida la idea de ir al foro y prefería cambiar de planes, pero el chico esbozó una amplia sonrisa a modo de contestación.

~Hace tiempo que no veo a Jun ni a los demás —transfirió el chico—, será divertido.

~Entonces, recojamos la mesa y vámonos… O espera, un momento: me dijiste que no veías claro el concepto de “la nada”, que en realidad no existamos. Pues bien, ayer encontré una recreación que a mí me ayudó a entender el tema de la vacuidad —se acordó Niván—. ¿Quieres que la veamos antes de irnos?

~Vale —asintió Anüp.

La matriz se diluyó y dentro de una subrealidad compartida, Niván y Anüp se encontraron en medio de un espacio vacío de negrura infinita. El tutor del chico se frotó las manos, y tras instar a Anüp a aproximarse con un «Ven, acércate» que sonó harto misterioso, en la nada apareció un cubo transparente dibujado por 12 finas líneas de luz blanca que lo definían a modo de aristas.

—Observa Anüp, esto es una conceptualización de lo que es la realidad. Digamos que el cubo es la realidad. ¿Qué ves en ella? ¿Qué hay en el cubo? —preguntó Niván en aquel entorno virtual.

—Nada.

—Precisamente eso es la realidad —resolvió Niván—. Aunque en este caso tengamos vacío, espacio y tiempo, que ya es algo de por sí, la imagen del cubo vacío resulta un buen símil para que lo entiendas; no obstante ten presente que en términos reales, el vacío ya es algo.

—Ah, vale —soltó Anüp para indicar que lo seguía.

—Dentro de este… “cubiverso”, llamémosle, existe la posibilidad de que en lugar de nada, haya todo. Que en lugar de estar totalmente vacío, esté totalmente lleno. —El cubo se iluminó por completo tal que una fulgurante lámpara—. Aunque Todo y Nada son dos infinitos equivalentes, solo depende de cómo los mires. ¿Qué ves ahora? ¿Qué hay en el universo cúbico?

—Luz —refirió primero la evidencia el chico, y después reflexionó—: Tú dices que todo… pero no hay nada.

—Exactamente. “Uno” y “cero” son conceptos humanos que nos sirven para entender el mundo perceptible, pero de forma absoluta son iguales. Si solo existe el cubo, que es una metáfora de la realidad, no hay diferencia entre que esté totalmente lleno o que esté totalmente vacío.

—¿Pero lleno de qué Niván? —indagó Anüp algo desconcertado.

—De todo, de nada. Mira —dijo mientras el cubo se apagaba—, aunque no haya nada, conceptualmente podríamos dividirlo en cuatro partes —y dentro del cubo se dibujaron dos ejes, y se iluminaron dos de los cuatro subcubos que resultaban de dicha operación—, y otorgar una proporción mayor de “nada” a estas partes, comprimir su espacio. Es posible imaginarlo en este modelo tridimensional ¿verdad?, y no rompe la coherencia lógica, es factible.

—Sí —afirmó no muy convencido Anüp—. Esto tiene que ver con la fluctuación, ¿no? De cómo se crean las cosas por compensación en el arca. Eso creo que lo entiendo.

—Sí, sí. Vamos bien —se animó Niván—. Ahora, en lugar de dividirlo cuatro veces, voy a ir partiéndolo más y más.

Los cubos se subdividieron de manera aparentemente azarosa, quedando espacios iluminados y otros transparentes, cada vez más pequeños. En el entramado matemático del cubo, primero de aspecto binario, fue aumentando la gradación, hasta formarse un mejunje de luz parecido al humo, que se retorcía y enroscaba sobre sí mismo.

—En la complejidad de aquello que “es posible” —continuó Niván—, podría existir, de forma teórica, una estructura que tuviera la capacidad de percibir y razonar —dijo, y el brillante caos se aglutinó formando una cabeza humana suspendida en el vacío y un colibrí revoloteando alrededor de ella—, y es aquí donde nos encontramos nosotros. Esta cabeza que hemos imaginado, ve un pájaro, piensa sobre qué es ella y dónde está… —El ser elaborado movía los ojos asustado, siguiendo el ave—. Pero no existe, solo la hemos imaginado mediante la lógica —la cabeza y el colibrí se diluyeron hasta que el cubo volvió a estar vacío—, aunque ello no impide que la cabeza que hemos imaginado sintiera que existe, porque es lo que resulta de lo que podría ser.

—Ah. Creo que ya lo voy entendiendo Niván. Es como si fuéramos los personajes de un relato, como aquel niño que vivía en la cima de una montaña rodeada por un ejército que me contaste el otro día —dijo Anüp rememorando un cuento que Niván había concebido inspirándose en el reflejo de los últimos cátaros, y tras algunas explicaciones más, salieron de la subrealidad.

Mientras circulaban con el ciclón hacia el nodo, el despejado y reluciente cielo de primeras horas de la mañana se encapotó en un santiamén, tan rápido que Niván se preguntó de dónde habrían salido tantas nubes de golpe. El aire se volvió húmedo, la luz mortecina, y una agitada corriente de aire frío hizo acto de presencia. Afortunadamente no cayó ni una gota antes de que llegaran al nodo, pero como si las nubes se hubieran estado conteniendo, al entrar en el foro, una fina llovizna empezó a calar el exterior.

Los tres amigos de Niván se encontraban sentados en uno de los sofás y lo esperaban inmersos en una ferviente discusión iniciada por Xuga, entretenida aunque intrascendente. Al entrar llamó la atención del pequeño Anüp el aspecto de Jun, que lucía en la piel un seguido de diseños decorativos en azul, sinuosas líneas curvas y espirales de inspiración naturalista, que prácticamente le cubrían el cuerpo entero. En medio del debate Xuga sorbía de su pipa fuertemente cuando hablaba alguna de las chicas, exhalando a su turno la réplica al compás del humo.

—Veo que hoy vienes acompañado —dijo Andara al percatarse de la presencia de los recién llegados.

Ajenos a lo que ocurría, Jun y Xuga aún siguieron hablando entre ellos unos segundos antes de darse cuenta de la novedad, pero al verlos cesaron su diálogo y los saludaron.

—Se os veía muy entretenidos —comentó Niván—. ¿Qué me he perdido?

—Nada importante —indicó Jun—, ya sabes lo terco que puede ponerse Xuga en ciertas ocasiones.

El aludido hizo una mueca burlona meneando la cabeza de un lado para otro y levantando las cejas, sin soltar la pipa de su boca. Jun lo ignoró conteniendo una risita que se le escapó por la comisura de los labios.

—Me gusta tu decoración —dijo Anüp a Jun—. ¿Cómo se hace?

—Mediante la cama de la matriz he inducido que se modificaran unas enzimas y se redujera el nivel de oxígeno en estas zonas —explicó Jun y señaló una raya de su pierna—, en una especie de equimosis controlada. Es parecido a cuando te das un golpe y te sale un moratón, pero en este caso no duele.

—Te digo yo Anüp que con Jun vas a contemplar muchísimos estilos diferentes, siempre se está cambiando de peinado, poniéndose ropas raras, y haciéndose cosas como estos dibujitos —expuso Xuga intentando ser criticón.

—A mí me gusta, Jun —apoyó Niván.

—En definitiva la estética es estética —deliberó Andara—, y solo atañe a uno mismo decidir qué expresar con ella. No hay mucho más.

—Habló la defensora de las causas perdidas —proclamó Xuga con énfasis—. No vamos a entrar en ese tema ahora que ha llegado Niván con el crío, pero a lo largo de los siglos los símbolos han hecho mucho más daño que cualquier arma. La estética no es solo estética.

—Y bien Niván, últimamente casi ni se te ve. ¿Todo anda bien? —preguntó Andara para virar el tema y zanjar la posible discusión con Xuga.

—Sí, solo que estoy liado con… trabajando con nuevos proyectos. Tengo… Estoy… Son cosas que ya os explicaré más adelante.

Anüp tenía la mirada clavada en Niván, y este se sintió un poco incómodo al descubrir que el niño se daba perfectamente cuenta de que su tutor pretendía esconder algo. Al percibirlo también Xuga, intervino para socorrerlo:

—Me ha contado Niván que has hecho un buen grupito de amigos en el nodo, ¿verdad Anüp?

—He conocido a otros de mi edad en la casa de recreo, me lo paso muy bien con ellos. El otro día fuimos a la matriz de Siadán, y nos enseñó unas recreaciones de subrealidad impresionantes, y generamos unos transladores con los que jugamos en el jardín.

—Nos reunimos varios tutores —puntualizó Niván—, para conocernos, pues ellos —señaló con los ojos a Anüp— se reúnen a menudo. Estuvo bien, hay algún primerizo como yo, y los chavales se lo pasaron estupendamente. Decidimos vernos una vez al mes, para comentar cosas de los chicos y demás.

—Eso está muy bien —concedió Jun.

—Bueno, compartir dudas y problemáticas con otros tutores, ayuda.

—Niván —llamó Anüp mirando un arca pública cercana—, ¿puedo generarme un zumo?

—Sí claro, te doy acceso.

—¿Cómo lleva el control del enlace? —preguntó Jun echándose para atrás, apoyando la cabeza en el hombro de Xuga y las piernas en el respaldo del sofá.

—Ha mejorado considerablemente —repuso Niván—. Ahora solemos hablar con el enlace cuando estamos solos, y está aprendiendo a interactuar con la Gran Biblioteca de Alejandría y los modelos generatrices.

—Es un lío —apuntó Anüp, con las pupilas dilatadas y la mirada fija, aparentemente ausente por estar enfrascado en generar un vaso de jugo de melocotón. No es que fuera necesario utilizar la visión para realizar tales trámites con el arca, pero Anüp, por inexperiencia, precisaba concentrarse con todos sus sentidos en el proceso, aunque no perdiera por completo el contacto con la realidad y oyera de fondo, distante, la conversación.

—Al principio a todos se nos presentó complicado el entender las pautas organizativas de la Gran Biblioteca —justificó Andara—, con el tiempo uno va creando sus atajos, utiliza las síntesis, y no sin esfuerzo, al envejecer, uno termina por vislumbrar la oscura lógica de los Escritores.

—Es útil también Anüp el uso de recurrencias —reveló Jun al chico que habiendo terminado el encargo al arca, volvía a prestar total atención a quienes hablaban—, se calcula que una persona utiliza una media de quinientos arquetipos diferentes de forma habitual. Si los guardas y organizas por tipología (comida, ropa, transporte…) y frecuencia de uso, después te resultará relativamente sencillo encontrar lo que buscas.

—Gracias, lo probaré —convino con alegría Anüp al mismo tiempo que se levantaba para ir a buscar su zumo.

—Qué época tan dulce el aprendizaje, la ignorancia hace de la vida una experiencia estimulante, cada descubrimiento es una aventura —reflexionó Xuga.

—No te equivoques Xuga, el conocimiento no quita emoción a la vida —replicó Andara—. Es la maduración cerebral, aquello que reduce nuestra capacidad perceptiva y de aprendizaje. Las ideas que opinamos correctas al llegar a la edad adulta se convierten en leyes inquebrantables, y si no dudamos, no hay cabida para la sorpresa. El adulto más ignorante es aquel que está demasiado seguro de sus convicciones, porque solo el conocimiento puede hacernos volver a dudar.

—Ya me entiendes Andara —recriminó Xuga pipando con desdén—. El nivel de ignorancia en un niño es mayor que en un adulto, a pesar de que el adulto siga siendo ignorante y mediante el estudio reafirme su necedad. Es evidente que decrece la capacidad de asimilación con los años. Eso no elude que, por naturaleza, el niño sea curioso y su vida emocionante, y los adultos tengamos que esforzarnos para que no disminuya nuestro interés por el mundo.

Por respuesta Andara sonrío, y Xuga supo al instante que la mayor del grupo había estado jugando con él, mareándolo con la única pretensión de hacerlo argumentar. Las convicciones de Andara eran firmes, pues muchos años le había costado erguirlas de forma sólida, sin embargo, a menudo contrariaba o replicaba a sus amigos con tal de jugar a debatir, quizás por diversión, quizás para hacer emerger en la psique de sus compañeros reflexiones que de otra manera hubieran pasado inadvertidas.

—Yo creó —dijo Niván—, que la curiosidad es una de las mayores virtudes que posee el ser humano. Sin ella no hubiéramos descubierto las leyes de la realidad, ni surcado los mares sin conocer que nos deparaba la otra orilla.

—Sin lugar a dudas, Niván —concedió Andara.

—Antes le enseñaba a Anüp un esquema metafórico para que entendiera la “nada original” —contó Niván—, es sorprendente que hayamos llegado a descubrir ese tipo de cosas y en cambio, nuestra historia esté llena de violencia y necedad.

—Es que el ser humano es curioso como un gato, y por ello investiga —resolvió Andara—, pero tiene una inteligencia que no va acorde con su condición animal.

—No dejamos de ser seres funcionales  —aportó Xuga—, y por muy listos que seamos nuestra inteligencia no deja de estar al servicio de los instintos y finalidades de la vida. La historia no deja de recordárnoslo una y otra vez, puede que la inteligencia sea un error fortuito de la naturaleza.

—A pesar de que en algunos se ha equivocado menos que en otros —dijo Jun burlona, mirando a Xuga de reojo.

La lluvia aumentó en intensidad, y con el sonido ambiente del repicar amortiguado de las gotas en la cúpula del foro, los cinco pasaron un buen rato más conversando. Mientras los adultos hablaban de temas enrevesados, Anüp los escuchaba con atención, intentando entenderlos. Hasta hubo una vez en que estuvo a punto de dar su opinión, pero la tentativa se quedó en tan siquiera una vocal entrecortada, y Anüp reculó en el asiento para beber de su zumo con disimulo. Pero hubo también ocasión de jugar al calabasqui y de conversar con Anüp sobre sus actividades diarias, con un tono menos trascendental que al chico le era más cercano y accesible. Al llegar el mediodía, el cielo seguía encapotado y la precipitación aunque débil, no cesaba.

Cansado de tanta inactividad física, Anüp no paraba de cambiar de posición y mover el trasero de aquí para allá por encima del sofá. Por eso, tras dejar que finalizara la postrera disertación de Xuga, un dilatado esbozo sobre las creencias en la Edad Mecánica —discurso que Anüp no entendió a qué venía a cuento si estaban hablando del sistema de leyes actual—, se dirigió a Niván con ojos suplicantes:

—¿Podríamos ir a dar una vuelta?  —preguntó el niño—. Me gustaría ver el nodo mojado.

—Perdona Anüp, no me he dado cuenta de cómo pasaba el tiempo.   Supongo  que tanta  palabrería debe aburrirte.  —Niván se levantó algo entumecido, y crujió la espalada con un leve bostezo—. Entonces vamos a dar una vuelta. ¿Alguno se apunta? —Los demás negaron con la cabeza, a la par que Anüp se ponía en pie de un salto.

—Espero que no te hayamos aburrido en exceso —se disculpó Jun—, los mayores a veces nos entretenemos discutiendo de tonterías por el mero hecho de discutir —y a continuación, susurró con aire confidencial—: Además, Xuga a veces se hace muy pesado.

El aludido frunció el ceño.

—No, si me lo he pasado bien —aclaró rápidamente Anüp—. Solo es que no suelo estar tanto rato sentado.

—No te preocupes Anüp, lo de Xuga y Jun es solo un juego —explicó Andara al ver que el chico no quería incomodar a nadie, y eso le hacía sentirse en un aprieto.

—Él ya lo sabe —estimó Xuga, acompañándolo con una mirada cómplice a Anüp, seguida de una pipada envuelta en cómicos chasquidos.

Antes de salir al exterior, pues seguía lloviendo, Niván generó en un arca pública un par de trajes paraguas a medida. Las prendas consistían en unos ponchos biotectónicos de color pardo, organismos funcionales recubiertos de diminutos surcos que, al ponerse Anüp y Niván bajo la lluvia, se elevaron tornándose conos que expulsaban aire. Gracias al soplo que surgía de los cráteres de la ropa, alrededor de cada uno de ellos se formaba un área libre de agua, que los mantenía secos y les permitía desplazarse con tranquilidad.

Anduvieron por la plana pública, rodearon el teatro, y se detuvieron unos instantes en la piscina exterior de las termas, para contemplar el grácil espectáculo de las ondas circulares provocadas por las gotas, su medida pero azarosa disposición al nacer y su posterior desvanecimiento en un patrón de interferencia. Niván casi adivinaba un ritmo en el constante tintineo, en lo hondo de su mente creía percibir una cadencia y un compás. Aunque la música no fuera orquestada por nadie, la maestría era sublime.

Luego, en la linde del nodo, se rezagaron bajo un gran olivo retorcido y anciano, no por huir de la lluvia, sino por sentarse en sus raíces aéreas. Niván aspiró con intensidad. El característico aroma de tierra mojada reinaba en el ambiente, y el olor le pareció embriagador y lleno de vida. Al hacerlo, Anüp, cabizbajo, le echó una ojeada furtiva, para volver acto seguido a postrar los ojos en la tierra y en los riachuelos que en ella germinaban.

~El lunes me toca pasar la Habitación de las Turbaciones —transfirió Anüp en un tono que revelaba cierta preocupación, cosa poco habitual en él.

~Lo sé —afirmó Niván e hizo una pausa antes de proseguir—. Me he informado de los nudos troncales que te tocan. No te preocupes, todo irá bien.

~Es que… me da un poco de miedo, eh… —meditó un momento qué era—, tener miedo.

~Es normal —Niván abrazó al chico por el hombro—, pero piensa que no es de verdad, es una recreación de subrealidad. Además, yo estaré contigo, no va a pasarte nada.

~Gracias.

Anüp agarró a su tutor por la cintura, y el sonido granulado del aguacero sostuvo sus pensamientos en un ruidoso silencio que cobijó a ambos. Uno se refugió del futuro, el otro del pasado.


EL REBAÑO
VII

Como colofón del reflejo almacenado de una humanidad cambiante, desde la trigésima segunda planta de un rascacielos, Niván pudo ver envueltos en una cálida atmósfera de humo y jazz a Henry, William, Nelson y Alan. Conversaban distendidos, deleitándose de las más selectas bebidas espirituosas y de un seguido de tentempiés salados esparcidos por un bol en forma de trébol. Estando encerrados en una jaula de cristal en las alturas, y por ello alejados de los compromisos que exigía una alta sociedad que aborrecían, podían opinar con franqueza sin el incordio que representaba mantener las apariencias en un mundo —opinaban— repleto de políticos ineptos e ilustres idiotas. Aquellas eran reuniones en las que realmente se sentían libres y relajados, y a pesar del elevado coste que requería la necesaria discreción, era siquiera una minucia en contraposición al desahogo que suponía no tener que fingir.

Afuera la ciudad en breve dormiría, pese a que en aquel momento todavía quedaban multitud de ventanas encendidas en los edificios y en las carreteras algunos coches solitarios regresando a casa. Pero desde la estanqueidad de la sala donde se hallaban, por el reflejo en los cristales la urbe se ofuscaba, y el universo de los reunidos quedaba confinado por unas horas tan solo a aquella confortable estancia, con la embriagadora sinuosidad del saxo de Paul Desmond y el Jim Hall Quartet sonando de fondo. William prendía un puro que yacía en el cenicero y Nelson picoteaba unos cacahuetes cuando la puerta principal se abrió. Los cuatro se giraron para ver a los recién llegados, y saludaron a Salomon que venía con un invitado.

—Este es John —anunció Salomon.

Salomon era el más anciano del grupo, y aunque casi todos superaban la cuarentena, a excepción de John, se consideraban en la flor de la vida, en el cénit de su carrera vital.

—Hola John —dijo Alan, oculto tras el New York Post, que dejó sobre la mesa para darle la mano.

—Salomon te ha traído a los lobos para que te devoren —le dijo Henry con socarronería, con la afabilidad que le otorgaba la cara redonda y unas grandes gafas de pasta—. Ñam, ñam —añadió.

—John es amigo. Es profesor —contó Salomon—, y tiene mi confianza. No dudéis en coméroslo… si podéis.

Rieron de forma unánime, dejando de lado sus cavilaciones aquellos que no participaban activamente en la conversación que dejaban tras de sí, y centrando su atención en el nuevo miembro.

—Los amigos de Salomon son mis amigos —apuntó William, apoltronado en una butaca y chupando del puro.

—Soy profesor de filosofía en la costa Este —dijo John—, y estoy encantados de conoceros. Salomon me ha hablado muy bien de vosotros, me ha dicho que sois personas con las que se puede… dialogar sin tapujos.

A Henry le pareció curioso el tono académico que manaba de la voz de John y lo demostró acariciándose el mentón. A su vez, el invitado tomó asiento junto a Nelson, que le sirvió una copa de Camus sin preguntar.

—No bebo —intentó detenerle John.

—Pero si este coñac lo tomaba el Zar de Rusia, ¿cómo no lo vas a probar? —le recriminó Nelson, y siguió llenando la copa.

—Bueno, pues empezaremos a beber. La verdad ya no me vendrá de aquí —concedió John.

Hubo un instante de silencio, en que John se sintió analizado escrupulosamente por las vivaces miradas de las demás. Para ignorar el escrutinio, John quedó absorto en la bella luz que proyectaba sobre unos periódicos la ancha copa del néctar ambarino de más de 50 años de edad que le habían servido.

—Dinos John, ¿qué opinas de la riqueza? —preguntó Alan a modo de prueba.

—Opino que la riqueza no se tiene, sino que es concedida por quien cree no poseerla —respondió.

—No lo digas muy alto o quienes me limpian el retrete se enterarán de  que  les estoy dando  papel pintado a cambio —bromeó Nelson.

Haciendo un esfuerzo, John cató el fuerte licor, y no pudo evitar, por falta de costumbre, una caricaturesca mueca de desagrado. Para sacarse el mal sabor de la boca, cogió unos frutos secos del bol que atesoraba Nelson.

—Tanto dinero para terminar teniendo que beber agua fermentada —comentó John.

—¡Ah! Esos son los suplicios de esta triste vida, amigo —dijo Nelson, sarcástico.

—¿Cómo vas Henry? —preguntó Salomon, con su cadencia habitual, rasposa y lenta.

—Igual que siempre, entretenido en mil y un tinglados, ya sabes —respondió Henry—. En breve tengo que volver a irme de viaje, ya ves que no paro intentando conducir a buen puerto la estupidez humana.

—¿Y tú Salomon? —intervino Nelson—. ¿Crees que llegaremos a la Luna antes que los soviéticos? Estábamos comentándolo antes.

—La Luna… —suspiró Salomon—. Si de joven me lo hubieran plateado no lo hubiera creído… Es en definitiva una idea romántica, un símbolo de poder patriótico, con escasa repercusión practica en nuestros… negocios. Yo, por lo menos, no voy a trasladarme ahí. Soy viejo, y esas guerras las vivirán otros.

—La Luna está rellena de minerales —aportó Alan—, ¿y quién no querría explotarlos a su debido momento? La carrera espacial es una apuesta de futuro, una inversión a largo plazo, digamos.

—Estoy de acuerdo con Salomon —dijo William—, lo único que conseguiremos llegando al satélite lo antes posible es pasarles la mano por la cara a los rusos. Ya con Vietnam la cosa se está poniendo fea. ¿Qué pretenden? ¿Qué nos matemos por un puñado de asiáticos? Habría que hablar con esos rojos antes de que se lo tomen demasiado en serio, y terminen haciendo alguna locura.

—Al final todos buscamos lo mismo —comentó Henry—, aunque ese alcornoque de Brézhnev sea un títere sin cabeza con el que va a resultar complicado entenderse. Pero el nivel actual de hostilidades es sostenible, no creo que después de lo de Cuba vayan a volver a jugársela.

—Mientras exportemos guerras y dólares todo nos irá de maravilla, ¿no Alan? —dijo Salomon, poniéndose él también una copa de Camus.

—Sí —respondió el aludido—, pero hay que pensar también en el futuro. Es bueno tener escondido un truco en la chistera para cuando se anuncie una paz genuina y tutelada para el sudeste de Asia, y los periodistas de izquierdas empiecen a hacerse demasiadas preguntas. La Luna me parece un conejo perfecto que explotar y distraer el foco de la actualidad.

—¡Nada! Los estúpidos solo pueden preguntarse por qué llevan los cordones de los zapatos desatados, y ya es mucho para ellos, no les pidas que se pregunten además de dónde sale ese calzado —dijo Nelson, con un puñado de frutos secos en la mano que devoraba con la ansiedad de un hámster.

—Parece que subestimáis en gran medida la capacidad de los que no opinan como vosotros —se incorporó John, que había permanecido callado escuchándolos—. Puede que con el tiempo cambie la capacidad crítica de las masas, deberíais tenerlo en cuenta. Si a finales de siglo colonizamos la Luna, como propone Alan, el panorama de poder puede ser que por entonces responda a proporciones y naturalezas completamente distintas a las actuales, puede que otras doctrinas ideológicas que todavía no existen hayan tomado el control.

Intrigados, los presentes se lo miraron, y es que ninguno de ellos hubiera sospechado jamás los antecedentes e intenciones reales del invitado, que lo consideraban, aún de momento, más un entretenimiento que una persona a su misma altura. La historia de John daba comienzo cinco meses atrás, cuando al profesor le fue diagnosticado un cáncer incurable. Este hecho revolvió por completo la hasta entonces discreta vida de John, que había sido la propia de un retraído profesor de filosofía que solía confinarse entre la lectura y la docencia. Al conocer la noticia de su enfermedad incurable, consciente de que moriría antes de un año, John se había propuesto, en un achaque de locura y después de un intento de suicidio, el alcanzar la cúspide poder detrás de la política, y conocer de primera mano aquellos mecanismos sociopolíticos que largamente había conjeturado en sus ensayos. Poco a poco y poniendo en práctica sus teorías expuestas en su obra «La alquimia del acto y el poder de la intención», había logrado escalar posiciones en el entramado de clientelismo e intereses que definían la estructura capitalista, llegando con esfuerzo hasta las más altas esferas. Hacerse amigo de confianza de Salomon había supuesto el mayor hito conquistado, sorprendiéndose hasta él de los resultados de su tenacidad.

Pero los objetivos de John aparecían ahora confusos en su propia mente, quizás fueran cambiar el sistema establecido, o destruirlo, cada vez lo tenía menos claro, sobre todo a medida que la angustia por la cercanía de la muerte le iba haciendo perder algo más de cordura. Era aquella reunión, en cualquier caso, una oportunidad única de contrastar sus tesis e influenciar en lo posible en los miembros de la élite, y no estaba dispuesto a desaprovecharla.

—De que el panorama ideológico sea adecuado, nos encargaremos nosotros John —dijo Nelson—, como siempre hemos hecho. El mundo cambia, sí, es una realidad ineludible, día a día se vuelve más complejo, condición que nos beneficia, pero el rumbo que tome depende de las maniobras que se adopten, no es el azar quien determina el destino. No importa donde esté la humanidad, sino dónde estamos nosotros dentro de ella. Somos supervivientes, y aquellos que no opinan como nosotros no es que tengan una opinión diferente, es que no pueden opinar como nosotros, porque su mente es frágil, no da más de sí, y ahí está la condena que ellos mismos se imponen.

—Si conocieras igual que nosotros la ductilidad de las masas —dijo Henry—, verías que esa “capacidad crítica” de la gente no es un problema real. Al final, uno hace lo que cree correcto, y lo que uno crea correcto depende de la información de que disponga para evaluar los hechos.

—Eso no lo puedo negar Henry —aceptó John—, pero podría demostrarte que vosotros sois tan esclavos como la masa que despreciáis, si me lo permitís. Creéis tener la verdad, que A es A, y eso os hace débiles.

Ante el reto propuesto por John, los cuatro, Henry, Nelson, William y Alan, sintieron la apremiante necesidad de escuchar los argumentos del invitado para rebatirlo o dictaminar que era un necio. Por su parte, Salomon ya conocía de antemano la picardía de su amigo, y se lo tomó tal que un juego, sin darle mayor importancia.

—Está bien, pues ilústranos con tu sabiduría, “señor profesor”, en qué somos como el pueblo —le alentó William.

—Preferiría, primero, poder oír con más detalle vuestra explicaciones de por qué sostenéis que la masa es tan fácilmente controlable —solicitó John—, y a partir de ahí, os enseñare con claridad el origen de vuestra, podríamos llamarla, subyugación de facto —y añadió para amedrentarlos—: ¿Os atrevéis?

—Cuidado John —le aconsejó Salomon—. Te encuentras ante las mentes más brillantes del nuevo orden, y a la vez los dedos más largos. Ellos orquestan gran parte del devenir de los hombres, no los subestimes.

Por respuesta John bebió otra vez, manteniendo la mirada desafiante pero amable, conocedor de la neurótica necesidad de aquellos hombres por sentirse superiores al resto, y por ende, incapaces de rechazar un duelo. John había dudado durante muchos años de que existiera en realidad una cúpula de poder que moviera los hilos de la sociedad, era una idea paranoica, simplista, pero por lo menos esos hombres así lo creían, y se jactaban de ser los artífices.

—Si quieres pasar el tiempo con ejercicios de dialéctica insustancial, arte que practicamos a menudo, tú mismo. Solo espero que no nos decepciones y esgrimas los mismos burdos argumentos de los marxistoides de la Nueva Izquierda. Es evidente —empezó Henry— que la masa no tiene opción de elección sobre lo que opina, querido John —dijo esto último con retintín—, en cuanto unos datos concretos, aplicados a una cierta moral, siempre dan un mismo resultado. Aquel al que se le ha enseñado que, por ejemplo, blasfemar es pecado, aborrecerá a aquellos de quienes se diga que son blasfemos, hayan insultado o no a Dios. ¿Qué opción tiene si está haciendo lo que cree correcto? Es sencillo, solo hay que determinar qué información se da, y cuál no, para que la gente reaccione como uno precisa. Para justificar las hostilidades en Vietnam solo tuvimos que argumentar que los norvietnamitas habían atacado al Maddox primero, ¿pero crees que fue así? No, los norvietnamitas solo respondieron, como era natural, a nuestros ataques previos, de otra forma no hubieran entrado al trapo. En el fondo, es como jugar al ajedrez, y cada uno utiliza sus mejores estrategias, y no hay que avergonzarse de ser un ganador, porque sería traicionar la virtud.

—El perro actúa por apetito o por obediencia, igual que el hombre actúa por instinto o por convicción —continuó William—. Los instintos de los seres humanos bien todos los conocemos, y no son plato de buen gusto para ideologías sentimentaloides, pero son tan reales como los soldados que dicen “si está muerto, es un Vietcong” al masacrar campesinos sin distinción; y es que tienen sed de sangre, miedo, codicia, o sencillamente intentan satisfacer sus apetitos sexuales. Sabemos que si les mostramos un hueso, van a morderlo, y ¿es acaso responsabilidad nuestra que lo muerdan, cuando son ellos los salvajes? —Tras una fuerte calada, dejó el puro en el cenicero y prosiguió el discurso—. Por otro lado, las convicciones, son puramente circunstanciales, en la mayoría de casos no hay ni una idea que las sustente. La gente opina lo que opina su comunidad, sus ídolos, sus padres, no hay reflexión alguna en las creencias básicas del individuo común. Por ello son tan fácilmente manipulables, solo hay que darles una verdad relativa a que aferrarse para que hasta la difundan amablemente, y sin tan siquiera cobrar. —Rió sutilmente sin detenerse—. Son tan estúpidos que defienden nuestros intereses creyendo defender lo correcto. Y no creas que es ninguna sorpresa que después los pobres se junten en multitudes alteradas para proclamar colocados hasta las trancas “lo superaremos”, o para pedir el fin de la guerra, es previsible, y solo hay que darles pequeñas victorias placebo para acallarlos. El Medicare y el Medicaid, o la Ley de Derechos Civiles, ¿crees que han conseguido algo? No, solo sirve para que piensen que han ganado. Les damos diez para que no se fijen en los cien que nos llevamos, porque son incapaces de asumir que son perdedores. Pero a pesar de las apariencias, la realidad sigue siendo la misma. Ellos están contentos en su panacea, y así no molestan, mientras las leyes objetivas de la excelencia siguen su curso. ¿Qué sentido tiene penalizar la capacidad productiva y premiar la ineptitud? Aunque debido a que no pueden entenderlo, o no quieren, por su mezquindad, hay que otorgarles pequeños logros de vez en cuando.

—Mira el Boston Globe de este viernes —dijo Salomon, cogiendo uno de los periódicos que descansaban bajo el New York Post—, habla de Gemini nueve, de lo dicho por Ele-Be-Jota, anuncia coches y electrodoméstico… ¿Crees que estas son noticias relevantes para el futuro de la población? Pero si esa es la información de que dispones, sobre eso te preocuparás. Así de fácil es controlar a la masa. Hasta aquella prensa que no nos es afín nos apoya, porque tan solo puede contar lo que le llega, y las fuentes manan de nuestros ríos.

—Nadie se preocupa en preguntarse si lo que oye es verdad, o si existen otros factores que no está evaluando —prosiguió Alan—. Y por ello se merecen lo que tienen, porque son débiles e ineptos, es simple selección natural. Si se diera el control a los incapaces, no solo pereceríamos nosotros, sino también ellos, así que de cierta forma les protegemos.

—La incertidumbre provoca ansiedad, por eso el pueblo se aferra a opiniones ajenas, inculcadas por interés, aunque sean absurdas —dijo Henry con una leve risa entre dientes.

—En efecto, la única posibilidad que tendrían esos pobres diablos de salir de su pozo sería escuchar a los pocos que atisban algo de luz —comentó Nelson—, aunque aquellos compatriotas que son lo suficientemente listos, ya se pasan de buen grado a nuestro lado. Y es que la mejor manera de desacreditar a los que pretenden derrocar el estado natural de las cosas, es hacer que los estúpidos de remate se unan a su proclama. ¡Y ni tan siquiera se dan cuenta! Ellos podrían pretender hacer lo mismo, sería lo lógico, pero no están capacitados, es una lucha desigual, y por ello, rigen nuestras normas y estamos donde estamos. Es una cuestión de gravedad, cada uno ocupa su sitio en el universo. Por lo dicho no nos preocupa que alguien como tú, por ejemplo, después vaya y pretenda difundir nuestras opiniones. Nadie te creería, ¿sabes?, todavía más si un teórico de la conspiración te diera coba.

—Muy interesante —soltó John al fin—, pero no habéis dicho nada que no esperara que dijerais. Promulgáis las leyes del más apto como justificación del control de las masas, su esclavitud intelectual como la debilidad que les hace permanecer en su posición social, pero puede que en la élite también existan debilidades similares. Os habéis planteado alguna vez ¿cuál es la finalidad de vuestros actos, de la ambición de controlar a dichas masas? ¿Qué buscáis? No creo que sea el dinero, que es parte del engaño; podríais adquirir cualquier bien material que desearais. ¿Es el poder entonces?

William y Nelson asintieron sin remordimientos, conscientes de que era aquella fuerza la que los movía.

—Si podemos controlar el mundo, ¿por qué no tendríamos que hacerlo? —reflexionó Henry intrigado.

—Buscáis el poder, y lo buscáis porque os excita —concluyó John—. Ahí radica la sumisión y la debilidad que en un futuro pueden aprovechar otros para girar las tornas. No veis que vosotros también sois esclavos, sois esclavos de vuestra naturaleza sexual. Sois el perro que decía William, que busca fornicarse  todo  lo  que encuentre,   aunque ya ni  se  le  levante. —Nelson se sintió ofendido por estas últimas palabras, e iba a recriminárselo a John cuando este continuó, y lo dejó estar—. Cada uno ve lo que su cuerpo material le permite ver, para satisfacer los lascivos instintos que gobiernan al hombre. No se trata de moral, entiendo que estáis por encima de ella, se trata de instinto, pero os hace igualmente esclavos. La gratificación del poder os obceca, es la misma gratificación engañosa del dinero: intangible, irreal, dúctil.

—¿Y qué propones, un mundo gobernado por mujeres? —se mofó Salomon.

—No, las mujeres adolecen igualmente de otros vicios —dijo John—. Quizás vuestra conducta sea tan conducida e irreflexiva como la de aquellos que creéis inferiores. Veréis, el objetivismo que, también a vosotros os han inculcado igual que a los simples sus preceptos morales, no tiene en cuenta un factor extremadamente relevante, que es que el individuo vive en sociedad, y el bien de los otros busca el bien propio, por el mismo egoísmo que orgullosamente ostentáis. Los intelectuales de izquierdas buscan la paz, para que las guerras no les salpiquen, buscan la igualdad, para que el vecino no les corte el pescuezo, es una estrategia compleja, enmarañada, que trabaja sobre las leyes de causa y efecto, y la prevención del dolor propio evitando el dolor ajeno. Sin embargo vuestro planteamiento alberga una debilidad intrínseca, que es la finalidad lasciva del poder.

—Vaya con el “señor profesor” —dijo William sorprendido—. ¿Qué eres, comunista?

—No creáis que yo soy diferente a vosotros —se explicó John, temiendo haber cruzado los límites y ser expulsado de la reunión—. Solamente os digo que no conocerte a ti mismo te hace débil, porque otros pueden utilizarlo en tu contra.

Hubo un instante de silencio en suspensión, en que John no supo cuál sería el resultado de su discurso. Sabía que en cualquier momento podían ordenar a los escoltas de afuera que lo ejecutaran en un callejón, arruinar la carrera de su hermano o destrozar su familia. Pero aquel era el riesgo que había decidido correr, y ahora era un momento decisivo.

—Excelente —felicitó Henry, simulando un aplauso.

—Ya os dije que no era un hueso fácil de roer —apuntó Salomon.

—Bienvenido al grupo —dijo Alan—, nos entretendremos mucho discutiendo contigo. En definitiva, en este juego entra quien puede apostar, y tu pareces tener buenas cartas.

John se sirvió otra copa de coñac, y en esta segunda ronda ya no se le hizo tan fuerte. Aunque aliviado y satisfecho de que aceptaran seguir debatiendo con él, un sentimiento agridulce le anunció en sus adentros que en cierta forma eran inmunes a cualquier reflexión que no interesara a sus respectivos bajos instintos. Creía percibir que en el fondo, sus esfuerzos serían inútiles, y en definitiva ellos opinarían lo que sus entrañas les permitieran, ignorando cualquier concepto incómodo. Así siguieron conversando un buen rato, hablando sobre aspectos de la vida que les eran vedados discutir en público; animosos, despreocupados y en posturas indolentes, y John se fue perdiendo en el alcohol lentamente, preguntándose si en realidad él era diferente a aquellos hombres. ¿Era en verdad más noble su objetivo? —se cuestionaba—. Y es que ya no sabía ni cuál había sido este en un principio. ¿Por qué quería mejorar el mundo, si en breve yacería agonizante en una cama de hospital? ¿Cuál era el impulso original que guiaba sus actos? Con la mente emborronada, se sintió desconcertado, y empezó a considerar que nada importaba, que todo era vanidad y espeso humo de habano. Su fantasía paranoide de conocer los engranajes de la sociedad, para manipularlos hacia un fin incierto, ahora se le presentaba una actitud tan llena de soberbia como la de aquellos que pretendía transformar.

A altas horas de la noche, cuando la fiesta fue apagándose y los ahí reunidos empezaban a prepararse para partir, John se levantó mientras sonaba la dulce sinfonía de «The Night Has a Thousand Eyes» en el tocadiscos. Se dirigió a una de las paredes de cristal, y al acercarse lo suficiente su reflejo ceniciento se vio remplazado por la majestuosa estampa de la ciudad nocturna, que se le antojó silenciosa y ausente, demasiado oscura, ignorante de todo lo que ahí ocurría. A un lado, la torre del Custom House, que por su puntiagudo tejado parecía un castillo de cuento, daba cobijo a un reloj que acuciante le recordaba a John que el tiempo pasaba y pronto moriría. Detrás, a lo lejos, los destellos del agua del puerto interior e infinidad de casas teñidas de negro, con algunas estructuras de nuevos edificios levantándose esqueléticas, que haciendo caso omiso a la leyenda de la torre de babel —juzgó John—, querían conquistar el cielo.

En el sueño colectivo en que dormitaba la ciudad, nadie sospechaba la trascendencia de las palabras que esa velada se habían cruzado una pandilla de hombres ricos y poderosos. Seguramente —pensó John—, si no fuera por la influencia de aquella camarilla hambrienta, el acontecimiento no hubiera tenido mayor relevancia, pero ocurría que las manos de Henry, Salomon, William, Nelson y Alan, no eran manos corrientes. Muchos les otorgaban el beneplácito del poder de decidir, y por ello, lo que opinaran iba a afectar a miles de millones de individuos.

Pero para aquel entonces, él ya habría muerto. Aunque en ese instante, observando la urbe nocturna desde el rascacielos, incapaz de vislumbrar ni su posición ni su objetivo en este mundo, tampoco se sintiera vivo.


Con el cuerpo inerte y la mente ausente, en la matriz Niván seguía conectado al telescopio lunar mientras que Anüp deambulaba por la estancia en busca de algún que otro pasatiempo con que entretenerse. Anunciando una inminente tormenta, afuera el ambiente era húmedo y ventoso, y una corta expedición por los alrededores de la casa había sido suficiente para que Anüp satisficiera con creces su curiosidad inicial respecto al vendaval, regresando tras escasos minutos al confortable refugio del interior de la matriz. Cuando volvió, llevaba en la mano un caracol asustadizo que sacaba las antenas alternativamente. Después de dejarlo encima de un bulto que habitualmente ejercía de silla, el chico se sentó en el suelo para observarlo con detenimiento, prosiguiendo el molusco su reptar tal que nada extraño hubiera ocurrido, dejando una brillante pátina de baba en la superficie porosa del asiento. Pero pronto Anüp se cansó del juguete nuevo y empezó a deambular ocioso por la matriz.

En esta ronda, con Niván tumbado en el diván, el chico fisgoneaba los artefactos generados por su tutor en las últimas semanas. Algunos, tales como bulbos de almacenaje de datos o muestras de minerales, supuso Anüp eran parte de la investigación de que tanto hablaba Niván en privado; otros, como calzado sucio o útiles de campo dejados al tuntún, para él quedaba de manifiesto que sencillamente habían permanecido olvidados tras su uso, pendientes de ser reciclados cualquier día.

El mozuelo olió los aceites perfumados que al lado de la bañera se erguían en fila, y sin muchas más opciones que reiterar en el paseo de reconocimiento por la matriz, volvió a inspeccionar la mesa de al lado del arca. El caracol, del cual Anüp ya ni ser acordaba, subía tenaz por los bordes del diván donde estaba Niván cuando el chico dio con algo que captó su interés. Era un libro, una forma arcaica de almacenaje de palabras que Anüp conocía gracias a la enseñanza troncal de historia. Sabía qué era, aunque nunca había visto ninguno físicamente y aun menos utilizado. De tal manera que no pudo contener el impulso que lo incitaba a echarle un vistazo. Aun así, lo examinó con delicadeza por miedo a que se rompiera. Lo olió, tenía un aroma rancio a humedad, y le dio varias vueltas antes de abrirlo al azar.

En una de las hojas las ininteligibles palabras formaban ristras negras, y en la página opuesta una ilustración mostraba a un macho cabrío asomándose a un pozo con un zorro en su interior. No era un dibujo realista, más bien el autor había optado por substraer las características representativas de cada especie y plasmarlas en una representación plana y sintética, en ciertos aspectos humanizada. Para Anüp resultaba curiosa tal abstracción, le recordaba cuando siendo más pequeño perfilaba en la arena con sus amigos historias fantásticas que se iban inventando. Desde que empezó a acceder a la subrealidad con el enlace, todas las recreaciones en que se había sumergido eran fidedignas y gozaban de un realismo sorprendente, pero aquel dibujo, con su sencillez y claridad, le resultaba cercano, incluso simpático. La afinidad de la ilustración avivó todavía más su interés en el libro, y se entretuvo escudriñándolo hasta que Niván salió de su letargo.

—¡Niván! —interpeló Anüp apenas habiéndose levantado su tutor del diván—. ¿Qué es este libro?

~No lo sé —transfirió aún algo desubicado, y se acercó con paso vacilante—. Déjame ver…

~Lo encontré encima la mesa, he ido con mucho cuidado.

—Ah —exclamó Niván a voz~. Es el libro que recogí en el refugio de los Inmortales. Ya ni me acordaba de él.

~¿Qué libro es? ¿De qué trata? Tiene algunos dibujos de animales.

~No me fijé en ellos cuando lo revisé, no habrá muchos.

~No, cuatro —puntualizó Anüp.

~Pues si quieres que te diga la verdad —Niván dejó el libro en la mesa y puso a generar un vaso de agua—, no tengo ni idea de qué trata. Está escrito en un lenguaje que desconozco.

Niván enseguida se percató que aquella escusa era poco menos que absurda, pues él no conocía ningún otro idioma escrito que no fuera el común, y su explicación daba a entender que tenía algún tipo de bagaje lingüístico como podía ser el caso de Xuga, a excepción de las hablas muertas que había absorbido para leer los labios en algunos reflejos. Se rehidrató a sonoros sorbos y volvió a coger el libro, mirándolo fijamente.

~¿Quieres que investiguemos qué pone? —propuso Niván, presionado por la exaltada expresión contenida del rostro del chico.

—Sí, sería genial.

~Entonces déjame un momento que lo investigue.

Con una expectación evidente, Anüp se tiró hacia atrás en el asiento y se mantuvo en silencio. Para llevar a término su cometido, Niván registró la imagen de una de las hojas en su mente, y después consultó en la médula el idioma a que correspondía. Una vez identificado —era un dialecto oriental de finales de la Segunda República Mundial, con una escritura particular distinta a la oficial—, lo absorbió y dedicó quince minutos a fijar los anclajes neuronales mediante ejercicios preparados para ello.

~Creo que ya lo tengo —transfirió al final Niván.

~¡Qué rápido! —se sorprendió Anüp, que había creído que tendría que esperar bastante más. Saltó de la silla en que estaba y se acomodó en un asiento adyacente a su tutor.

~Xuga diría que voy muy lento, no tengo práctica. Pero vamos a ver qué dice el libro ¿no? —A la vez que el chico asentía Niván leyó el titulo vocalizando lentamente con la mente—: Las fábulas de Esopo. —Y tras abrir los ojos sobremanera con aire misterioso, gesto al que Anüp respondió con una contracción de puños para expresar su excitación, pasó directamente a la primera página en que presumió empezaba el relato—. El águila y la zorra —transfirió, y se miraron en vilo—. Un águila y una zorra que se habían hecho amigas decidieron vivir una cerca de la otra, pensando que la convivencia haría más estrecha su amistad. —Animado Anüp sonrió—. Entonces el águila voló encima de un árbol muy alto para hacer el nido, y la zorra se sumergió en la maleza que crecía a los pies del mismo árbol, donde crió. Pero un día que la zorra había salido a buscar comida, el águila, no teniendo nada para comer, se precipitó sobre las zarzas y robó las crías de la zorra, devorándolas ella y sus aguiluchos. —Atendiendo a las palabras que él mismo recitaba en su mente, Niván hizo una pequeña pausa conmocionado por la peculiaridad del relato—. Cuando la zorra volvió y vio lo ocurrido, sintió tanta aflicción por la muerte de sus pequeños como por el hecho de no poderse vengar (ya que siendo un animal terrestre, no podía perseguir a un pájaro). Por eso maldecía a distancia a su enemiga, pues es el único recurso de los impotentes y los débiles. —De nuevo Niván se detuvo y meditó sus palabras antes de reanudar la narración—. Pero pronto llegaría un castigo para el águila por traicionar aquella amistad. Mientras en medio del campo sacrificaban una cabra, el águila se arrojó encima, llevándose del altar una entraña aún ardiendo que cargó hasta su nido; entonces se levantó un fuerte viento que encendió, en unas briznas de paja seca, un brillante fuego. Y los aguiluchos, siendo todavía pequeños como para poder levantar el vuelo, se quemaron y cayeron al suelo. Corrió entonces la zorra hasta ellos y los devoró a todos en presencia de su madre el águila.

Digiriendo el cuento restaron los dos mudos unos segundos, pues tanto el tono como el estilo del discurso les sonaban tremendamente exóticos. Sin duda aquel texto era diferente a todo lo oído hasta entonces por ellos. El pequeño Anüp escrutó furtivo el rostro de Niván para intentar esclarecer su opinión de lo leído, luego dijo mentalmente:

~Que triste… los dos se quedaron sin crías.

Antes de responder al comentario del chico, Niván reflexionó largamente sobre el significado de la fábula, consciente de que quería ser algún tipo de alegoría respecto a la condición humana.

~El águila obró mal —transfirió  en conclusión Niván—.  La reacción de la zorra fue producto del dolor generado por el águila con anterioridad,  aunque según  las leyes  del  Despertar —apuntó—, “la acción ajena no justifica la acción del individuo”. Pero creo, creo que la historia pretende evidenciar algún tipo de ley de causa-efecto aplicada a la acción moral.

~¿Quieres decir que si eres malo te pasarán cosas malas?

~Creo que es lo que quiere decir el libro —transfirió Niván, que inicialmente se había tomado aquella actividad como un mero pasatiempo cualquiera, y ahora empezaba a sentirse intrigado por el libro—. ¿Continuamos?

Anüp afirmó.

~Vamos a ver: El águila, la grajilla y el pastor.

Llegado el fatídico día de adentrarse en la Habitación de las Turbaciones, por los nervios, Anüp no tuvo apetito para desayunar. A pesar de la insistencia de Niván, que le repetía cariñosamente que debía comer algo, no hubo manera de persuadirlo, y se quedó callado, abstraído en sus miedos, mientras su tutor tomaba su habitual taza de té con leche acompañada de unas galletas.

Niván decidió dejarlo tranquilo un rato, a ver si así se calmaba, pues tampoco tenía mucho que recriminarle dado su propio historial. Al llegar él a esa fase del aprendizaje troncal, estando bajo la tutela de Andara, se escapó al bosque para no tener que pasar la prueba. Cuando finalmente Andara lo encontró, lloroso y lastimado por la maleza, el pequeño Niván convenció a su tutora para no tener que entrar en la Habitación de las Turbaciones. Aún ahora, no terminaba de entender qué había llevado a Andara a acceder a tal petición, siendo él tan siquiera un chiquillo asustando. Quizás fuera la descomunal desesperación que experimentó y que le provocó hasta que se plantease el quitarse la vida, o puede que Andara considerase que Niván no sería capaz de superar la prueba. Que él supiera nadie había muerto jamás a causa del trauma, pero recordando ahora su propia angustia antes del acontecimiento, se decía que él bien podía haber sido el primero. Las razones de Andara para tomar dicha elección y librarlo de la Habitación eran todavía un enigma para Niván, y a partir de aquel día no volvieron a hablar nunca de la cuestión de forma directa. Fueran cuales fueran los motivos de su actual amiga y antigua tutora, ese acto aparentemente insignificante, había condicionado de forma irremediable la vida de Niván.

~¿Estás  seguro  de que no quieres  una  de  mis galletas? —insistió Niván por enésima vez.

—No, gracias.

Viendo que Anüp no pensaba ceder, se comió de un bocado la última galleta Orprix y puso a reciclar la taza. Abordó al núcleo para que preparara la bañera para asearse, y entretanto el agua subía de nivel y él estaba de cuclillas, Anüp se decidió a romper el mutismo reinante:

—Niván, ¿cómo es? ¿Tú pasaste mucho miedo?

—No —mintió—. Tú no te preocupes, todo el mundo lo supera sin problemas. Mientras estés en la Habitación, piensa que yo estaré a tu lado. No va a pasarte nada.

Antes de sumergirse en la bañera, Niván anduvo hasta la mesa para darle un abrazo al chico. Al regresar, un pinchazo en la planta del pie, junto a un crujido y una sensación viscosa le alertaron que acababa de pisar un caracol. Al darse cuenta, sumido en una gran tensión emocional, Anüp no puedo contener el llanto. Lágrimas que no plañían la muerte del caracol, sino aquello que pensaba que estaba por venir.

Al mediodía, a la hora fijada por el itinerario educativo troncal, Anüp se recostó en su cama, más calmado y con cierta resignación. Entonces abrazó una última vez a Niván, cerró los ojos, y se conectó mediante el enlace a la médula. Ahí se forzó la inyección de la Habitación de las Turbaciones en la aún tierna e infantil mente de Anüp.

Primero vino la oscuridad.

Después Anüp se encontró repentinamente tumbado en el suelo de una habitación decagonal de lobreguez melancólica. En aquella siniestra y geométrica estancia, cada una de las diez paredes que cercaban al chico poseía una puerta de negrura insondable. Puertas opacas de las que no se atisbaba ni pizca del interior, ni qué o quiénes se ocultarían detrás.

El pavimento se presentaba frío y con textura de cemento, y la sensación de estar echado en él era áspera y poco confortable. Algo aturdido e intentando ponerse en situación, Anüp se incorporó apoyándose en su brazo izquierdo, y quedando así reclinado, examinó la sala. Del centro del techo emanaba una fría luz focal que marcaba con celo los claroscuros, pero que apenas iluminaba más allá del linde de su zona de irradiación. Dicho cono de luz revelaba una etérea atmósfera de pequeñas partículas en suspensión de polvo flotando, que junto a un silencio perturbador que parecía balbucear quejidos, provocó que no por miedo, sino por cautela, Anüp no osara ni moverse.

Trascurrido un rato, el entumecido culo de Anüp empezaba a hacerle daño con punzadas de frío, y se plateó si sería adecuado el quedarse allí quieto mucho más tiempo. Hasta el momento no había ocurrido nada en absoluto, sencillamente se trataba de una estancia desagradable y helada —pensó Anüp—, y eso bien podía soportarlo. Así que decidió permanecer ahí lo que fuera necesario, en vistas de la tranquilidad imperante. Aunque para enderezar las molestias de su incómoda postura, se levantó y dio cuatro pasos para despertar sus extremidades.

Pasaron los minutos con lentitud, en un lapso de tiempo difuso e interminable. Anüp era incapaz de concretar cuánto tiempo hacía que estaba ahí en pie, dando vueltas, ahora sentándose, ahora volviéndose a levantar, pese a que lo juzgaba una verdadera eternidad. Al fin, se armó de coraje y se acercó a una de las diez puertas negras, consciente de que si se quedaba quieto indefinidamente en aquella estancia inicial con probabilidad nunca terminaría el ejercicio troncal. Pero al salirse del foco de luz que lo resguardaba y aproximarse a la negra hendidura, el miedo le sobrevino y se lo repensó. La oscuridad de la puerta exhalaba una lobreguez húmeda y densa, y Anüp regresó con premura al centro de la sala.

Convino sentarse otra vez en el suelo de la habitación, pero cuando siquiera estaba de rodillas para adoptar tal posición, como si hubiera estado aguardando pacientemente el momento adecuado, de la entrada a la que acababa de acercarse surgió un ser deforme. Era un hombre desnudo sin cabeza, con el cuerpo repleto de fauces babeantes de distintos tamaños y formas. Tras salir de la penumbra el monstruo se detuvo, y esperó a ver la reacción de Anüp.

Paralizado por la sorpresa inicialmente, Anüp hizo ademán de huir pero resbaló y cayó de bruces. El ser demoniaco entonces inició una carrera desenfrenada hacia el niño, y antes de que este pudiera alzarse, se precipitó sobre sus piernas. Las palmas de las manos del engendro, que también albergaban bocas hambrientas, empezaron a mordisquear los muslitos de Anüp, y una de las cavidades dentadas de su torso acertó en un pie, arrancando la carne del dedo gordo y la del apéndice contiguo.

El espeluznante grito que Anüp lanzó no era producto tan solo del dolor, pues en él se concentraba un miedo abrumador y la incredulidad de que aquello estuviera realmente pasando. Como pudo Anüp se zafó de la bestia a talonazos con la pierna que aún conservaba intacta, y corrió cojeando hacia la puerta contraria. Ni se giró para ver si el ser le seguía. Dejando un reguerón de sangre y después de romperse parte del hueso del dedo del pie que había quedado al descubierto, Anüp ingresó en el negro portal sin pensárselo dos veces.

Una vez dentro, el dolor desapareció. Dio media vuelta y comprobó que la puerta que acababa de cruzar ya no existía. En su lugar únicamente encontró oscuridad y aquel silencio tan inquietante. Sin un ápice de luz que le indicara dónde estaba ahora, con los ojos abiertos como platos aunque sin ver nada, nerviosamente se palpó con esmero. Descubrió que sus dedos del pie volvían a estar en su sitio, blandos y suaves como siempre. Su cerebro, elucubrando a una velocidad vertiginosa, empezó a plantearse qué debía haber hecho, qué se esperaba de él y qué se suponía que debía hacer ahora. Por respuesta, y con el susto aún haciéndole temblar las rodillas, en la oscuridad que tenía enfrente se iluminó el perfil de tres puertas, y gracias al resplandor que irradiaban Anüp pudo comprobar que la habitación presentaba una disposición análoga a la anterior. Entonces brotó de la negra techumbre una profunda y sombría voz que recitó:

«Una de estas puertas Anüp hará que no despiertes jamás, otra te librará del tormento, otra te inducirá a seguir soñando»

Anüp se preguntó si realmente había oído aquella voz o esta resonaba en su mente. A continuación, en cada una de las puertas iluminadas se dibujó una frase dentro de sus marcos encendidos, y el chico se acercó alternativamente para leerlas bien:

1 ª. Sin olvido no hay camino.

2 ª. El ahora es verdad, su recuerdo una mentira.

3 ª. Siempre no habrá mañana.

¿Qué  incomprensible juego era aquel? ¿Cuál escoger? —se debatía Anüp, y antes de que se le fuera de la memoria, repitió de nuevo la frase que acababa de escuchar—. «Otra te librará del tormento… Esa —concluyó—, esa es la que debo escoger». Sin darle muchas más vueltas, decidió abrir la puerta central, la que rezaba que «El ahora es verdad…». La empujó e ingresó en una nueva sala también sin luz alguna.

En medio de la negrura el chico esperó unos instantes a ver qué pasaba, pero nada ocurrió. Resolvió al momento que quedarse quieto esperando no había sido una buena opción en la primera sala, de tal forma que a pesar de no distinguir absolutamente nada del entorno, se puso a caminar con lentitud, arrastrando los pies para no chocar con los posibles objetos o accidentes del terreno que ahí hubiera. En la tétrica oscuridad, al asumir que tenía la vista inutilizada, Anüp prestó atención a sus otros sentidos ahora agudizados: olía a moho y soplaba una fina corriente húmeda que le iba calando poco a poco. Descubrió al andar que el tacto del suelo también aparecía diferente en esta habitación, aquí era granulado y mojado, como el que es propio de la tierra del monte después de una fina llovizna.

El cerebro de Anüp dedujo de forma automática e inconsciente que aquella nueva estancia sería de unas dimensiones similares a las anteriores, y por ello en breve se toparía con alguna pared con nuevas puertas que cruzar, pero tras recorrer lo que opinó más del triple de la longitud esperada, la sorpresa de no encontrar fin al espacio desvaneció la apreciación infundada. Continuó, constante aunque inseguro en el vacío, hasta que un cosquilleo diminuto recorrió el talón de uno de sus pies. Al detenerse, otro cosquilleo subió desde el suelo a su empeine, y de ahí a su pierna, esfumándose después de que le propinara un manotazo instintivo. Aceleró ligeramente el paso, aunque sin aumentar demasiado la carrera por miedo a estrellarse con un muro en cualquier momento debido a la opaca noche que le cegaba.

Anüp empezó a albergar la sensación de que le seguían. Un cuchicheo frenético, al comienzo casi imperceptible, crecía paulatinamente detrás de él. Por inercia el chico giraba de vez en cuando la cabeza para ver qué era, pero la inmensa e inquietante oscuridad que amparaba aquel ruidito no daba tregua alguna. Al final Anüp paró exhausto, extrañamente sediento, y se postró en el suelo. Pensó que Niván podía haberle advertido, o por lo menos explicado cuáles eran las actitudes necesarias para superar aquel calvario. Anüp sabía que el ejercicio pretendía desencadenar un seguido de respuestas psicológicas en él, que al salir de la Habitación de las Turbaciones «los miedos primigenios» —que era como solían llamarse los terrores que nacían del miedo primario a la muerte—, habrían desaparecido en su mayoría de su subconsciente. Sin embargo, le inquietaba enormemente no saber qué se esperaba de él, y cuál era la manera adecuada para pasar el ejercicio lo más rápido posible. Se sintió algo enojado y traicionado por su tutor, y una lágrima de impotencia floreció en la comisura de uno de sus ojos.

El ruidoso crepitar fue acercándose como un torrente desbocado, aunque Anüp estaba sumido en un estado de autocompasión y abandono que le impedía seguir huyendo, y se quedó quieto, esperando lo que fuera que se estuviera acercando. «Solo es una subrealidad, nada es de verdad», se dijo. Cuando el rumor ya lo rodeaba por completo, las cosquillas volvieron a asomar por las partes de su cuerpo que estaban en contacto con la tierra. Esta vez no las rehuyó, y permitió que subieran por sus piernas y brazos. Intentando mantenerse al margen de las sensaciones, Anüp ni se movió. Entonces, al parpadear en las tinieblas, al separar las pestañas durante siquiera un segundo la sala se iluminó y Anüp pudo ver la escena. Millones de pequeños insectos similares a cucarachas se amontonaban en las paredes de una habitación igual a la anterior, y esos bichos que lo envolvían ahora empezaban a trepar por él. Por insólito que parezca, en ese instante fugaz de claridad Anüp solamente pensó en que era imposible que la habitación fuera tan pequeña. Enseguida, al desaparecer la luz como si hubiera sido absorbida por los surcos de las puertas, el cosquilleo se acrecentó. Los insectos se le enmarañaron por el pelo, y comenzaron a introducirse por los orificios que en su camino hallaban: esto es nariz, boca, orejas y ano. Anüp no pudo mantener la indiferencia y su pasividad se transfiguró en pavor. Gritó y se zarandeó, y una ola de bichos aprovechó para penetrar por su garganta.

Resultaba chocante y nuevo para el chico que, mientras lo devoraban de adentro hacia afuera, y el dolor y el pánico se mezclaban en una experiencia horripilante, su mente esgrimiese pensamientos en milisegundos con una tranquilidad pasmosa. Por un lado era algo horrendo, pero a la vez su psique se iba distanciando del sufrimiento meramente físico, y lo percibía sin juzgarlo, solo evaluando lo que ocurría en un análisis aséptico que nacía del instinto de supervivencia.

Anüp pensó que iba a morir, y dejó de luchar. Pero la expiración no llegó, y el chico quedó suspendido en los límites del dolor, deseando que por compasión la muerte lo abrazara.

Entretanto en la matriz, Niván contemplaba meditabundo al ausente chiquillo tumbado en su cama. Hacía poco el pequeño había esbozado unos quejidos junto a un seguido de palabras ininteligibles, y su tutor no pudo evitar preocuparse un poco. Bajo el amparo del sistema de mantenimiento vital de la cama, Anüp permanecería en la subrealidad de la Habitación de las Turbaciones hasta que se considerase completado el ejercicio; fueran horas, días o semanas. Niván se plateó que quizás él mismo, dentro de algún tiempo, también podría someterse a la prueba que no pasó cuando le tocaba de joven. Así puede que perdiera aquellos miedos absurdos que le reprimían, y por fin pasaría a ser igual que los demás ciudadanos. Puede que dar el paso —pensaba—, le diera fuerzas suficientes como para proponerle a Jun que accediera a ser su pareja procreativa. Y es que era habitual que Niván otorgara a esa fase incompleta de su aprendizaje la culpa de todos sus males, a pesar de que muchas de sus inseguridades no tuvieran nada que ver con ella. En el fondo él lo sabía, pero no quería escucharse cuando su mente se lo insinuaba.

El sentimiento de cariño que despertaba en él Anüp, trascendía acaso tal que una sensación nueva, diferente a cualquier otra experimentada con anterioridad. Apreciaba a Xuga o Jun tremendamente, e incluso tenía un afecto muy especial por Andara, pero nunca había tenido un apego emocional como aquel, que exigía grandes dosis de responsabilidad y lo instaba a querer proteger al chico. Si no supiera de primera mano cuales eran las consecuencias de no pasar la Habitación de las Turbaciones, bien seguro que no hubiera permitido que el pequeño Anüp pasase por el duro trance. Xuga se lo había contado muchas veces: el miedo tenía la función de preservar la vida, y era un sentimiento realmente útil en la antigüedad, cuando el hombre podía ser devorado por un dientes de sable, pero con la evolución de la medicina se había acabado convirtiendo más en un estorbo que en un estímulo útil. Las respuestas fisiológicas y mentales que provocaba entorpecían el buen funcionamiento de la sociedad moderna, que no debía enfrentarse a conflictos bélicos ni temía por la supervivencia física de sus miembros. De tal manera, que erradicar el miedo a la muerte, final asistido que todos los ciudadanos aceptaban de buen grado, hacía a las personas más felices y capaces.

Aun entendiendo las razones Niván encontraba el método del trauma algo desagradable, y hubiera preferido que sencillamente se tratase de algún tipo de inocua reestructuración neuronal. Aunque la técnica escogida por la Cepa del Individuo respondía en efecto a su eficacia, y el olvido selectivo hacía que tras la Habitación de las Turbaciones no quedaran secuelas ni recuerdos del ejercicio. No obstante, Niván sufría por el dolor que podía imaginarse experimentaría Anüp en su trágico presente, por mucho que racionalmente le expusieran los beneficios de aquello y supiera que después la criatura no recordaría nada.

Sentado a su lado, acarició el pelo rizado del chico, y musitó un frágil «lo siento», aun a sabiendas que el niño no podía escucharlo, porque lo decía en el fondo para sí mismo.

Ahora que Anüp no lo oía, aunque en un espejismo cognitivo apreciara lo contrario, Niván decidió contarle un cuento para acompañarlo en aquel primer trascendental viaje hacia la madurez cerebral. Andara se lo hacía a él, a veces de pequeño le contaba fantasiosas historias antes de acostarse, y creyó que quizás haciéndolo él en ese momento le procuraría a Anüp un cariño similar al que a él le dieran antaño. Pero en este caso, puesto que Anüp no podía oírle, Niván en realidad contaba la historia para sentirse él mismo que cuidaba del chico, y mermar la impotencia que le carcomía.

—¿Sabes Anüp?, hubo una vez un tiempo donde el sol no salía por el horizonte —empezó con un tenue tono—, y los hombres y mujeres de la Tierra vivían de plantar semillas y cuidar animales. Como la luz del sol no llegaba al suelo, porque una niebla permanente acompañaba siempre a las nubes, las plantas no crecían, y el ganado enfermaba. En ese mundo la gente vivía en casas de madera y paja, y todo lo hacían con los materiales que encontraban a su alrededor —dijo, e hizo una pausa—. Pero eran personas temerosas, en aquel entonces aún no había ni la Habitación de las Turbaciones ni enseñanza, y por ello se inventaron unos seres mágicos para explicar la naturaleza que les rodeaba. Algunos creían que en el cielo vivía un ser todopoderoso, que era el sol, otros decían que bajo tierra habitaba un espíritu con forma de ciervo. Como tenían un grave problema, y sus cosechas, que utilizaban para comer, no crecían, se culpaban mutuamente y a sus respectivos dioses del desastre. Les suplicaban ayuda, y les hacían… —Niván recordó la imagen grotesca de hombre de mimbre ardiendo, y resolvió adaptar la historia para que no fuera tan macabra— fiestas, para agradarles, para ver si así la niebla se disipaba. Como no funcionaba, cada vez hicieron bailes y fiestas más grandes, y más grandes, y más. Pero terminaron todos enfadados y peleados porque decían que el ser mágico del otro impedía que se solucionaran las cosas. Pero al final, ¿sabes qué Anüp?, no consiguieron nada. Y es que nadie llegó a plantearse que quizás, ningún dios existía, y se estaban confundiendo en la base del problema, y jamás hallarían una respuesta satisfactoria a partir de una fantasía.

Niván respiró profundamente, pretendiendo transmitir algo de apoyo a Anüp a través de un sexto sentido mental imaginario, pues no cabía usar el enlace estando el chico en trance. Pensó que ese era a lo mejor un resquicio de aquella espiritualidad ancestral que había contemplado en los reflejos, y después del cuento, ya no dijo nada más. Ahí se mantuvo sentado, contemplándolo, hasta que llegó el momento de registrar el siguiente reflejo.

La fase inicial de la prueba, que a Anüp se le había hecho eterna, en el mundo real apenas había durado unos pocos minutos. En la subrealidad de la Habitación de las Turbaciones los periodos divergían al exterior; aquí no era el reloj sino el tiempo del sueño quién marcaba las horas, y siglos enteros podían hallarse concentrados en un suspiro de Niván contemplando al chico. Ahora Anüp se encontraba dentro de en un lúgubre pasillo sinfín, y su cerebro, conmocionado por las experiencias anteriores, le había obligado a quedarse acurrucado en posición fetal unas horas. Se sentía débil, y un escozor emocional palpitaba fuertemente en sus adentros.

Cuando se sosegó su alma y se creyó preparado, empezó a recorrer el pasadizo con andar resignado y cabizbajo. Un albor fluorescente emanaba de las paredes e iluminaba su entorno cercano, y más adelante la vista se perdía en la oscuridad del punto de fuga. Era un paisaje monótono que a medida que se reafirmaba en su invariabilidad, paso tras paso, adoptaba un semblante cada vez más irreal y espantoso para Anüp.

—¡¿Qué esperáis de mí? ¿Qué debó encontrar?! —gritó exasperado en un momento dado.

Otra vez una voz de cadencia fantasmagórica y textura omnipresente resonó, y Anüp no supo si silbaba en el aire o la tenía dentro de él. Esta dijo:

«Ahonda, ahonda, ahonda. Encuentra aquella voz única que por la mañana grita y al mediodía canta, que de día empuja y de noche abraza. Ahonda sirviéndote de ti mismo Anüp, ahonda y diluye tu ego, diluye tus miedos»

—¡Dilúyete tú! ¡¿Pero qué significa?! —berreó Anüp harto de acertijos, pero la voz no se dignó a contestar.

Y fue lo único que ocurrió durante varios días en que estuvo recorriendo aquel túnel con andar lastimoso. Durante esas penosas jornadas el chico tuvo tiempo de abandonar, recular, y seguir caminando después. Pero cuando Anüp ya creía que aquel laberinto de una sola vía sería su cárcel eternamente, algo cambió en la invariable lejanía. Una sombra inmóvil se dibujó en la pálida luminiscencia del fondo. Casi emocionado porque algo cambiara, Anüp corrió hacia aquello que veía, indiferente a estas alturas a que pudiera suponer algún peligro. Pese a que por mucho que se esforzaba en acelerar la carrera para llegar hasta la forma difusa, esta parecía restar siempre a la misma distancia, rehuyéndolo de manera burlona tal que un espejismo.

El chico se detuvo exhausto, y jadeante sospesó renunciar a seguir luchando. Pero una brizna de ira brotó de su cansancio, y lo empujó a reanudar la persecución con todas sus fuerzas. Esta vez la sombra no huyó suficientemente rápido, y logró alcanzarla. Presa de un odio que había ido acumulándose a lo largo de las jornadas, sin prestarle atención a la figura que estaba envuelta por un halo de negra ofuscación, no pudo reprimir atacarla, y la golpeó repetidamente hasta tirarla al suelo. A pesar de ser solo un niño, una fuerza descomunal poseyó sus brazos y piernas, otorgándole el poder de infligir daño. Furioso se ensañó y no detuvo la paliza, pegando cada vez con mayor violencia. Fue entonces cuando las facciones de aquel ser se definieron, y descubrió que se trataba de él mismo. Totalmente descontrolado, Anüp siguió golpeándose. Acto seguido su consciencia se traspasó a su otro Yo que ensangrentado en el suelo intentaba protegerse del brutal ataque. Impotente ante su Yo agresor, para intentar sacárselo de encima, Anüp lanzó su mano contra la cara del Anüp enloquecido. El dedo índice penetró en su ojo con firmeza, y lo reventó en un estallido de humor vítreo. El otro Anüp se apartó chillando, y Anüp sintió una gran pena por haberle lastimado.

La consciencia de Anüp volvió a su cuerpo original, y tanto el dolor como una ceguera parcial hicieron acto de presencia. Se miró en el suelo, lleno de sangre, destrozado, y la culpabilidad lo inundó. Todavía así, su Yo agonizante tuvo aliento para decir: «lo siento». Entonces el suelo se abrió, y los dos cayeron en un abismo infinito. Mientras caía, Anüp se durmió dentro del sueño, agotado ya, incapaz de seguir sufriendo.

Al despertar se halló tumbado en la habitación decagonal del inicio. Recordaba levemente lo ocurrido. ¿Quizás aquello no había sido más que una pesadilla? —se dijo—. No tenía mucho sentido, pero las aterradoras experiencias vividas en el recuerdo se le presentaban difusas como en los sueños, y no albergaba ya angustia. Desde una de las puertas a su espalda, sonó una llamada de atención que mediante un «pst» le hizo darse la vuelta de repente y clavar la mirada en dicha dirección.

—¡Pst, eh! —repitió la voz.

Anüp se estremeció pendiente de lo que pudiera surgir de la hendidura, consciente de que no debía esperar nada bueno de las artimañas de aquel ejercicio psicológico troncal. Esta vez de la puerta salió un híbrido entre un ciclón y un humano, que abajo mantenía la rueda y a partir del torso era igual a su antiguo tutor Alim. Al verlo rodar desde la negrura en Anüp se desvaneció la ilusión preliminar de que los horrores vividos hasta entonces solo hubieran sido un mal sueño, y el niño reculó asustado.

—¡Eh Anüp! ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo? —dijo en un tono que le era familiar al chico, pero con un deje hermético y sibilino que lo espantó todavía más. Aquel era un engendro creado a partir de alguien a quien amaba, y el hecho de notar en su voz que quería hacerle daño, le abrumó más que cualquier aberración monstruosa que pudiera imaginar. Aunque no era la morfología bífida del ser aquello que repulsaba realmente a Anüp, sino el cariz absurdo de la situación, un absurdo que le confería al encuentro un tinte pavoroso. Porque en la mente de Anüp lo ilógico era lo ignorado, y como la oscuridad se remitía a lo desconocido, en raíces que manaban de la muerte, que era el origen y el fin que jamás podría ser conocido por la consciencia.

—¡Pst! Anüp, mira, no estamos solos.

De los restantes agujeros de las demás 9 paredes surgieron al unísono los miedos materializados de Anüp, humanoides deformes y bestias imposibles que contenían aquello que más podía turbar al chico. Inmediatamente Anüp cerró los ojos y se encogió, poniendo la cabeza entre las piernas y temblando como el niño que todavía era. La grotesca caricatura de su tutor rodó hasta él, y poniéndole la mano en la frente le alzó la cara.

—¿Por qué huyes Anüp? —murmuró—. ¿No sabes que estamos en tu mente, detrás de tus ojos? ¿Qué no puedes cerrar los párpados?

El pequeño Anüp se dio cuenta de que el ser demoniaco tenía razón, que era inútil, no lograba cerrar los ojos. Suplicante, el niño miró a su antiguo tutor en busca de un resquicio de aquel que con tanto esmero le cuidara en el pasado.

—¿Cuándo podré salir de aquí? —sollozó Anüp.

—Cuando no tengas miedo.

La última palabra casi se perdió, pues mientras la decía la boca de aquella suerte de centauro se agrandaba, los dientes crecían erráticamente como estacas, y se le desencajaba la mandíbula desfigurándole el rostro. En el aquelarre de las turbaciones, Anüp aún tardaría una inconmensurable agonía en entender el significado del ejercicio, aceptando la muerte y disipando los miedos a través del conocimiento. Mientras Niván lo observaba, ajeno a todo aquel desconsuelo, cogiéndole la mano desde otra realidad.


ALFIL POR E OCHO
VIII

En la cara nocturna de Marte, en el lado que quedaba de espaldas a la Tierra y miraba a las lejanas estrellas, se habían reunido los representantes de Ordenados y Naturales para solucionar un antiguo conflicto de una vez por todas. Estando en un anfiteatro bajo el amparo del monte Atlas, el recinto de la reunión era la única luz visible desde el espacio, pues los escasos colonos de esta zona del nuevo mundo en su mayor parte ya dormían, o si no lo hacían, el brillo de sus habitáculos apenas era perceptible, tenues luciérnagas desperdigadas al tuntún.

Tras las presentaciones, a estas alturas innecesarias, y una tediosa exposición inaugural de la causa a tratar, que respondía más a la liturgia que a una necesidad, Haran Zomiledo, de los Naturales, fue el primero en hablar:

—Delegados, está claro que la ciudadanía nos pide un acuerdo —dijo Haran, que se puso en pie para que todos le vieran—. No podemos seguir así. Es una lucha estéril que ya ha llevado suficiente muerte y dolor. Nuestra propuesta está clara, nosotros respetamos las opciones ajenas, y no discutimos la forma de hacer ni las leyes colectivas de los que quieren ser Ordenados, solo pedimos que se nos permita vivir a nuestro modo, sin tener que acatar normas o preceptos que no compartimos. A mi ver, la solución está clara, aceptémonos y vivamos en harmonía cada uno a su manera.

Los demás Naturales aprobaron el discurso mediante el enlace con pulsos afirmativos, y Haran volvió a tomar asiento, recogiéndose la larga túnica negra con el brazo para poder hacerlo sin problemas. En la otra mitad del anfiteatro, vestido de blanco, un vocal de los Ordenados llamado Recíl Fituwepa contestó:

—Delegados Naturales, no es nuestra intención mantener el caos y los conflictos, sino más bien al contrario. ¿Pero cómo es posible vivir en harmonía cuando no existe un orden y unas leyes comunes? ¿Cómo solucionar el problema de la población si no se gestiona la procreación y el periodo vital? Coincidimos en querer arreglar la problemática, pero esperar a que se solucione sola haciendo cada individuo lo que quiere sin atenerse a unas normas estructurales que garanticen el bien común, es un engaño cognitivo.

La aprobación de los Ordenados fue unánime, y como réplica se levantaron a la vez dos Naturales, Haran Zomiledo y Ana Busicunu, cediendo la palabra Haran a Ana al darse cuenta.

—Delegados, ¿acaso no recordáis qué supuso el gobierno de los sabios? El ser humano debe ser libre para escoger su destino, y debemos respetar las demás formas de entender el mundo, sin imponer ninguna posición, porque caeríamos en el mismo error en que cayeron nuestros antepasados. Nosotros abogamos por encontrar soluciones a los problemas concretos, somos conscientes de que pueden surgir dificultades a partir de la sobrepoblación u otros temas, pero la salida no pasa por cuartar las libertades, sino por utilizar el conocimiento y la ciencia para adaptarnos a las nuevas situaciones. La naturaleza se regula por imperativo vital igual que el ser humano, y hoy en día no existen dificultades para satisfacer aquellos inconvenientes que la vida nos presente, pero debemos respetar la libertad del individuo. ¿Qué sentido tendría encontrar el equilibrio mediante la represión si no podemos ser felices en él?

—A veces hay que hacer sacrificios en pro del bien común, delegada —respondió Recíl, y una cacofonía de pulsos contrarios emergió en el centro de discusión.

—Y eso mismo os pedimos delegados —apuntó Ana—. Si no pretendierais imponer vuestro punto de vista a nivel global, no habría conflicto en los términos que hoy discutimos. Hay que ceder, negociar, y buscar puntos de acuerdo y respeto para que la humanidad consiga vivir en paz. Creéis poseer la verdad, pero al no dudar nunca de vuestras convicciones demostráis ser incapaces de avanzar en el conocimiento de lo correcto. Debéis comprender que puede que os estéis equivocando en algunos aspectos, y por lo tanto, hay que tolerar de buen grado concepciones distintas a las propias, porque las ideas del otro hoy, podrían ser las de uno mañana.

—No rehuimos del debate, delegados, bien que aquí estamos para ver si os hacemos entrar en razón —dijo Recíl—. Pero no podemos tolerar que, si al dejar caer una manzana sabemos que caerá, se tiren sin control pretendiendo que queden suspendidas en el aire. La humanidad y sus problemas son tan reales como dicha manzana, y responden a una física social que en sus ecuaciones no admite interpretaciones. La verdad y lo conveniente es “uno” una vez esclarecido, y vuestras tesis son producto de un análisis erróneo de los factores. Por eso no podemos dejar que se acepte lo que es falso, porque en vuestras pretensiones de libertad se esconde la mayor injusticia, que es la justicia erigida a partir de la ignorancia.

—Siguiendo el símil que nos propones, delegado, os diré que la naturaleza no ha determinado qué es arriba y qué abajo —contestó Haran de los Ordenados, que se levantó remplazando a Ana—, y lo que haga la manzana es simplemente una disquisición humana, que es relativa, y puede tener varias acepciones verdaderas, según los puntos de referencia y preceptos que se tomen. El gris no es blanco ni negro, igual que no hay verdad absoluta en lo referente a las formas de organización social. Hay que evaluar y progresar, pero aceptando que pueden haber varios caminos hacia el fin que todos buscamos.

Siguieron discutiendo un buen rato, con grandilocuentes discursos y sus intransigentes réplicas, manifestando su visión de forma alternativa entre las gradas de los Ordenados, ataviados con túnicas blancas, y en las de los Naturales de negro. Aunque por muchas vueltas que le daban al asunto, no parecía que llegasen a ningún sitio. Pero la confianza que había puesto en ellos una humanidad agitada por una conflictividad peligrosa, les hacía persistir en la ardua tarea de intentar encontrar una solución duradera, pese a que tuvieran que hacer uso de todos los recursos en su haber.

—Bien es sabido que nuestras posiciones son contrapuestas,  y  conocemos bien el  argumentario  de  la oposición —continuaba en ese momento Ana Busicunu, de los negros Naturales—. Pero los ciudadanos nos instan a llegar a un acuerdo, y tenemos el deber de encontrar un marco de convivencia.

El vocal de los Ordenados, que se había mantenido en pie todo el rato, prosiguió con su discurso:

—Delegados, el único marco de convivencia posible es el establecimiento de unas leyes globales que permitan el mantenimiento de la especie de una manera harmónica. No desaprobamos la libertad, pero la libertad de un individuo termina donde empieza la libertad de otro individuo u entidad, ya sea la sociedad o los bienes públicos. Creemos en que el perdón exima la culpa a nivel doméstico, pero cuando se daña el interés común hay que tomar medidas. Sin control estamos destinados al fracaso y al sufrimiento. No queremos una cognocracia represiva como la de los más aptos, también entendemos la necesidad de un marco de libertad para el individuo, pero este debe estar delimitado irremediablemente por el interés común. —Finalmente, el vocal de los Ordenados, se sentó dejando resonar el solemne eco de su voz.

Cinta Begerino, de los Naturales, tomó la palabra.

—Pero delegados Ordenados, decidir cuánto ha de vivir una persona, o su nivel procreativo, o lo que es más importante que no habéis mencionado: los términos educativos que lo definirán como individuo, es limitar aquellos aspectos más importantes de su existencia. El bien común es un pretexto para controlar la sociedad, si todos somos educados mediante un patrón perdemos la capacidad de ser libres. Si no se permite a la sociedad procrear y educar libremente como crea oportuno cada colectivo ideológico, no solo perderemos la opción de decidir, sino también aquello que nos hace humanos y nos ha permitido sobrevivir hasta hoy en día. No somos contrarios a un cierto orden, es natural que surjan leyes de la colectividad que eviten la violencia o el abuso, pero no podemos aceptar que se controle bajo una visión única los puntos existenciales que nos definen. Vosotros podéis seguir vuestras normas, pero no nos las impongáis a los demás.

Recíl contestó:

—Delegados Naturales, ¿no entendéis que si estas premisas básicas no son seguidas de forma global no sirven de nada? Si no las acatara todo el mundo seríamos vulnerables a vuestros abusos, y vuestro mal hacer terminaría haciendo inútil nuestro esfuerzo. Si no os comprometéis a respetar el interés común, ¿qué impediría que lo malmetierais? No tiene sentido vuestra iniciativa. A veces hay que hacer sacrificios en pro del bien común —dijo Recíl, que atenuó la cadencia del discurso, y puso voz grave—. Las únicas opciones viables son, o que toméis consciencia de vuestro error, o que nos dejéis seguir nuestro camino en la Tierra y los Naturales os trasladéis aquí, a Marte.

Un tumulto de comentarios recorrió las gradas de los Naturales, sorprendidos e indignados por la propuesta. Haran Zomiledo fue el primero en reaccionar, levantarse y hablar:

—Delegados Ordenados, la Tierra no es propiedad de ninguna facción ideológica. Vuestra propuesta es una ofensa y no hace más que reafirmar la injusticia del método que promulgáis. Ni aquí, donde los colonos empiezan a conseguir aquello por lo que tantas generaciones han luchado, ni en la Tierra que nos ha cobijado durante tantos milenios, podéis imponer vuestras ideas. Debemos ser realistas, los Naturales jamás aceptarán una propuesta similar. Tenéis suerte que hayamos aceptado celebrar la reunión en un sitio no visible, porque este tipo de declaraciones podrían encender aun más los ánimos. Por nuestra par…

—¡Sí que lo harán! —le cortó enérgicamente Recíl.

El auditorio enmudeció ante la falta de respeto del vocal de los Ordenados, que se puso bien la toga antes de continuar:

—Sabíamos que no podíamos llegar a ningún acuerdo con vosotros, y por ello hemos decidido tomar medidas en pro del bien común. Ahora ya no hay vuelta atrás, hemos rastreado todos aquellos que no comparten nuestro proyecto, y si no os atenéis a razones y os venís a Marte, os eliminaremos. Os damos la oportunidad de seguir viviendo, y de realizar vuestra utopía que terminará en desastre, pero no queremos sucumbir a causa de vuestros errores.

Estupefacta, igual que el resto de Naturales, Cinta Begerino se levantó presa de la ira.

—Es indigno este chantaje, ¡no sois más que vulgares asesinos! La…

Antes de que pudiera terminar la frase, la cabeza le explotó, y cientos de gritos de horror estallaron entre los vocales Naturales vestidos de negro. El cuerpo decapitado de la chica quedó en pie un par de segundos, y después se precipitó sobre la gente que ocupaba las gradas inferiores, que se apartaron apelotonándose a los lados. Recíl, vocal de los Ordenados, impasible, sentenció:

—Ahora solo os queda convencer a los demás Naturales de que debéis iros a Marte. Así el orden reinará en la Tierra para las generaciones venideras. Quizás algún día os deis cuenta de vuestro error, y entonces, quizás, podamos perdonaros.



[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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