Espejos circunflejos: C. III




[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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CÁPSULA III
¿QUÉ FUE DE MARCO-ANTONIO?

Xuga preparó un té con menta, mientras con ojos enrojecidos Niván contemplaba el suelo de la matriz de su amigo, decidido a compartir con él su reciente hallazgo y quizás así poder aliviar un poco el malestar que le carcomía. De forma sincera, Niván creía poder confiar en Xuga, mucho era lo que habían vivido juntos y además, nadie mejor que él conocía los entresijos del pasado y qué períodos de la historia gozaban de mayor interés.

~A ver, cuéntame Niván —transfirió Xuga sin mirar a su amigo, a la vez que vertía en las tazas un poco de té—, ¿qué hace que te presentes a estas horas en mi matriz y te quedes ahí callado después de anunciarme que tenías que explicarme algo importantísimo? Si es que te has repensado lo de ser tutor y quieres debatir el asunto, te acon…

~No, no —le cortó Niván—, no es eso. Pero gracias por recordármelo; ahora, vaya, ni había pensado en ello. Ayer lo pedí en el astrio.

~¿Pues qué es? ¿Quién se ha muerto?

Xuga portó la tetera acompañada de las tazas en una bandeja metálica con ornamentos geométricos, y la dejó encima una mesa barroca de raíz de fresno que presidía la estancia. En la matriz por doquier podías encontrar muebles de madera o hierro forjado con un buscado aire añejo, un sobrecargado estilo arcaizante que definía muy bien las inquietudes de Xuga, y combinaba de forma curiosa las facetas más voluptuosas de la ebanistería y la forja de la Era Ilustrada. Periodo que manifiestamente Xuga adoraba.

~No te lo vas a creer —empezó Niván—. El tiempo, la luz viaja a una velocidad constante, ciento setenta y tres unidades por día.

~Vaya, ¿vas a darme una clase de física? —se mofó Xuga mientras tomaba asiento enfrente de Niván.

~No. Escúchame. Cuando tú me ves no estás viendo realmente como soy, sino de la forma que era en el instante en que la luz rebotó sobre mi cuerpo… eh… Con las estrellas pasa lo mismo, vemos la luz que arrojaron al espacio en un momento que viene determinado por su distancia respecto a nosotros. Pues, pues no te lo vas a creer: he descubierto un seguido de cuerpos reflectantes en que es posible ver cómo era la Tierra hace cientos y miles de años.

Cruzando las piernas, Xuga sorbió de su humeante taza de té sujetando el platillo con la otra mano, por si caía alguna gota. Sin inmutarse, volvió a dejarla en la bandeja con cuidado de no quemarse. Escrutó a su amigo en silencio unos momentos, y a Niván aquellos instantes de escrutinio se le presentaron interminables.

~¿Estás seguro? —preguntó al final Xuga con expresa incredulidad y un tono paternal.

~Sí. Lo he visto con mis propios ojos. Yo tampoco me explico cómo puede ser posible, es un reflejo casi perfecto. Mira, debes verlo tú mismo.

Al transferir la escena a Xuga, este palideció cuando distinguió el planeta Tierra, después con la visión de Seiso el viejo quedó patitieso, presa de una rigidez temblorosa. Xuga pretendió realizar otro sorbo de té, para ver si esto lo calmaba, pero al intentar coger la taza tiró toda la infusión por encima de la mesa. Hizo una señal con la mano diciéndole a Niván que esperara un momento, se levantó y fue a buscar su pipa.

~¿Ahora lo entiendes?

~Esto es muy grande Niván —transfirió Xuga al volver a sentarse con la pipa ya encendida—. ¿Eres consciente de que esto es un sueño para mí? Puede significar… —Un pensamiento irrumpió de sopetón en la mente de Xuga—. Un momento, ¿cuántos hay? ¿Cuántos espejos como ese hay?

~Millones —respondió Niván degustando cada letra—. Tengo las coordenadas de todos. He establecido en qué momento será visible la Tierra desde la mayor parte de ellos y qué fecha por su distancia reflejarán. Me falta terminar de calcular las rotaciones, quiero decir, qué parte del globo estará visible y qué parte iluminada. A una semana vista solo, claro. Aún tengo que terminar de diseñar los automatismos para disponer de los datos a más largo plazo. —Al terminar, Niván dibujó una amplia sonrisa.

Como respuesta Xuga saltó de la silla para abrazar y dar un beso a su amigo. Acto seguido levantó los brazos al aire y gritó de emoción con un apasionamiento que pocas veces había contemplado Niván en él. Contagiado por la alegría de Xuga, Niván también alzó tímidamente los brazos y espetó un «Wow» contenido que provocó una larga carcajada de los dos. Sosegada la euforia inicial, en unas risas que sirvieron de válvula de escape a los nervios que Niván acumulaba, volvieron a sentarse uno enfrente del otro. Xuga no podía parar de sonreír por la comisura de los labios, y fue el primero en comunicarse.

~Reflejos. Quién podía imaginar que algún día seríamos capaces de fotografiar a Napoleón en Waterloo o las manadas de diplodocus pastando en la estepa. Es magnífico. Reflejos —repitió perplejo—. Y qué nadie lo haya encontrado antes.

~Verás, dinosaurios no creo que podamos avistar de momento —puntualizó Niván—. Por ahora solo he rastreado la Vía Láctea, que tiene unos cien mil años luz de diámetro, es decir, teniendo en cuenta la posición de la Tierra como máximo podremos ver a unos setenta y cinco mil años en el pasado. Eso si hay confluencia y no nos tapa el eje galáctico. Aun así, no estoy seguro hasta dónde tendremos suficiente resolución preónica. El objeto que encontré estaba cerca de Deneb, muy próximo a nosotros. Lo inexplicable y maravilloso es el perfecto pulido de estos objetos, no logro encontrar una explicación plausible para su existencia y disposición.

Finalmente Niván bebió de su taza de té, sujetándola con las dos manos para no derramarla como su amigo. El calor recorriendo su garganta le reconfortó, y aunque se quemó ligeramente, el dolor le ratificó que estaba despierto y que aquello no era un sueño. Desde hacía unas horas, por el cansancio, la vigilia se estaba volviendo más ilusoria a medida que pasaba el tiempo.

~Si he de serte sincero, cómo llegaron hasta ahí es lo menos importante amigo mío —apreció Xuga—. Las repercusiones son infinitas, podremos verificar si aquello que creemos o nos han contado del pasado es verdadero, casi podría ser que naciera una nueva Rama de especialización dentro de la Cepa de la Memoria. —Xuga pipeó un poco mientras le daba vueltas al asunto—. ¿Has pensado en cómo y cuándo comunicar el descubrimiento?

~Me gustaría esperar a tener un informe exhaustivo y todo bien estudiado antes de contar nada a la Cepa —transfirió Niván con un deje nervioso.

~¿Sabes que van a perderse datos? —inquirió Xuga más serio—. Me refiero a que los acontecimientos reflejados que tú no almacenes mientras te decides a hacerlo público se perderán, ¿no?

~Sí, lo sé —confesó Niván, que se sentía como un niño que hubiera hecho una travesura, aunque tenía muy clara su posición a ese respecto—. Mira Xuga, esto lleva sin conocerse toda la historia de la humanidad, no por esperar unas semanas más o menos en hacerlo público va a pasar nada. Lo he descubierto yo, y quiero asegurarme de que no me roben el mérito.

Acariciándose el mentón Xuga se echó para atrás en la silla.

~Ay la vanidad de nuestros tiempos, al final va a tener razón Andara —soltó desairado, pero tras una pequeña pausa otorgó—: Pero te entiendo. Quizás sea por otras razones, pero es cierto que debes ser prudente en hacerlo público. Hay que pensar bien en las implicaciones, en las consecuencias que pueda llevar consigo; la verdad a veces es cruel.

Luego silenciaron la transmisión un rato. Cada uno de ellos fue absorto por un particular aglomerado de preguntas e ideas que brotaban espontáneamente en sus cabezas ante las posibilidades del nuevo escenario.

~Te he traído la relación de fechas visibles que he podido calcular —expuso Niván—. He pensado que tal vez puedas echarle un vistazo e indicarme las que puedan ser más significativas, para almacenar su reflejo mientras termino de estudiar el resto. —Y seguidamente, las descargó en el núcleo de la matriz de Xuga—. Aquí están.

—Qué responsabilidad —dijo un Xuga sonriente~. Ya verás como después la historia me juzgará por haber elegido mal, o lo que no debía. Sobrevenir el cronista de estos reflejos es un honor que envidiaría cualquiera en la Cepa, no puedo negarlo, pero decidir qué gestas humanas o cronologías son preeminentes respecto a otras, será complicado.

~Yo confío en ti. Además, tú tienes un gran conocimiento de la historia… a mí se me escapan muchas cosas, por no decir casi todo.

~Te ayudaré en todo lo que me sea posible, Niván. Debes darte cuenta de que para mí esto es un sueño hecho realidad, estoy deseando empezar a ver capturas de los tiempos antiguos —fantaseó Xuga, que se estiró acomodándose todavía más y empezó a cavilar verbalmente para sí mismo, aunque en la trasmisión estuviera incluido también Niván—. Más de uno seguro que se quedará sin palabras al descubrir que aquellas teorías que había defendido sobre tal o cual época eran erróneas, me muero de ganas por ver la cara de algunos de mis colegas. Si está en imágenes no podrán objetar nada, espero, aunque a veces ni la evidencia más flagrante les hace salir de su absurda obstinación. Algunos son testarudos a más no poder. Orick Damusefi por ejemplo, ese viejo sabelotodo, se empeña en afirmar que en la Edad del Sueño, la Segunda República Mundial fue instigada por un grupo residual del antiguo Imperio del Disco de Jade. Por extraño que parezca, no hay registro del asesinato de Alejandro Wang, que propició todo el tinglado posterior. Si pudiéramos verlo, Orick y sus partidarios callarían por fin.

Sin terminar de entenderlo por conocer tan siquiera superficialmente los sucesos de los que hablaba Xuga, Niván dejó de prestarle atención empujado por un pesado cansancio que se cernía sobre sus espaldas. El ronroneo cada vez más distante de la voz mental de Xuga era soporífero, y Niván no tardó en ceder al sueño y cerrar los ojos. Al darse cuenta su amigo, concluyó su disertación.

—Échate un poco en mi cama, que no te aguantas en pie —le propuso Xuga zarandeándolo por el hombro para despertarlo.

—Sí. Creo que será lo mejor —balbuceó Niván con los ojos todavía entrecerrados.

—Yo me pondré a analizar los datos que me has traído, estoy ansioso por empezar. En cuanto te levantes te cuento.

—Gracias.

Cabizbajo y sin terminar de salir del ensueño, Niván anduvo a duras penas los escasos metros que lo separaban de la gran cama de la matriz de Xuga. Tropezó con un mueble arisco que le regaló un dolor agudo pero efímero, y después se desplomó a peso muerto en el blando lecho. Antes de que Xuga hiciera otra pipada, él ya estaba completamente dormido, presa de un agotamiento absoluto. Por un lado se sumaba la tensión nerviosa del hallazgo con las horas de vigilia, por el otro la falta de regulación hormonal y reparación celular que llevaba a cabo toda cama de matriz mientras su inquilino dormía. No dormir era envejecer, una sensación muy extraña y desagradable —opinó Niván antes de perder la consciencia—. Sin embargo, por fin el esperado descanso había llegado, y compartir con su amigo el secreto le había liberado, dejándolo muchísimo más tranquilo. Aquel fue un sueño largo y profundo, que lo acogió tal que el útero materno que jamás había conocido.

Mientras, la humareda que exhalaba la pipa de Xuga subía en espirales concéntricas hacia el techo abovedado de la matriz, licuándose en la atmósfera aparentemente estanca de la casa, atiborrada de muebles anticuados y oscuros. Pasaron varias horas e innumerables bocanadas de humo hasta que Niván volvió en sí. Su visión inicial fue la de Xuga de espaldas, mal sentado en la misma silla y en la misma disposición en que lo dejó. Antes de incorporarse, Niván miró de reojo al sol que se erguía justo sobre ellos y tomó conciencia de cuánto había dormido.

—¿Cómo lo llevas? —preguntó Niván para captar la atención de su compañero y anunciarle que ya estaba despierto.

—Ah, buenos días. —Xuga torció la tez un segundo para saludar con la mirada y continuó mediante transmisión con el enlace~: Es fascinante. Supongo que podía esperármelo, aunque en un primer momento no pensé en ello: la mayor parte de fechas son anteriores al Neolítico, y en la Edad Lítica no disponemos de datos precisos, quiero decir en cuándo se produjeron ciertos acontecimientos remarcables. La historia moderna de la humanidad es un pequeño suspiro que apenas acaba de empezar. Aunque, teniendo en cuenta que hay millones de espejos pensaba… creía que habría más reflejos visibles a la vez.

~La confluencia puede parecer algo escasa, sí —explicó Niván—. Hay diversos factores que deben coincidir para que sea visible la Tierra en esos objetos, con una mínima calidad de observación, por supuesto —puntualizó—. Aunque piensa que aún tengo que terminar los cálculos y ver que todo esté correcto, los datos no son definitivos, pero de momento es lo que he podido conseguir. —Niván se levantó y puso a generar una taza de té con leche de yak—. Pero tampoco creo que cambie mucho la cosa respecto a lo que te he pasado una vez haya concluido el estudio. La estadística es así, la coincidencia es normal cuando hay muchas oportunidades, pero no deja de ser una coincidencia que se produce a intervalos más o menos dilatados —transfirió Niván, que se sentía fresco y animado, y su tono mental así lo expresaba—. ¡Fue una casualidad tremenda! Fue una casualidad tremenda que en el momento en que puse la mirada en las estrellas de detrás del asteroide se dieran los factores propicios para poder ver la Tierra con claridad, fue como… —dudó buscando un símil adecuado, hasta que se fijó en una vitrina donde Xuga exponía una colección de fíbulas que a pesar de estar ya documentadas, guardaba por motivos emocionales al ser de sus hallazgos primerizos—, como pincharse con un alfiler en medio del desierto.

~El doctor Livingstone, supongo.

~¿Qué?

~Nada, cosas mías —declaró Xuga, que se levantó oxidado después de tantas horas sin apenas moverse, puso a reciclar los enseres del té y prendió a Niván por el hombro—. Ven, pongámonos cómodos, te enseñaré lo que he encontrado.

Solicitar el privilegio de utilización preferente de uno de los telescopios del lado oscuro de la Luna era una medida excepcional, que eventualmente y en relación con un sistema de puntos por méritos, los integrantes de la Cepa del Tiempo podían pedir. Niván nunca se había visto en la necesidad de gastar sus horas de observación preferente, pero sin duda su reciente descubrimiento lo merecía, y ya había realizado los trámites pertinentes. Los beneficios eran numerosos: mayor calidad de imagen, menos contaminación de radiación ambiental, y ante todo el poder trabajar a cualquier hora del día.

Dando vueltas en la matriz, deseoso de que llegara el momento, Niván esperaba aquellas coordenadas espacio-temporales que Xuga le había indicado como un primer posible avistamiento de interés. La espera se estaba volviendo exasperante. El tiempo parecía discurrir más lento de lo habitual, y para entretenerse, Niván se dedicó a repasar sus últimos cálculos, a pesar de haberlo hecho ya varias veces en lo que llevaba de mañana. Al fin, la alerta que había programado le indicó que en breve se daría la conjunción cósmica que tanto ansiaba. Se tumbó en el diván y activó la inyección visual.

Al contemplar la Tierra por segunda vez quedó igualmente fascinado por su belleza, por sus verdes, azules y turquesas que entrañaba la vida consigo. Pero no tenía tiempo que perder con valoraciones estéticas, así que activó el almacenamiento global de imagen, y prosiguió su curso hacia un objetivo concreto que observar mientras se registraba el conjunto para su análisis posterior. Casi ya era la hora.

Acercándose a Eurasia, cautivó especialmente su atención la fisonomía peculiar que presentaba el litoral. Advirtió que una gran porción de tierras, de las cuales él bien conocía el perímetro, quedaban sumergidas bajo mares y océanos. Se mostraba tan vívida la imagen del espejo, que le resultaba chocante pensar que aquella tierra y aquellos bosques que ahora veía ya no existieran, mientras que otros aún tenían que emerger del lecho marino. Para Niván era desconcertante que todo aquello no fuera más que un eco de luz, un mero reflejo, aunque él lo percibiera en ese instante ante sus ojos tan indiscutiblemente real. Intentando alejarse de estas reflexiones que lo desconcentraban y entretenían, se focalizó en una cordillera montañosa. En ella, como en un nido de águilas, un conglomerado de casas se arrimaba temeroso a una pequeña pero infranqueable fortaleza que se alzaba en lo más alto de una abrupta cima.


LOS HOMBRES BUENOS
II

Desde la torre del homenaje del castillo Montsegur las vistas eran asombrosas, ya que dada su ubicación privilegiada en la cumbre, después del valle, cabía contemplar un formidable paisaje colmado de picos desafiantes que parecía se postrasen a sus pies. Desde ahí, la grandeza de las demás montañas quedaba menguada, y Pere-Roger de Mirapeis, en un arrebato de soberbia que le concedía la perspectiva, se creía capaz de vencer cualquier adversidad que el diablo ideara. Se estaba acercando lo más crudo del invierno, y la blanca nieve cubría cerca de la totalidad del entorno, a pesar de que los lejanos valles donde tocaba el sol aún gozaran de una efímera verde tregua que terminaría con la subsiguiente nevada.

Por fortuna, el día había amanecido despejado, y para aprovechar la benigna caricia del astro rey, Pere-Roger de Mirapeis y Raimon de Perelha, responsables de aquella comunidad sitiada, junto a Pons Ais, diácono cátaro, decidieron subir a la torre para discutir la situación.

Raimon se mostraba angustiado y vacilante, hasta había empezado a tartamudear en las últimas jornadas; por su condición noble las penurias del cerco francés hacían honda mella en él. Con todo, Pere-Roger de Mirapeis, hábil con las palabras, siempre conseguía calmarlo y ensalzar su ánimo para que aguantaran unos meses más, aunque esta vez, la situación se presentara peliaguda y no lo tuviera nada fácil.

—¡Oh funesta ventaja de la adversidad! —exclamó al viento Raimon de Perelha, contemplando el ajetreo del nuevo campamento francés afincando a 80 metros del fuerte—. Nuestro inexpugnable bastión, sometido por una panda de montaraces vascos que viven igual que bestias. Cuando aquellos rebecos endiablados escalaron la cresta oriental y pasaron por acero a nuestros centinelas, ya fue ahí que perdimos la guerra. Con los cruzados en la plataforma, sus máquinas no tardarán en destruir nuestras defensas. Ya sabemos que sus proyectiles de piedra, más grandes que la cabeza de un hombre, pueden hacer estragos en esta jaula en que estamos confinados. ¿Por qué resistir si solo sacaremos muerte de ello?

—Porque claudicar es ofender a Dios —respondió Pere-Roger—, que nos ha confiado la ardua carga de proteger a estas buenas gentes, cuyo único pecado es el de no obedecer a los Capetos y al Sumo Pontífice. Además, el hijo del herrero, Arnaud, no tardará en volver con un maestro inventor del pueblo de Capdenac que se ha unido a nuestra causa. Gracias a él y a sus ingenios mecánicos, si el señor nos tiene en gracia, podremos repeler la avanzadilla de las tropas cruzadas.

—Debo decir, mi buen señor de Perelha —Pons Ais, el religioso, intervino entonces—, que si abrimos las puertas a los soldados para mitigar nuestra sed y nuestra hambre, la iglesia de los lobos tendrá bien en quemar en la hoguera los buenos hombres que aquí residimos. —Pons Ais repeinó su barba con la mano, y una nube blanca cayó sobre su abrigo, que ya de por sí presentaba un aspecto descuidado, manchado con clapas más claras—. Pero no os confundáis mi señor —dijo mirando a Raimon—, no nos importa dejar esta mísera y diabólica existencia, en otras vidas nos veremos como halcones o aldeanos, pero ¿creéis en verdad que este es el fin que debéis suministrarnos? Si la parte de Dios que os emana del corazón nos ha puesto bajo vuestro amparo, ¿no será que vuestro destino es protegernos?

—No es mi intención condenaros —dijo el noble Raimon, afligido, mirando las diminutas tiendas francesas de la plana—, pero resistir es agudizar el martirio. Las provisiones escasean, suerte tenemos de ese niño, Arnaud, y de los demás mozalbetes que esquivan las tropas enemigas para traernos algo de grano y castañas, pero cuando el frío se intensifique serán muchos los que morirán durante el sueño, por la debilidad de sus cuerpos. El ayuno de los perfectos se ha impuesto, por necesidad, a toda la comunidad, y tanto niños como mujeres flaquean por no haberse llevado a la boca en meses un trozo de carne. —El tono exasperado de Raimon pasó a una cadencia más triste, y se giró hacia su camarada de mando, Pere-Roger—. Detesto tanto como vosotros a los cruzados, bien lo sabes Pere-Roger, pero ¿acaso no habrá un ápice de misericordia en el arzobispo de Narbona si claudicamos? Somos el último reducto de la fe cátara, si nos rendimos, su victoria se hallará completa y se darán por satisfechos. No hay necesidad de un escarmiento excesivo.

—Tus palabras son embustes del maligno que tu corazón no cree, Raimon —dijo Pere-Roger afectuosamente, cogiéndole del hombro—, sé que odias a los cruzados, pero también sé que lo haces por lo que les has visto hacer, y por su inclemente crueldad. Solo nos queda resistir, resistir y confiar en que los artilugios del maestro inventor alejen a las tropas del rey mientras esperamos a que el conde de Tolosa venga a auxiliarnos. Somos sus vasallos y no permitirá por más tiempo este baño de sangre, Raimon, debemos confiar en el conde. Resistir.

—Mi buen señor de Perelha —intervino Pons Ais—, como molinero soy plenamente conciente de la hambruna que nos azota, y entiendo que los seglares aborrezcan que todos los días de la semana, y no solo los propios, sean de ayuno de pan y agua, pero si este cuerpo corrupto pasa hambre se ensalza el espíritu que nos acerca a Dios, y nos hace más puros, y más firmes para resistir las acometidas del enemigo del señor. No os preocupéis por mujeres y niños, sabrán resistir si se requiere: son mucho más fuertes que nosotros.

—Esperaremos pues a ver qué resulta del ingenio del maestro inventor —concedió el noble Raimon, retornando la vista fuera de la torre, pero esta vez más cerca, en las casas cercanas—, aunque me preocupa que el final sea el mismo, y que entonces ya sea demasiado tarde para gran parte de estos pobres hombres buenos…

—Perfecto Pons, ¿qué hacen esas personas en la terraza nordeste? —preguntó Pere-Roger señalando—. Hace días que las observo bajo la intemperie rezar sin descanso.

—Han decidido reunirse con Dios mediante la endura, mi señor —contestó Pons Ais—. En la comunidad todos sabemos que hay carestía, y han decidido ayunar hasta la muerte para dar una oportunidad al resto de hermanos.

—No podemos permitirlo —replicó enérgico Pere-Roger—, su sacrificio solo beneficiará a los cruzados. Si es preciso reduciremos la dosis de pan, o enviaremos una expedición de caza, pero nadie morirá de inanición si yo puedo impedirlo.

—Deberéis convencerlos, entonces, mi señor —apuntó Pons Ais—, pero su voluntad es fuerte en acercarse a Dios. Están decididos a dejar este mundo diabólico.

—Lo haréis vos, perfecto Pons —ordenó con firmeza Pere-Roger—. En los temas del alma sois un pastor experimentado, y este problema no concierne al hambre sino al espíritu. Que los cruzados no mengüen nuestra gente sin haber lanzado proyectil alguno.

—Si así lo queréis, así lo haré —concedió Pons Ais.

Raimon de Perelha se había quedado apoyado en una almena, absorto contemplando su pueblo. En los bancales de la montaña, abrupta e irregular, se alzaban las casas de piedra donde se apiñaban aquellos que había resistido hasta entonces el sitio. Entre ellas, el brillante blanco de la nieve era cortado por líneas pardas producto de los caminos habituales de la gente, con la marca de las pisadas en el barro y charcos puntuales donde algunos solían parar. Al ver un grupo de niños jugando detrás de una empalizada cercana, creyó volver a su feliz infancia en Lauragués y huir de aquella pesadilla por un instante. Los niños eran ajenos a la locura del mundo, ellos solo querían jugar, a pesar de todas las vicisitudes. Al verlos entendió por qué luchaba: aquellas gentes, cultas, tolerantes, bondadosas, con las que se había criado, solo querían hacer su vida y practicar su fe. Pero era precisamente su bondad y libertad lo que asustaba a los poderosos, que querían subyugarlos o eliminarlos a cualquier precio. A fin de cuentas, la fe cátara, de la que él también participaba, no era sino un pretexto político de los condes franceses para asentarse en sus dominios.

En ese momento entraron en el patio de armas un chiquillo junto a un hombre mayor. Raimon se giró y avisó a Pere-Roger, que con un «Sí, son ellos» confirmó que Arnaud había vuelto con el maestro inventor. Una vez en el patio, se saludaron con un par de besos en las mejillas, y el chico se postró tres veces ante la presencia del perfecto.

—Bienhallados señores de Montsegur, Raimon de Perelha y Pere-Roger de Mirapeis, les presento mi más firme compromiso con su causa, y me pongo a su servicio. Soy Bertran de Capdenac, inventor y alquimista. Algunos dicen que tengo cierta pericia ordenando la obra de Dios para que se ajuste a los fines buscados, espero ser digno de tales halagos.

—Sea bienvenido maese Bertran —dijo Pere-Roger—, he oído pronunciar grandes alabanzas de su ingenio y no dudo que sus artes nos darán gran beneficio. Pero subamos a la torre para que pueda observar la situación en que nos hallamos. —Al lado del maestro estaba el joven Arnaud, un adolescente harapiento y sucio. Intimidado por la presencia de los nobles, restaba inmóvil y callado, con la mirada baja—. Perfecto Pons Ais, por favor acompañad al chico para que coma algo y llevad a cabo el cometido de que hablamos antes. —Para terminar, Pere-Roger dio al chico unos golpecitos en el hombro y le dijo—: Eres un valiente Arnaud.

Este levantó la vista y esbozó una sonrisa tímida, después, se fue con el perfecto Pons Ais hacia la terraza nordeste. De camino, andando despacio y con cuidado para no resbalar en las piedras mojadas que quedaban al descubierto en el barro, Arnaud seguía al religioso unos pasos para atrás, cautivado por el polvo que se desprendía de los ropajes del molinero al hacer algún movimiento brusco. «Debe ser harina», se dijo el chico.

—Arnaud, ¿cómo fue la expedición esta vez? —preguntó Pons Ais sin aminorar el ritmo—. ¿Algún problema?

—No perfecto Pons Ais —se apresuró a contestar Arnaud, acelerando el paso para ponerse a su lado—. Los centinelas ni sospecharon que pasábamos, en realidad no vi ninguno… se deben haber replegado al campamento principal.

—Hablas como un caballero —bromeó Pons Ais—. Si nadie has visto es porque era tu destino elegir los senderos vacíos. —El chico afirmó con la cabeza—. Hoy es martes —recordó para sus adentros el perfecto—, ¿ya has comido algo?

—No perfecto Pons Ais, pero ayer en el pueblo me dieron para cenar pescado, pan, y un trozo de queso. —Arnaud se censuró a sí mismo por mala consciencia, y sacó al momento una cuña de queso que guardaba en el sayo—. Pero no probé el queso, lo he traído para quien lo necesite.

De reojo, Pons Ais le dio una ojeada al pescuño.

—Guarda ese queso Arnaud, y no seas tan devoto a tu edad, o morirás joven. Que lo hayas traído para compartir con los demás hermanos habla bien de tu alma, pero no te prives de darle un bocado. Bien es sabido que las garzas fieles de cierta edad como es mi caso nos abstendremos, aunque piensa que el ayuno, o el comer solamente vegetales y pescado, es un medio de purificación de los perfectos, pero los jóvenes debéis crecer y alimentaros, todavía más en la escasez que nos asola.

—Pero perfecto Pons Ais, yo espero recibir el consolamentum cuando tenga edad —se justificó—, quiero seguir una vida pura.

—Lo sé Arnaud, pero para que llegue ese momento no debes morir de inanición. Conoce el mundo, al diablo, para poder después honrar a Dios.

El mozo se guardó la cuña de queso, aunque antes la vio un seglar que se les acercaba en sentido contrario, era Sicard de Bèucaire, un comerciante de tejidos. Al cruzárseles, les increpó:

—En malas horas nos vemos perfecto, ¿acaso venís del castillo? —Sicard parecía enfadado—. Los señores de Mirapeis no atienden a mis demandas, mi familia ya no puede aguantar más. Llevamos semanas a pan y agua mientras estos mozos se engordan a base de caza. ¿Qué esconde el chico bajo la capa?

El religioso y Arnaud no tuvieron otra opción que detenerse, y lidiar con el disgusto del hombre.

—Seáis bendecido, Sicard de Bèucaire —saludó Pons Ais—, es verdad que venimos del castillo. Los señores están trabajando en resguardarnos del peligro que supone que las tropas cruzadas conquistaran el terraplén oriental con ayuda de los montaraces vascos. Son muchas las solicitudes y problemas a que se enfrentan nuestros amos, y estoy seguro de que en cuanto puedan, os atenderán.

—Deberíamos rendirnos al rey de una vez —espetó Sicard—, por vuestra obstinación religiosa moriremos todos. ¿Qué esconde el chico bajo la capa? Juro que si los beatos estáis ocultando comida no dudaré en… en..

—No juréis porque delatáis vuestra impiedad —le cortó Pons Ais con voz firme—. Dejad al mozo tranquilo porque gracias a él y a los otros chicos tenemos aún grano para hacer pan. Si no creéis en nuestra causa, nadie os obliga a seguir entre nosotros, huid con vuestra familia corriendo el mismo peligro que corren estos chicos para alimentaros.

Afectado por la disputa que sentía haber desencadenado, Arnaud sacó el queso ofreciéndoselo a Sicard, quien sin miramientos lo cogió y se alejó refunfuñando, maldiciendo a los perfectos cátaros y a los señores de aquel castillo. Acto seguido, Pons Ais dio una ojeada dubitativa al chico, interrogándose internamente sobre la conveniencia de la elección de Arnaud, y sin mediar palabra, giró la testa y reemprendió la marcha con el joven detrás.

En la terraza nordeste, un grupo de encorvadas figuras esqueléticas susurraban salmos al viento, enajenadas por el ayuno y la mística inmensidad del paisaje. Eran personas ataviadas con gruesos abrigos grises con capucha, pero a pesar de ellos se les marcaba claramente el espinazo, y tan siquiera dejaban a la vista en la mayoría de casos unas manos temblorosas y huesudas, o una eccematosa nariz enrojecida. Varios se balanceaban de rodillas para calmar el frío, otros se postraban inertes con la cabeza sobre su propio regazo. La escena podía resultar turbadora para nobles como Raimon, pero Arnaud ya estaba habituado a la miseria y no le produjo gran impresión, únicamente una pizca de aflicción. Acompañando a los desesperados que habían decidido emprender aquel suicidio ritual, una corte de mujeres les daban ánimo o agua, cuidándoles, con tal de ayudarles a sobrellevar ese tránsito hacia la muerte.

Se dirigió Pons Ais a conversar con la perfecta madre Rixende de Telle, quien atendía a unos necesitados, con el propósito de comunicarle la preocupación de los señores del castillo. Mientras, Arnaud fue a sentarse en un banco de piedra próximo. El chico empezó atendiendo disimuladamente el diálogo entre los perfectos, como Pons Ais intentaba convencer a Rixende de que el conde de Tolosa no tardaría en llegar para salvarlos, pero al descubrir a Bruna, una chica de su misma edad, entre las cuidadoras, quedó embelesado contemplándola, perdiendo el hilo de la conversación que se confundía entre rezos y lamentos. Se cruzaron las miradas y Bruna, una vez terminó de dar de beber a uno de los espectros moribundos, fue a su encuentro.

—Buenos días Arnaud —dijo alegre Bruna—, volviste sano y salvo, otra vez —sonrió—. ¿Pudiste hallar al maestro artesano?

—Buenos días Bruna. Sí, ahora está con los señores, esperemos que Dios tenga a bien en que sea la ayuda que necesitamos.

—¿Comiste ya valiente ardillita?

—Ayer comí algo en el pueblo, puedo aguantar hasta… mañana.

—No seas bobo. Yo no he podido asistir a la comida con la comunidad, mucho trabajo me quedaba aquí, así que si quieres, en cuanto termine, nos comemos el regojo de hogaza que me han traído. —Bruna le enseñó una trozo de pan que guardaba entre la blusa y el abrigo, y sin esperar contestación, se marchó satisfecha a atender sus quehaceres.

Lo que más le gustaba de ella, era esa actitud tan positiva, siempre risueña, que le ayudaba a Arnaud a mantener la esperanza en un futuro. Aprovechando que los perfectos seguían discutiendo el asunto del ayuno, Arnaud volvió a prestarles atención para hacer tiempo.

—En el buen saber de mi alma, iluminada por la luz del bien, puedo entender que la endura no debe practicarse por mandato del contexto —decía Rixende de Telle—, pero si este mundo tiene un principio maligno, ¿cómo disuadir a estos perfectos de que renazcan en el reino de Dios si lo creen conveniente? La situación, el contexto, es fruto de este mundo, y este mundo es banal y corrupto. Si anhelan ir de la nada al todo, ¿con qué argumentos pretendéis que los convenza?

—Todos somos conocedores de lo que dijo San Mateo, mi compasiva hermana Rixende: “Un árbol malo da frutos malos; Un árbol bueno no puede producir frutos malos así como uno malo no puede producir frutos buenos”, y a pesar de estar atrapados en este reino del diablo, del mal y la materia, no nos lazamos los perfectos por un abismo nada más conocer la palabra de Dios, porque está en su voluntad que difundamos la verdad, y con ella el bien, para destruir lo que no es. Hablémosles entonces en estos términos: digámosles que ceder a la corrupción es ceder ante el diablo, que como perfectos debemos vivir para difundir el bien y su verdad, porque esta es la voluntad del señor, y nosotros no podemos luchar contra ella.

—Espero que escuchen este mensajes, perfecto Pons Ais, pero en sus corazones habita el dilema de cuál de los dos sacrificios que les propone la vicisitud es el buen camino que dicta Dios, y no será tarea fácil que escuchen nuestras razones, que en parte atienden al ruego de los señores del castillo y no a un precepto divino.

Bruna regresó, se había apresurado en terminar sus cometidos, y apresando de la mano a Arnaud lo impulsó a que la siguiera. Él se resistió en un primer momento por querer avisar a Pons Ais, pero viendo que estaba enfrascado en plena disertación, no podía interrumpirle, y cedió. Ella lo condujo hasta un granero vacío que no distaba de allí, y sentados uno frente al otro, saborearon lentamente el mísero pedazo de pan que tenían.

—¿De qué hablaban los perfectos? —preguntó Bruna, salivando con cada migaja.

—Creo que los señores de Mirapeis quieren hacer desistir a aquellos que se inmolan por endura —contestó Arnaud—. Supongo que quien toma ese camino es porque cree que es la mejor opción, pero puede que estén equivocados… la verdad no sé si podrán convencerles.

—Harán lo que tengan que hacer —apuntó Bruna—. Cada uno hace lo que tiene que hacer, no importa lo que quieran los señores de Mirapeis.

—¿Estás segura de que no hay elección?

—Ya sabes que eso es lo que dicen las escrituras.

—¿Acaso lo has leído? —dijo con una sonrisa burlona Arnaud.

—No —contestó a regañadientes Bruna—. Pero la madre Rixende me está enseñando a leer nuestra lengua, y ya he leído algunas partes de los cuatro evangelios.

—Yo no sé ni latín ni la lengua de oc. Siempre le insisto al perfecto Pons Ais que me enseñe, pero dice que cuando termine la guerra…

—Pues yo bien que te entiendo, valiente ardillita —bromeó Bruna.

Arnaud pasó por alto la broma, y reflexionó en voz alta:

—¿No sé por qué disgusta tanto a los señores del Norte que los textos sagrados estén en la lengua del pueblo? Tendría que ser algo bueno.

—Que inocente eres, Arnaud. Lo que no se entiende no se puede discutir.

—Yo aprenderé a leer —se dijo convencido—, y entonces sabré del cierto si hay elección o no, y por qué es tan peligroso escuchar a Dios directamente.

—No es solo la palabra de Dios lo que temen los Capetos. Aquí las mujeres podemos predicar, no se nos trata como ganado, y entendemos que es el pueblo quien debe decidir su porvenir, no un grupo de obesos obispos, que demasiado conocen el pecado y que únicamente piensan en engordar sus panzas. Temen tanto nuestra cultura como nuestra religión; temen que podamos cambiar el mundo.

Cuando el sol emprendió su pronto descenso invernal, en el campamento cruzado la actividad era frenética. En la tienda de mando, Hugues d´Arcis, senescal de Carcasona, y Peire Amiel, arzobispo de Narbona, reposaban apoltronados en sillas de tijera con asiento de cuero, aunque su aparente apatía ocultaba la impaciencia por la llegada de una ansiada visita. Al entrar Sicard de Bèucaire en la tienda, comerciante de tejidos cátaro, los dos se pusieron en pie al acto.

—Bienvenido, al fin os tenemos aquí —dijo Hugues d´Arcis, general de los cruzados.

—Bienvenido —dijo al arzobispo—, ya temíamos que os hubierais echado para atrás

—Bienhallados —dijo Sicard, haciendo una reverencia—, por nada del mundo seguiría al lado de esa panda de insensatos. Como comerciante que soy, mi eminencia, considero que respetar los tratos es lo primero. He conseguido escapar, no sin gran esfuerzo, con mi mujer y primogénito del castrum, y al presente les resguardan vuestras tropas. Como acordamos, cuando caiga el sol por poniente os abriré las puertas del Este. Confío en que se mantenga vuestra promesa de benevolencia y amparó a cambio de mis servicios.

—A la postre los tejedores tendrán su merecido  —profirió satisfecho Peire Amiel, el arzobispo.

—Los preparativos están dispuestos —dijo Hugues d´Arcis—, la batalla será esta noche. Y no dudéis de que vuestra deuda será saldada, Sicard de Bèucaire.

—Vos ya no sois cátaro —añadió el arzobispo—, y Dios perdona vuestros pecados.

Al caer la noche, las temperaturas habían descendido vertiginosamente al compás que un viento gélido silbaba entre las rocas. La mayor parte de los refugiados se apiñaban en las casas, alrededor del hogar, intentando mantenerse calientes y secos durante las tinieblas. Afuera, los vigías hacían su ronda habitual, tapados por completo dejaban solo a la intemperie lo imprescindible, como pueda ser la franja de los ojos, y contaban afanosos los minutos que les restaban para ser substituidos siguiendo el movimiento de los astros.

Arnaud yacía junto a un grupo de jóvenes goliardos, que a la luz de las brasas recitaban poemas de antaño con una musicalidad improvisada. Las letras hablaban de curas fogosos, de amores prohibidos, y de fiestas eclesiásticas donde el demonio era el anfitrión. A Arnaud todo aquello le parecía poco adecuado, aunque respetaba a esos trotamundos y nunca les hubiera recriminado nada, porque a pesar de su lenguaje libertino, eran afables y cuantiosa era la ayuda que prestaban. En esos momentos, un retumbo ensordecedor hizo callar a la alegre comitiva.

En una empalizada, el guardia nocturno Guillem también oyó el impacto, pero a causa de la oscuridad reinante no supo adónde mirar. Después del estrépito, siguió una calma tensa, silenciosa y gélida. Guillem clavó la vista en el campamento de las tropas cruzadas, y se sorprendió en ver que estaba prácticamente a oscuras. Normalmente, numerosas tiendas se mostraban perfiladas por la luz de los fuegos, pero algo extraño estaba pasando, y el escaso fulgor que se percibía provenía siquiera de las ascuas de las hogueras.

Guillem examinaba la negrura en busca de una señal o movimiento sospechoso, cuando una incandescente luz circular apareció en un flanco del campamento francés. La bola de fuego, estática unos segundos, se alzó con rapidez acompañada por el sonido de la oscilación del contrapeso, y salió disparada hacia donde él estaba.

—¡Trabuc! —gritó Guillem antes de tirarse a la nieve.

El proyectil destrozó parte del muro defensivo, y fue a parar a unos metros del centinela, que quedó aturdido unos segundos viendo la gran esfera de piedra ardiendo en la nieve. Salió de la conmoción por la algarabía que resonaba en la torre Este, cerca de su posición, y el posterior choque de espadas que le confirmó que las tropas cruzadas estaban perpetrando un ataque. Por acto reflejo primero pensó en huir, sentía miedo ante la posibilidad de morir bajo el acero enemigo, pero armándose de valor y recordando la razón por la que luchaba, se levantó dolorido y fue hacia el barullo.

Los cruzados habían conseguido ingresar en el patio bajo la torre Este, y un pequeño escuadrón cátaro pretendía contenerlos, aunque su escaso número respecto a los atacantes, producto de la sorpresa, hacía la empresa casi imposible. Sacando la espada, Guillem corrió a unirse a ellos, y tan solo llegar asestó un golpe mortífero en el cuello, que la cota de malla no pudo evitar, a un cruzado que combatía con uno de sus compañeros. Vio que tras la primera línea de choque venían los lanceros, y más allá preparaban las letales ballestas para ser disparadas. Sonó al fin el grave clamor de alerta del añafilero cátaro, que avisaría a todos los operativos de la urgencia y situación del ataque, y una tropa cátara de refuerzo llegó casi al unísono por la empalizada de su espalda. La resistencia cátara juntó los escudos de que disponían refugiándose a su amparo, y aguantaron la embestida de las espadas hasta que sus lanceros alcanzaron la primera línea cruzada, repeliéndola unos metros. El sargento Martí, que estaba cerca de Guillem, gritó a este:

—¡Guillem, corred a explicar las circunstancias a los señores, y cerrad la puerta de la empalizada detrás de vosotros! ¡Que los arqueros nos cubran desde arriba!

Guillem se alegró enormemente en su fuero interno de que lo libraran de la contienda, y se apresuró a cumplir las órdenes, aun sabiendo que al cerrar las puertas, impediría el avance francés pero también sentenciaría a sus compañeros a una muerte segura. Antes de irse, un tercer impacto de trabuquete sacudió la muralla, aunque esta vez no logró penetrar en ella.

Al cerrar las puertas, jadeante y con el corazón latiendo sin control a punto de explotar, Guillem tuvo que hacer un gran esfuerzo para silenciar las señales de su cuerpo que le instaban a detenerse, y remontó los bancales de piedra hasta la parte alta del fuerte. Para su alivio, Raimon de Perelha y Pere-Roger de Mirapeis intentaban observar la contienda desde la terraza enfrente del castillo, incapaces de discernir su alcance en la oscuridad, y se libró de trepar hasta la alta torre del homenaje. El soldado les relató la situación con detalle, y Pere-Roger dio un seguido de instrucciones a los capitanes de la guardia, aún medio dormidos y desubicados.

Pons Ais, que pernoctaba en una casa adyacente al castillo, también estaba ahí. Al escuchar las malas noticias inmediatamente inquirió a sus señores:

—Mis ilustres amos, ¿qué significado tiene esta desventura? ¿Debemos preocuparnos o creéis que podremos repeler al enemigo?

—Si consiguen ocupar la torre Este —dijo Pere-Roger, con rostro preocupado—, el destino habrá sido resuelto de forma funesta. A partir de dicha posición, es siquiera cuestión de tiempo que, hostigándonos desde dentro, los cruzados fuercen irremediablemente nuestra rendición. Puede que al alba, antes del infortunio, cupiera aún alguna esperanza de dominar al enemigo, sin embargo al presente, la fortuna se ha decantado definitivamente a su favor.

Delante la idea de una conquista inminente, Pons Ais se sintió perturbado, y caviló cómo afrontarlo. Era un momento que largamente había temido que llegara, pero que con tal de no darle crédito, había rehuido plantearse en exceso. El religioso creía no temer a la muerte, pero al verla acercarse con sigilo, su cuerpo no atendía a su razón, y empezó a sudar.

—En tal caso, debo pedirles, mis buenos señores, que me consientan disponer de este hombre de armas —dijo Pons Ais refiriéndose a Guillem— para sacar del castrum nuestro tesoro más valioso. Que por justicia no se pierda toda la verdad en la hoguera si nos apresan.

—Disponed de este soldado como gustéis, perfecto Pons Ais —concedió Pere-Roger desolado—, no por poseer un hombre más vamos a ganar esta batalla perdida.

—Debiéramos haber claudicado antes —se lamentó Raimon de Perelha.

—Nosotros nos salvaremos —le dijo Pere-Roger a Raimon—, pero ningún perfecto claudicara de su fe, serán quemados en la hoguera. Si existía alguna posibilidad de que la fortuna los amparase, era nuestro deber aspirar a protegerlos… —Pere-Roger se resistía a aceptar la derrota, y tras permanecer pensativo unos segundos en el silbar del gélido viento nocturno, llamó a uno de sus hombres—. Id a buscar al maestro inventor —le ordenó—, si hay alguna opción de repeler a los cruzados, él tendrá la solución con la ayuda de Dios.

—Dios no está en este mundo,  mis valerosos señores —comentó Pons Ais—, aunque sí que habita en nuestras almas. Que desde ahí os guíe con sabiduría. Me despido, debo partir, pero recordad que nunca olvidaremos lo que habéis hecho por nuestra comunidad.

Dicho esto, el perfecto Pons Ais y Guillem se marcharon en dirección a la terraza Oeste. Enmudecidos sospesando los recientes sucesos, durante el trayecto el viento y el crujir de sus pasos en la nieve fueron los únicos sonidos audibles. Desde allí, para Guillem, la ofensiva cruzada daba la impresión de que no hubiera existido nunca, de que hubiera sido simplemente una pesadilla pasajera y lejana. Por mucho que uno se preparase, nunca llegaba a ser totalmente inmune al terror de la batalla, y la escena de combate vivida escaso tiempo atrás por Guillem, la juzgaba irreal, borrosa en la memoria, aunque tenía claro que no quería volver a ella.

El perfecto accedió a una casa, saliendo con Bruna al poco rato, y a continuación entrando en una vivienda cercana instó a Arnaud a que lo siguiera con un críptico «Ven, es el momento». Los chicos estaban asustados, temblorosos a causa de la malsana combinación de miedo y frío, pero permanecieron atentos a todos los movimientos y gestos del perfecto, intentando entender lo que ocurría.

—Es probable que los cruzados nos conquisten —empezó Pons Ais—, si no es esta noche, será en breve. Todos los hombres fieles de esta comunidad jamás renunciaran a su fe, y es seguro que serán quemados en la hoguera, por la gracia de la piadosa iglesia de los lobos. —Les miró a los ojos, con ternura y esperanza—. Vosotros sois los más perfectos de cuantos jóvenes habitan aquí, sois el tesoro más preciado de los buenos hombres, porque compartís y entendéis la bondad del señor y vuestra sangre todavía no está seca. —Pons Ais, hizo una breve pausa—. No hay cuerpo que no vaya a morir, la corrupción de la materia es intrínseca a su condición perversa, tanto vosotros como el resto de mortales moriremos algún día para ir a otro cuerpo o al reino de Dios, pero eso no tiene relevancia, lo realmente importante es persistir en la lucha contra el diablo del universo tangible. Difundir el bien y la verdad donde todo es ponzoña, porque ese es el fin primero de los buenos hombres que albergan a Dios en su corazón: destruir la materia con el bien del espíritu. —Tras este discurso, los besó en la frente—. Él os custodiará —dijo señalando a Guillem—. Escaparéis de la fortaleza, para vivir en silencio, ocultando vuestra condición de perfectos, pero preservando y difundiendo con disimulo los preceptos del bien, para que el diablo no venza. Quizás no esté en nuestra manos cambiar el mundo, pero debemos mantener la llama viva, para que el fuego de Dios, algún día, pueda llegar a arder en la Tierra.

Con solemnidad Pons Ais les suministró el consolamentum, les abrazó, y partieron inmediatamente después.


La rotación relativa de la Luna y su posición respecto al espejo había superado el límite convergente, y Niván verificó la perdida visual a través de una especie de esfera armilar subreal y un seguido de líneas superpuestas a una representación de la Vía Láctea, donde se integraban complejos cálculos que incluían los espejos circunflejos detectados y sus rangos de confluencia. En efecto, el reflejo de aquella Tierra de antaño había desaparecido, y Niván detuvo el almacenamiento de las imágenes procedentes de los telescopios selénicos.

«Fascinantemente extraño», calificó mentalmente. Ni por asomo hubiera sospechado que la Era Media fuera así. Por alguna razón, obviamente poco fundamentada, Niván daba por hecho que el pasado sería similar a su tiempo presente, aunque técnicamente más primitivo. Pero las diferencias que había contemplado sobrepasaban el ámbito estrictamente técnico, y el gran abismo entre ellos se hallaba en la cultura y en el sentido de lo que era considerado correcto, llamémoslo moral, que Niván creía era un sentimiento común y atemporal con el que nacían las personas. La evidencia de la relatividad del bien y del mal, la brutalidad de la que habían sido capaces los seres humanos, le mostraban a Niván el legado sobre el que se levantaba su civilización, unos precedentes que con anterioridad ignoraba por completo, por lo menos en tales términos. Esto avivó en él la curiosidad, gestándose en su interior la necesidad de ver más, de conocer de primera mano cómo el caminar de la especie los había llevado hasta su momento actual. No era lo mismo que te lo contasen que verlo. Claro que había oído hablar de guerras, de muerte y violencia, pero era un conocimiento abstracto. Verlo era vivirlo, y le daba un valor real y emotivo.

Aún pasó un buen rato meditando y recreando las imágenes del telescopio, sin levantarse del diván. Lo tenía todo guardado en el núcleo de la matriz, y se entretuvo visualizando algunas partes, buscando detalles, intentando entender aquellas gentes que según Xuga, marcaban el principio de una nueva forma de entender el mundo. Alguna vez su amigo le había explicado que en la historia de la humanidad podían marcarse algunos escalones como los hitos en que se había iniciado una tendencia mental; escaleras evolutivas que llevaron a la civilización hacia un sentido u otro. También le remarcó Xuga a Niván, al hacerle el símil de la escalera, que subir no significaba mejorar, siquiera implicaba cambiar. «Mucho hemos cambiando entonces», pensó Niván ahora, tras haber contemplado tal espectáculo de la antigüedad.

Con un gorgoteo amortiguado el estómago de Niván se quejó por llevar tantas horas vacío. El lamento hizo que se plateara que quizás era un buen momento para descansar, comer algo, y estirar las piernas antes de continuar trabajando en su proyecto. Así que generó unas gachas lamián y se las comió de pie, de cara a las montañas que se desdibujaban en el horizonte. Luego montó en su ciclón y se dirigió al foro con la intención de desconectar y descansar un poco charlando con sus amigos. Sabía que debía relajar la mente para proseguir con los cálculos, que media hora de distensión bien podía ahorrarle un par de horas de trabajo. «Mente tranquila, mente ágil», decía Mun, su segundo tutor; y tenía razón.

—¿Qué te pareció la obra? —le preguntó Andara a Niván unos minutos después de su llegada al foro.

—Sí es verdad, ¿qué tal? —También Jun estaba con ellos, y se incorporó a la pregunta.

—¿La de Lisístrata? —La evidencia del silencio respondió por sus amigas—. Sí, claro, ya sé, tampoco es que vaya tanto al teatro… —dijo Niván e hizo una pausa, como analizando lo visto días atrás—. En verdad he de admitir que me gustó, al ser cantada fue bastante amena. Creo que a ti, Andara, también te hubiera gustado. La protagonista era una mujer muy, muy… —y vaciló buscando la palabra—: insumisa.

—Pues ya me pasaré a echarle un vistazo —dijo Andara—. Si alguien como tú, a quien no le gusta especialmente el teatro considera que está bien, será que vale la pena.

—Sí, está bien —continuó Niván—. Aunque el rigor histórico… no sé si es muy afortunado. Son todos muy simpáticos, alegres y dulces, en la obra.

Andara se quedó un poco sorprendida por el comentario, mientras que Jun siguió picoteando frutos secos, una actividad que le encantaba y con la cual podía pasarse tardes enteras.

—Vaya, nos ha salido otro quisquilloso histórico —bromeó Andara refiriéndose al interés de Xuga por el pasado—. ¿Será que tú estuviste ahí?

—Simpáticos, alegres, dulces y cantarines. Es una buena forma de pensar en el final de la Edad Antigua —aportó Jun con una sonrisa—. ¿O es la Era Media ya?

Al darse cuenta Niván de que se estaba delatando, y no deseando compartir aún con sus amigas sus recientes descubrimientos, desvió la conversación.

—Tienes razón, ¿qué sé yo? Por cierto, ¿cómo fue la regeneración de la herida? —indagó Niván.

—Yo nunca he tenido que vivir una de tal magnitud. ¿Te dolió? —añadió Jun.

Andara sostuvo el silencio unos momentos, escrutando a Niván con la mirada, intentando dilucidar qué era eso que no le cuadraba de su amigo.

—No. Es más bien a la inversa —contó Andara—. A medida que avanza la regeneración el dolor disminuye. Suerte tienes del olvido del padecimiento de las turbaciones, pequeña Jun, pero tranquilos que ya os llegará, casi todo el mundo termina sufriendo algún que otro accidente a lo largo de la vida. Para mí, en estos largos ochenta y tantos inviernos que he superado, ya van unos cuantos “incidentes”.

—¿Y nunca has temido por tu vida? —indagó Jun, que era la más joven del grupo.

—Temido no, pocas son las lesiones que no tiene solución. La vida es muy corta para morirse antes de tiempo. Dieciocho años y deberé dejar paso a las nuevas generaciones, pero mientras pienso aprovechar lo que me corresponde.

—No esperábamos menos de ti Andara —dijo en tono guasón Niván—. Vaya, aún me quedan dieciocho años por oír en qué me equivoco.

—No seas cruel, sabes que siempre he intentado ayudarte con mis consejos. —Los ojos de Andara comunicaban cariño y seriedad. Era una mirada fuerte, sabia y vieja, que siempre albergaba un espacio de afecto para Niván.

—Lo sé. Quizás llegue el día en que yo pueda ayudarte a ti y devolvértelo.

—No es necesario que me lo devuelvas a mí —indicó Andara—. Devuélveselo a es chiquillo que me han dicho vas a tutelar.

—Es verdad —se acordó Jun—, ¿cómo lo llevas?

De repente una preocupación olvidada retornó a la mente de Niván. Ya ni se acordaba, y no sabía exactamente cómo afrontaría el tema en vistas de su reciente descubrimiento. Por ahora, había decidido seguir con la tutela e intentar compaginarla con la investigación. Anularla sería interpretado socialmente como un acto de irresponsabilidad, pues ya se había comprometido realizando la petición. Así que no tenía muchas opciones si no quería que lo tacharan de inmaduro y esto afectara a próximas solicitudes en otros ámbitos.

—Me han avisado que dentro de una semana podré irlo a buscar al nodo tres mil cuatrocientos nueve. Se llama Anüp, Anüp Cadefite, y es un niño de once años. Estoy un poco nervioso, no voy a negarlo, pero también muy ilusionado.

En parte era verdad, aunque la nueva situación en que se encontraba hacía que la idea de la tutela le creara ansiedad por los posibles problemas derivados de combinarla con la investigación más importante de su vida. Esta vez, como tantas otras, había rememorado uno de los consejos de Andara, que solía insistirle en que las dificultades eran un 90% mentales y un 10% materiales, que confiara en él y se lanzara para descubrir que con esfuerzo, cualquier persona era capaz de sobrellevar los escollos de la existencia.

—Quizás sea eso lo que te note —dedujo Andara—. Te veo diferente, extraño, y no sé exactamente por qué.

Niván respondió con una sonrisa forzada. Al compás Jun lo agarró del torso en un abrazo doblado, y le habló mientras masticaba un puñado de frutos secos que aún tenía en la boca.

—Tranquilo, yo te ayudaré “calvorota” —dijo ella, y hacía tiempo que Niván no oía ese apelativo en boca de Jun, un mote que solía utilizar años atrás cuando eran más jóvenes, y le transportó a aquel tiempo pretérito tan feliz, en que apenas tenía preocupaciones. Él siempre había optado por un rasurado completo del cráneo, y a su amiga devora-pasas le gustaba hacer hincapié en esta característica, por otro lado, muy común.

—Cuidado no te ahogues en esa posición… “trencitas” —le advirtió Niván entrando en el mismo juego—. Cualquier día se te va a atragantar ese maíz tostado si te lo comes estando del revés.

—Tú me salvarás —dramatizó Jun.

Se acercaba la siguiente confluencia cósmica señalada por Xuga. A estas alturas, Niván ya había asimilado en gran medida la nueva situación, y esperó el momento indicado con mucha más calma que la vez primera. Llevaba días sin salir apenas de casa, dando paseos circulares por los alrededores de la matriz ocasionalmente, y centrando toda su energía en terminar los pormenores del estudio.

Explorar los aledaños de su casa le había desvelado un palpitante mundo floral e invertebrado que desconocía. Tan cerca y tan lejos, el trajín de las hormigas o el cantar de amor de las chicharras, eran universos llenos de vida que había estado ignorando a pesar de su indiscutible proximidad. Esos días, con sus paseos distraídos para despejar la mente, se hicieron patentes aquellos sistemas complejos, ecosistemas y relaciones entre organismos, que reclamaban atención. A Niván se le presentaba obvio a partir de ellos que existían innumerables campos de interés que debía estudiar el ser humano. Contemplar el firmamento podía parecer una actividad importante, que englobaba las interacciones a gran escala producto de los fundamentos lógicos de la realidad, pero eso —pensó Niván mientras esperaba—, era una grandilocuente vanidad. En definitiva los mecanismos del cosmos respondían a una mecánica abstracta, relativamente simple conociendo las leyes de coherencia. En cambio la ordenada labor de las hormigas, o las delicadas relaciones entre plantas, eran en opinión de Niván, sistemas mucho más difíciles de interpretar. Como la política o el arte, requerían a menudo de un análisis no-lineal para hallar sus claves. La razón caminaba torpemente por tales senderos, y a Niván le parecía admirable gente como Jun, que se erguía capaz de utilizar su sentido onírico para explorarlos. Él era mucho más racional: pensaba rápido, calculaba con precisión, aunque no era nada diestro controlando su subconsciente.

Sin darse cuenta la hora indicada por Xuga había llegado. Se preguntó Niván de qué maravillas sería testigo esta vez. Pero antes de nada debía localizar la nave en medio del océano, y Xuga había resultado muy concreto en la posición. Aunque tal concreción abarcara varias millas náuticas, con los filtros adecuados, Niván sabía que daría con su objetivo sin dificultad.

Activó la inyección visual y el florido cosmos apareció; una gran panorámica de la centelleante Vía Láctea donde epopeyas ancestrales otrora olvidadas aún perduraban en forma de luz a la deriva. «Vamos a ello», se exhortó Niván.


BAJO EL AUSPICIO DEL DRAGÓN
III

A la luz encarnada de una linterna de papel, Ngai Lam, hechicero de la corte real, transcribía sus notas de viaje al rollo de madera manuscrito que preservaría sus hazañas. El camarote estaba saturado por la fragancia del incienso, y la concentración de humo de las últimas horas provocaba que la luz cobrara una densidad viscosa, otorgando al ambiente un buscado semblante mágico que indudablemente inspiraba a Ngai Lam. No resultaba sencillo mantener la pulcritud de la caligrafía en el vaivén nocturno del barco, y tras completar la primera tira de las dos que se había propuesto pintar aquella noche, el mago real dejó un instante el pincel en la cazoleta, y repasó el relato de los acontecimientos que lo habían llevado hasta los confines del mundo conocido, atento a la narración, por si faltaba algún dato significativo que transcribir.

La historia daba comienzo meses atrás, cuando Xu Fu, otro hechicero de la corte real, decidió partir hacia Fusang en busca del elixir de la vida. Pues el gran Qin Shi Huang, el Primer Emperador, requería y anhelaba sobremanera la savia de la inmortalidad. Quien la obtuviera pasaría a ser el mejor mago de todos los tiempos, y el favorito del rey. Por esa razón tanto Xu Fu como él, el sabio Ngai Lam, aspiraban a dar con el elixir de la vida para Qin Shi Huang, y antes de que Xu Fu se fuera, los dos mantuvieron una agria discusión sobre dónde se encontraba el codiciado secreto de la longevidad imperecedera. Ngai Lam mantenía que Fusang, donde se quería dirigir Xu fu, no era la tierra divina que los antiguos rollos de la dinastía Shang describían, y que esta quedaba más al Este, al amparo de la mansión del Dragón Verde. Así que a la vez que Xu Fu, Ngai Lam también zarpó para demostrar su teoría, pero en un periplo mucho más osado, hacia las tierras olvidadas allende del océano.

Surcando las aguas había recorrido varias decenas de miles de li, viviendo aventuras y desventuras dignas de las leyendas de la corte celestial del Emperador de Jade: algún marino aseguraba haber avistado una serpiente grande como cinco carros tirados por bueyes, otros, igualmente bajo el influjo del encantamiento de los náufragos, atestiguaban haber contemplado islas que emergían y tras unos instantes, repentinamente volvían a desaparecer. Aunque mermados por el hambre y asolados por tormentas formidables, los marineros habían resistido con coraje las inclemencias del destino gracias a la previsión y sabiduría de Ngai Lam; él era consciente de que sería un largo viaje, y por ello dispuso una calculada cantidad de cerdos y grano. Así también fabricó, aplicando sus vastos conocimientos alquímicos y a sabiendas de que el agua de lluvia no les sería suficiente, un ingenio que por condensación destilaba el agua salada del mar. El artilugio constaba de dos cuencos de bronce cuadrados y concéntricos tapados por una pirámide del más puro cristal, invertida y de punta opaca. Con el calor del sol el agua se evaporaba, y gota a gota iba resbalando, siendo ya dulce, en el vaso interior. Pero no era este el único invento de Ngai Lam, prolijo estudiante de las acciones y reacciones de la naturaleza, pues acumulaba una larga lista de ingenios en su haber, muchos aún por construir y que aguardaban como dibujos esquemáticos en finas telas dobladas dentro de su arcón. La misma embarcación en que se encontraba, que imitaba a un dragón, era un diseño confeccionado por él. A pesar de ello Xu Fu, su contrincante en la corte, siempre le desacreditaba ante la nobleza y dudaba de su ingenio, ridiculizándolo por impresionantes que fueran sus logros. A lo mejor ahora, si conseguía encontrar él primero para el Emperador el elixir de la vida, por fin su sabiduría sería reconocida de una vez en el reino —fantaseaba Ngai Lam—, y podría llevar a cabo aquellos proyectos que tenía en mente.

Pero aun habiendo vencido todos los escollos hasta la fecha, en la temeraria travesía de Ngai Lam los problemas persistían. Desde que partieran de Kuaiji ya más de 30 lunas habían transcurrido, y la moral de la tripulación caía en picado, creciendo la opinión de que nunca hallarían tierra firme y que morirían de hambre. Pero por ventura, un augurio de esperanza había surgido en los cielos medio ciclo lunar atrás: una bandada de pájaros sobrevoló la nave, y les indicó el camino a seguir. Ahora, días más tarde, la ilusión menguaba entre los hombres y Ngai Lam debía tomar una decisión.

Cuando terminó de escribir en el rollo de madera, Ngai Lam sacó tres monedas y las lanzó repetidas veces, apuntando el resultado en una tira de bambú:

«La doma de lo grande», se dijo internamente el hechicero. El hexagrama representaba una montaña emergiendo de los cielos, o puede que en este caso, del mar. «¡Qué extensa es la vía del cielo! ¡Qué inmensidad para recorrer!», se repitió rememorando el texto del Libro de las Mutaciones.

Seguidamente subió a cubierta. La noche estaba tranquila y despejada, y su trabajado tocado apenas se despeinó por la brisa. En el rumor de las negras olas el firmamento se alzaba majestuoso, paradigma de la ansiada eternidad que los hombres sabios codiciaban. Miró a las estrellas, y Niván le vio el rostro, era la cara de un anciano de largos bigotes y puntiaguda barba. Ngai Lam se preguntó por enésima vez cuál era el secreto de la inmortalidad, de la vida eterna. Bien que las estrellas ahí estaban y habían estado siempre, incorruptibles, emblema de los dioses. Pero el hombre habitaba el mundo del cambio, de la acción, y en este contexto no cabía la permanencia como atestiguaba la fenomenología tangible. Convino que el elixir de la vida debía provenir de las estrellas, pero ¿qué audaz semidiós habría robado su néctar? Y de ser así, ¿estaría este en las lejanas tierras de los antiguos textos de la dinastía Shang? Reflexionó, en última instancia, que ser inmortal podía entenderse también, en cierta manera, como el ser recordado por las generaciones venideras. Por eso Ngai Lam documentaba con esmero su viaje, para no morir del todo, para permanecer vivo en la mente de los hombres. Aunque opinaba que ese tipo de inmortalidad era una inmortalidad engañosa, que prescindía de la consciencia, sustancia primigenia del ser.

Esta vez, Ngai Lam recitó al viento con palabras un fragmento del significado de la última adivinación:

—Cuando sobreviene algún peligro, es bueno detenerse —susurraba con un hilo de voz el hechicero—, ceder a las circunstancias y no querer vencer por la fuerza… —Lo meditó un momento, y convocó al almirante al cargo con una palmada. Le dijo—: Bajad las velas, que la corriente nos lleve.

A la mañana siguiente, cuando el sol a duras penas despuntaba en el horizonte, el vigía de guardia gritó «¡Tierra!», y aquella palabra tan largamente deseada provocó que toda la tripulación despertará de inmediato. Ngai Lam salió de su camarote con el pelo suelto y despeinado, impropio en él, y ataviado con una fina túnica verde de seda, la primera que encontró. La gente se agolpaba en la baranda del barco, pasando por alto cualquier orden y abandonando sus puestos, ya que la ocasión superaba el rigor de la jerarquía, y la felicidad era compartida desde por el almirante hasta por al harapiento jovencito que hacía de grumete. Ahí estaban las playas y las montañas del paraje mítico relatado por navegantes de antaño al que muchos en la corte no daban crédito. Después de la impresión inicial, trascurridos unos minutos, Ngai Lam sentía que se le ponía la piel de gallina en las piernas, donde el aire le penetraba en la túnica, así que se dirigió al hombre al mando:

—¡Comandante Ji! Que cada cual vuelva a su posición, y encargaros de preparar las armas y los botes. La luz nos es propicia para establecer un campamento. Avisadme cuando estemos suficientemente cerca para desembarcar.

Ngai Lam retornó a sus aposentos, se vistió adecuadamente, y dejó que Xiu Xiu, la prostituta del barco, confeccionara su complejo tocado. La chica oteó disimuladamente en el espejo la expresión del mago, con tal de descubrir su opinión respecto a la nueva situación que se avecinaba. Ngai Lam, que lo notó, le habló de esta manera:

—Las penurias se han terminado, Xiu Xiu. La nueva tierra nos proveerá del agua y el alimento que nos han faltado.

—¿Volveré a ver a mis padres? —preguntó la joven.

—Nuestro camino no ha sido escrito aún, flor de ciruelo —dijo Ngai Lam, que se planteó entonces por vez primera la idea de quedarse en el nuevo mundo, y qué consecuencias supondría—. Si nuestro retorno fuera irrealizable, en aquel momento te convertirías en la única mujer, la gran madre primigenia de la estirpe que naciera. Es un honor que no debes desmerecer, por el influjo de los miedos que te puedan invadir.

En lugar de contestar, Xiu Xiu esgrimió una triste sonrisa. Llegar a ser madre algún día le ilusionaba, pero terminar sus días como la ramera del pueblo se le presentaba como un destino áspero y cruel. La mayor parte de hombres la trataban con respeto, hasta algunos le regalaban parte de su ración de comida a veces, pero otros eran rudos y desagradables, y con esos no quería tener que continuar copulando hasta la vejez. Ella era consciente de que si delataba a aquellos que mostraban malas maneras Ngai Lam hubiera tomado medidas de inmediato, porque el hechicero opinaba que Xiu Xiu era una flor que debía ser cuidada y regada con delicadeza para que se pudiera oler su dulce perfume. Y a pesar de que Ngai Lam hubiera decapitado a quien la agrediera o forzara, Xiu Xiu no aspiraba a dañar a nadie, por muy mal que se hubieran portado con ella no tenía intención de delatarlos.

—¿Qué es la inmortalidad? —suspiró para sí Ngai Lam—. Xiu Xiu, ¿qué es para ti eterno? —preguntó mirándola a través del espejo.

—No lo sé, maestro —dijo cohibida por no estar acostumbrada a que se le pidiera la opinión.

—No tengas miedo, flor de ciruelo. Dime, ¿qué crees que es inmortal en este mundo?

Xiu Xiu tardó unos instantes en contestar, abrumada por la interpelación filosófica del ilustre sabio, pero al fin creyó dar con una respuesta.

—Maestro, yo creo que todo lo que hacemos en este mundo es eterno —dijo—. Cuando derramamos el té o sonreímos a nuestros hermanos, ese instante no puede ser cambiado, siempre será lo que haya sido. Entonces, creo que eso debe ser inmortal… Perdonad mi ignorancia —se disculpó, refugiándose en su trabajo.

Sin haber pronunciado el mago réplica alguna, cuando acabó su labor la chica se fue, y Ngai Lam quedó pensativo, acariciando en círculos con los pulgares un disco de jade.

Al rato entró el comandante Xiao Ji.

—Maestro, no estamos solos —anunció el militar, visiblemente nervioso.

Desde cubierta, aunque aún apartada y diminuta, se veía con claridad en la playa una comitiva de nativos. Algunos llevaban ropas ocres con dibujos geométricos y sujetaban lanzas; otros, eran guardias de gala con un sombrero de escoba que escoltaban  al  que  debiera ser el  dirigente de  la  comunidad —pensó Ngai Lam—, el cual lucían una abanico en la cabeza a modo de cresta emulando la cola de un pájaro, y diversos elementos ornamentales de reluciente oro.

—¿Cuándo desembarcaremos? —preguntó Ngai Lam al comandante Ji.

—En escasos momentos nos habremos acercado lo suficiente como para fondear con seguridad. Así que en breve podremos bajar de la nave, maestro.

—Iremos en tres botes —determinó el hechicero—, que los hombres tengan sus sables a mano, pero que solo se lleven en alto dos alabardas, en las naves laterales, y que las lanzas estén bien ocultas en el suelo de los botes.

De camino a la orilla, en el bote central, Ngai Lam intentó mantenerse firme y en pie, queriendo mostrarse solemne y ceremonial ante los nativos. Con su túnica púrpura danzando al viento y su expresión serena, quedaba claro su rango predominante entre el séquito restante compuesto de enérgicos militares con armaduras de laminillas. Para reafirmar incluso más su poder, Ngai Lam mantenía los ojos fijos en el horizonte, sin prestar especial atención a aquellos que venían a recibirlos. Quería transmitir seguridad y nobleza, pero por dentro el corazón le latía intensamente y el miedo le provocaba un molesto tic en el ojo izquierdo. Para relajarse, el hechicero distrajo su mente volviéndose a preguntar: «¿Qué es la inmortalidad? ¿Sera la emulsión del flujo del mercurio, como aseguran algunos, su secreto?». Toda su vida investigándolo y todavía no era capaz de dar una solución al enigma. Los dioses eran inmortales, y por eso eran dioses, ¿pero qué les diferenciaba de los seres vivos? Precisamente su inmortalidad —se respondió a sí mismo—, y la eternidad divina habitaba solamente en la mente del hombre y no de la bestias. ¿Qué significaba? ¿Seguirían siendo inmortales los dioses si no hubiera hombres para venerarlos sobre la tierra? —se preguntó—. Más allá todavía, la cándida prostituta había despertado en Ngai Lam un nuevo entresijo sobre el que meditar: la inmortalidad del acto. Pero aquello parecía carecer de sentido a simple vista, pues si ya eran inmortales, en tal caso por qué morían, ¿o quizás no lo hacían, y el hombre permanecía atrapado eternamente en una sucesión de momentos de infinitud? Era un tema complejo, difícil de analizar mientras se intentaba mantener el equilibrio en las turbulencias de las olas costeras.

Evidentemente, antes de dar con una solución, el bote escolló en la orilla, y ya no hubo marcha atrás. Ngai Lam sabía que podía morir en cualquier momento si los indígenas los atacaban, o por otro lado, aquello bien podía significar el nacimiento de una gloriosa historia de conquista que permanecería en los anales del reino. Ahora sí, contempló al dirigente de aquella cultura desconocida y su recargada ornamentación de oro, en que adivinó los símbolos del sol y la luna, los celestiales antagonistas que le anunciaban que espiritualmente era probable que compartieran ciertos puntos en común. Lo positivo y lo negativo, el día y la noche, lo masculino y lo femenino, eran fuerzas complementarias que él bien conocía. Ngai Lam bajó con ayuda de un taburete, y se inclinó en una pronunciada reverencia no queriendo ser descortés en casa ajena.

El jefe de los nativos, inicialmente desconcertado por el gesto, lo imitó sin mucha pericia, balanceándosele descontroladamente los collares, colgantes y abalorios que exhibía. Después, el hechicero le ofreció como presente una figurilla de jade. El señor de aquellas tierras lo observó fascinado, y a su vez, unos siervos nativos llevaron comida a los pies de Ngai Lam, y dos mujeres, seguramente esclavas capturadas —dedujo Ngai Lam—, que se arrodillaron con docilidad junto a los manjares.

Siguiendo las miradas embobadas de los presentes, el hechicero giró la tez un instante y contempló su nave desde la playa. Ciertamente, desde allí su forma de dragón se mostraba espectacular, la perspectiva y la luz le daban un semblante portentoso, y juzgó entrever qué estaba pasando: quizás los habían confundido con dioses o seres sobrenaturales, lo cual facilitaría mucho las cosas. Pensó, a raíz de dicha conjetura, que a lo mejor no era tan mala idea el quedarse ahí, y emprender una nueva vida como un enviado de los dioses. Forjando un nuevo reino —soñaba despierto Ngai Lam—, su poder como hechicero divino sería incuestionable, él que dominaba los secretos de las mutaciones y conocía bien los patrones del firmamento, sería venerado y recordado, restando eternamente en la memoria de los hijos del nuevo mundo. Pero esa eternidad no era la que él buscaba, Ngai Lam quería mantener su consciencia viva para siempre, no solo su nombre.

El gobernante nativo y Ngai Lam escrutaron sus respectivas miradas, esperando el siguiente gesto o reacción. Después de un lapso de inmovilidad contemplativa que se les hizo eterno, por sus ojos los dos entendieron que ninguno buscaba la confrontación, y la comitiva nativa retrocedió con intención de darse la vuelta e irse.

Cuando ya estaban a una distancia considerable, Ngai Lam advirtió que al tirar para atrás, se le había desprendido al monarca indígena una lágrima de oro de la ornamentación. La recogió con la mano en cazoleta, quedando encima de un puñado de arena. Al separar los dedos, la arena se precipitó por las brechas que dejaba su palma, y fue cayendo, grano a grano, otra vez a la playa. Ngai Lam entendió que aquella imagen era un símil adecuado para la tesis de Xiu Xiu: los granos de arena eran momentos, que fluían por el tiempo como ahora discurrían por su mano, y tras caer, seguían ahí, imperecederos, ajenos al movimiento. Si la prostituta estaba en lo cierto, era la vida humana, y cada instante de ella, el receptáculo inmortal de la consciencia. Aunque aquel razonamiento de ninguna forma sería satisfactorio para los anhelos del Emperador, a él le parecía muy adecuado, impulsándole justamente a quedarse ahí y no volver, para crearse una nueva vida llena de momentos gratos como semidiós. Si la eternidad residía en el instante, todas las penurias y gozos quedaban grabados en el cosmos para siempre —pensó—. Era simple, casi evidente, pero Ngai Lam no lograba discernir con claridad si la idea era brillante o sencillamente absurda. ¿Era aquel pues el elixir de la vida eterna?


Las jornadas pasaron sin mayor trascendencia. Resultaba curioso para Niván aquella doble vida: por un lado su sosegada existencia en el nodo, sus charlas con los amigos en el foro y sus paseos ociosos alrededor de la matriz, por el otro los fascinantes mundos pasados que estaba descubriendo, cubículos de historias asombrosas y personajes legendarios.

En las termas, mientras fornicaba con Jun y Andara, la más joven de sus amigas había sugerido que montaran algún tipo de recibimiento para el día en que Niván fuera a buscar a Anüp, el niño que iba a tutelar. Se refería a quedar todos en la matriz de Niván y darle la bienvenida al chiquillo, y de paso, apoyar un poco a su amigo en aquellos primeros momentos en que aún se estarían conociendo. A Niván le pareció perfecto, y así acordaron comunicárselo también a Xuga. Niván dijo que él ya lo haría, aunque poco después se le olvidó y no le dijo nada.

Pero un día antes de tener que ir a buscar al niño, Xuga lo llamó otra vez para que se pasara por su casa. La última semana había acudido a menudo a visitar a su amigo, tanto para contarle las novedades en su estudio secreto como para enseñarle los reflejos recopilados. En esta ocasión, no obstante, era Xuga quien lo convocaba, pues por lo visto había localizado un nuevo reflejo digno de almacenar.

A media tarde Niván se acercó con su ciclón a la matriz de Xuga, después de varias horas planificando un método de inspección sistemática de los espejos que proponer a la Cepa. Al llegar, Xuga ojeaba unos papiros quebradizos y amarillentos sentado en un sillón orejero. Mostraba el ceño fruncido, con la mano izquierda se acariciaba la barbilla, y había dejado aparcada su pipa humeante encima de la mesa. Aquello parecía ser importante —consideró Niván—, y llamó picando enérgicamente en la cáscara de la matriz para que su amigo despertara de aquellas cavilaciones que le apresaban y le dejara entrar.

~Oh, eres tú. Por fin. Sí que has tardado —le recriminó Xuga dándole acceso.

~Tenía que terminar una parte del sistema de exploración del proyecto —se excusó alegre—. También podrías habérmelo contado cuando me has llamado.

~Prefiero hablar estas cosas en persona. —Xuga dejó el papiro que tenía entre manos sobre un montón de documentos antiguos que había generado—. Te recomiendo que si quieres mantener el secreto hasta que saques el estudio completo, así lo hagas tú también.

~Aún no sé quién iba a interesarle espiarnos sin conocer nada de antemano. Puedo entender y comparto el hecho de salvaguardar las escenas recopiladas y mi estudio, me he asegurado que las sesiones en el telescopio sean privadas, pero tu paranoia me está superando hasta a mí —dijo Niván, tras lo cual se sentó en una silla y estiró las piernas.

~Mis razones tengo Niván —dijo con la pipa en la comisura de los labios, y sorbió una fuerte pipada antes de continuar—. El mundo no es tan amable como creen la mayoría de personas.

~En tal caso no te preocupes, seguiré tus indicaciones. Soy el más interesado en mantener, de momento, lo descubierto a salvo.

El tono mental de Niván era jovial. A pesar de estar dedicando muchas horas y esfuerzos a completar el trabajo, se sentía realizado y feliz, disfrutando cada instante de aquella oportunidad soñada que le brindaba la vida. Poco a poco, con el devenir de las jornadas, su habitual inseguridad se había transformado en despreocupación y el miedo en optimismo.

~¿Y qué es lo que querías contarme? —preguntó Niván distraído con una máscara aborigen de oro que Xuga había generado recientemente.

Completamente desnudo, aspecto que Niván advirtió al entrar en la matriz y cambiar de ángulo de visión, Xuga se levantó de la butaca y pisando sin querer, por el desorden, algún papiro, anduvo a sentarse en una silla junto a su amigo. Dentro de la matriz no hacía ni frío ni calor, y era normal no llevar ropa una vez dentro de las casas. Aun así, por pereza, Niván se mantuvo vestido con la túnica y la falda que generara para realizar el trayecto.

~En los últimos datos que me has facilitado, he encontrado una época que podría ser muy interesante, aunque tenemos poco tiempo… estaba en una de las actualizaciones —transfirió Xuga mirando fijamente a Niván, y entre sus ojos la cortina de humo que brotaba de la pipa confirió al discurso mental un tono misterioso—. Puede que sea un aspecto que solo entendamos los de la Cepa de la Memoria, quizás tú no le encuentres tanta importancia, pero por fin podremos ponerles rostro a unos personajes míticos del pasado e incluso más, ver la biblioteca de Alejandría original… y el faro, no nos olvidemos del faro.

~¡La Gran Biblioteca de Alejandría! ¿Cómo no va ser importante?, es de los organismos públicos más importantes que hay hoy en día —soltó Niván intentando aportar algo con su escaso conocimiento del pasado—. Según tengo entendido se quemó varias veces, o fue destruida, ¿verdad? Y contenía muchísima información que se ha perdido.

~Sí, desafortunadamente no podremos escrutar sus rollos, ya que estaban en estanterías dentro de los edificios, y ni ajustando el espectro para atravesar los techos podríamos leer los textos enrollados. Con la visión global que almacenes con suerte encontraremos a algún erudito leyendo al aire libre y podremos recuperar partes de textos perdidos. Lo interesante, también —transfirió Xuga y esgrimió una sonrisa de emoción—, es que hablamos de la Alta Edad Media, en la Era Media, en el dos mil quinientos cincuenta antes del Despertar. —Niván torció la boca y arqueó una ceja para expresar a su compañero su desconocimiento absoluto del periodo—. Personalmente, lo que me cautiva, es que por fin podremos ver el rostro de Cleopatra… de Julio Cesar o Herodes el Grande. Es algo históricamente poco relevante, pero que los que estudiamos el pasado siempre hemos soñado.

~Es el Egipto antiguo, entonces —indagó Niván.

~No exactamente. Es la parte final del período helenístico y la dinastía Ptolemaica, Cleopatra fue el último faraón reconocido como tal y… —Dándose cuenta de que aquello le llevaría un rato, Xuga decidió posponer la lección—. Antes de que te vayas ya te explicaré un poco el contexto para que no andes tan perdido. Pero escucha, te he llamado con prisas porque la… ¿confluencia le llamas tú?, se producirá hoy a media noche.

—Vaya —soltó en voz alta Niván.

~No queda mucho tiempo lo sé, pero merece la pena acceder a este reflejo en concreto. Ya no solo es por la biblioteca de Alejandría, sino por el período en sí, que engloba varios sucesos interesantes.

~No he solicitado el acceso preferente para hoy —transfirió Niván poniéndose más serio—, pero creo que no habrá problema en conseguirlo, espero.

~Seguro que lo conseguirás.

Con un par de palmadas en el hombro Xuga le dio ánimos, después se levantó y fue hacia el arca para retirar más papiros que había puesto a generar. La estampa de su amigo sin ropa intentando no pisar los documentos esparcidos por el suelo a Niván se le antojó manifiestamente graciosa: Xuga de espaldas en posiciones estrambóticas propias de la danza y dando saltitos de cabritillo, esfuerzo vano que quedó sin éxito, para terminar arrugando y pisoteando más papiros que si se hubiera acercado a paso normal.

Dado que en breve caería el sol detrás de las montañas, mientras dejaba los últimos documentos encima de la mesa y procuraba apilar con el pie los papiros del suelo para que no estorbaran tanto, Xuga activó con su enlace los koas, un seguido de bultos biotectónicos que sobresalían del techo. A pesar de que aún había suficiente luz ambiental, las babosas bioluminiscentes, que durante el día habían estado cargándose reptando por la cúpula de la matriz, ahora empezaron a emitir un brillo tenue, casi imperceptible, que se iría incrementando a medida que avanzara el ocaso o Xuga se lo indicara. Era una forma de tantas de tener bien iluminada la matriz durante la noche, elegida por noctámbulos como Xuga, que se complacía devorando incunables o documentos antiguos bajo las estrellas. Xuga siempre había sido algo anticuado, y prefería palpar aquello que estudiaba en vez de simplemente observarlo a través de recreaciones de subrealidad.

~Por cierto —transfirió Niván—, mañana iré a buscar al niño que voy a tutelar. Pensamos, en las termas, con Andara y Jun, que podríamos quedar todos juntos en mi matriz para darle la bienvenida. ¿Qué te parece?

~Sí, no hay problema —contestó Xuga sin prestarle atención, absorto en los papiros de encima de la mesa, buscando algo que no lograba localizar.

A Niván aquellos papeles fibrosos, con sus atiborrados signos negros, tal que el sendero de una ristra de hormigas embadurnadas en hollín, le parecían crípticos e incapaces de albergar ninguna información que valiera la pena. El volumen de datos que podía contener un papiro era irrisorio —pensó Niván—, aun más evidente por el agravio comparativo con los soportes modernos.

—Aquí está —dijo Xuga exaltado, y transfirió~: Año decimo, primero de peret, tiempo de siembra, día undécimo, bajo la grandeza del faraón del Alto y Bajo Egipto, Cleopatra. —Mientras leía iba siguiendo el texto con el dedo—. La llegada de cinco esclavos músicos a Alejandría por orden del triunviro Marco Antonio ha acaecido esta mañana, siendo trasladados del puerto a las dependencias reales. Así queda registrado. Un cargamento de… ¡Lo tenemos! Como era de esperar, estaban en Alejandría… —sentenció.

~¿Así que es ahí donde quieres que centre la visión ampliada mientras registro el global?

~Sí, sí. De esa forma, si logras encontrarlos, podremos verlos mañana mismo, sin tener que trabajar largo y tendido con los datos globales que hayas registrado.

Habiendo encontrado definitivamente lo que buscaba, Xuga se dedicó a poner los papiros desperdigados de nuevo dentro del arca. No fue tarea fácil, y al compás que recogía uno otro se le caía. Niván se levantó para ayudarlo, con una creciente curiosidad por esa época y esos personajes que tanto exaltaban a su amigo. Una vez puesto todo a reciclar, cenaron mientras Xuga le relataba a grandes trazos los acontecimientos y características del periodo. Algo saturado de información, Niván apenas lograba retener algunos nombres, y no pudo evitar que volviera en él la extravagante idea de que al cenar, se estaban comiendo los papiros.


CLEOPATRA
IV

El ajetreo comercial y la vida cosmopolita alejandrina seguían su curso habitual. Emergiendo de las aguas el mítico faro de Alejandría, constituía el inició del largo dique que se prolongaba hasta la ciudad, formando dos puertos gemelos. A su amparo, naves de las más diversas complexiones y aromas ingresaban o partían cargando en sus bodegas desde grano hasta perfumes. Pero la riqueza de Alejandría no se medía en oro, porque eran el Museion y la biblioteca su verdadero tesoro, que atrayendo a sabios y estudiosos de alrededor del mundo, avivaban un hervidero intelectual sin parangón.

El bullicio del comercio y las discusiones eruditas apenas se oían en los aposentos reales en la pequeña isleta interior de Antirhodos, donde la calma y los inciensos colmaban las estancias, acallando la efervescencia propia de la ciudad adyacente. En un jardín trasero, Marco-Antonio, el que fuera co-emperador del Imperio romano junto a Octavio y Lépido, jugaba al petteia con su amada Cleopatra. Era un juego de mesa de dinámica simple, donde un seguido de fichas negras y blancas se hostigaban y cercaban en un tablero bicolor. Los ardides de Cleopatra, versada en resolver y crear acertijos, y por consiguiente en los juegos abstractos, estaban haciendo fruncir el ceño al brillante estratega Marco-Antonio. El general romano hubiera echado por tierra el tablero cortándolo con su espada, pero eso era admitir de antemano que su amante volvía a ganarle, lo cual no le hacía ninguna gracia.

Después de una dilatada espera, Marco-Antonio movió. Ataviada de un rojo gaseoso y con una cinta del mismo color en la frente, Cleopatra se hallaba reclinada en una palmera, distraída, contrastando con la expresión grave y concentrada que Marco-Antonio mostraba, asido a un taburete y encorvándose sobre la batalla. La reina desplazó una pieza aparentemente sin recapacitar, con deje ausente y calculada despreocupación, para enervar más si cabe a su contrincante.

—Te veo en apuros mi Cesar —dijo Cleopatra para reforzar su estrategia—. ¿Ya preparaste la prenda de la apuesta? Esperemos que Roma no se dispute a los dados —se mofó.

—No celebres la victoria tan rápido. Otra fortuna me acompañaría si en lugar de mover excrementos de cabra sobre una tabla de madera, fueran hombres y armas las piezas de la contienda —gruñó—. No juzgues que estos juegos para niños sean lo mismo que la guerra, porque entonces tu tierra no tardará en ser conquistada.

—No te turbes, mi Cesar, y hazlo lo mejor que tu agudeza romana sea capaz de perpetrar.

Tras una mirada desairada, Marco-Antonio volvió a sus cavilaciones. Pero los esfuerzos del emperador resultaron insuficientes, y en pocas jugadas ya había perdido. Tiró el tablero de un manotazo, y acto seguido, ordenó a los criados que marcharan del patio con un gesto.

—Otra vez venciste —dijo Marco-Antonio  resignado—, pero no olvides aquellas apuestas en que yo he triunfado, que no tardarán en repetirse.

—Cuando llegue tu victoria podrás regocijarte cuanto desees, mi Cesar, pero ahora es mi turno, y espero cumplas tu promesa y me deleites con la canción que me has escrito. Nunca un emperador me recitó un himno al son de la divina música, será interesante ver tus dotes de poeta.

—La burla y la humillación son tu único propósito, Cleopatra, no quieras hacerme creer que es la belleza del arte lo que buscas.

Cleopatra recogió una de las piezas desperdigadas por el suelo y se la tiró juguetona a su amante.

—Vamos, adelante —promovió la reina.

—Todavía no han llegado los músicos cretenses que solicité con vistas a que pudiera perder la apuesta. Un emperador no puede cantar sin… sin el acompañamiento adecuado —se excusó Marco-Antonio.

La risa de Cleopatra estalló y Marco-Antonio no puedo evitar que se le contagiara en cierta medida, y contuvo como pudo su sonrisa.

—En tal caso —dijo la reina—, tendrás que complacerme mientras espero. ¿O prefieres cantar el himno tú solo?

Cediendo, Marco-Antonio, más que por la vergüenza del cantar por el deseo de complacerla, se arrodilló entre las piernas de la reina, y esta le introdujo dos dedos en la boca. Cleopatra jugueteó con la lengua del general y después, tras levantarse la túnica roja, lo acercó a su ingle totalmente rasurada. Accedió de buen grado Marco-Antonio al cunnilingus, y la reina gozó sintiendo que el bravo general romano se sometía a lamer primero su vagina, después su ano.

Cuando el general estaba visiblemente excitado, con una erección levantándole la ropa, Cleopatra le hizo dar la vuelta y quedarse a cuatro patas. Ella, desde atrás, lo masturbó como si fuera un animal, sacudiendo con parsimonia su inflamada verga. Al eyacular al fin, Marco-Antonio se sintió aliviado, y olvidó por completo las contrariedades de perder al petteia. Quedó estirado junto a Cleopatra, los dos apoyados en la palmera central del jardín, agasajados por el suave sol invernal.

Ella cerró los ojos y Marco-Antonio giró la cara para observarla con tranquilidad, sin la imperiosa tenacidad que imponía la mirada dilatada y profunda de la reina de Egipto. Los ojos de Cleopatra eran un pozo que conducía a su alma, un espíritu grave del que manaba el saber, la inteligencia y la grandeza. Por ello, quien caía en sus redes era fácilmente doblegado por una voluntad inquebrantable, la que le había hecho perpetuarse en el trono ante la voraz Roma, aun viéndose forzada a asesinar a miembros de su propia familia.

El triunviro Marco-Antonio se fijó en sus labios, siempre del rojo de las bayas, en su lacio pelo y en su delicada alba piel. Por lo demás, su perfil se presentaba marcado por una aristocrática nariz aguileña y un mentón escaso, características que en otras circunstancias hubieran sido consideradas antiestéticas, pero que en Cleopatra, y bajo el favor de su magnetismo interior, adoptaban un aire ilustre que remarcaba su portentosa personalidad.

Una sirvienta irrumpió en el patio, y al avistar que la reina descansaba, se quedó quieta, a la espera. Al advertirlo, Marco-Antonio simuló que tocara una flauta para preguntarle sin palabras si venía a anunciar la llegada de los músicos, pero ella lo negó con señas.

—Creo que vienen a visitarte, mi reina —dijo Marco-Antonio con cierto retintín final.

Cleopatra, que no dormía y solo disfrutaba del benigno clima, se incorporó e instó a la sirvienta a que se acercara.

—Habla —concedió.

—Ha venido a veros, como os anunció Asisit, un estudioso de Pérgamo llamado Filetero el Zurdo, que quiere solicitar vuestro amparo para sus ciencias. Hace rato que espera en el vestíbulo inferior.

—Que pase, entonces.

La sirvienta se retiró, y al rato volvió con un hombre de unos cincuenta años, calvo pero con una destacada barba canosa y rizada. Los nervios de Filetero eran evidentes, no paraba de colocarse a sitio las vestiduras y de moverse de un brazo para otro unos rollos de papiro. Una vez concluido el ritual de cortesía con los saludos pertinentes a la reina-faraón, esta se puso en pie y sin más dilación, le alentó:

—Háblame de tu proyecto, Filetero el Zurdo. Son muchos los que solicitan mi gracia y pocos los que derraman mi tiempo. Si Asisit ha considerado que tus ideas eran audaces, será que tienes algo para contarme.

—Veréis, divina Cleopatra, amada de Isis, llegué hace un año a la ciudad, y desde ese momento he trabajado en el templo de las Musas, completando y compartiendo mis estudios en medicina y naturaleza humana. Soy un ferviente seguidor de los estudios de Herófilo y Erasístrato, y he colaborado largamente con la casa de la muerte de los sin nombre, realizando mapas del cuerpo y probando la complexión de sus canales y estructuras. Creo discernir ciertas pautas y funciones de los humores que colman el cuerpo, y en concreto, su relación con el centro de gobierno del ser. Es… Es la importancia del fluido y la presión, y la composición del fluido, cuando es modificado por ingesta o veneno…

—Entiendo —intervino Cleopatra, notando que Filetero se estaba yendo por las ramas a causa de la gran pasión que en él despertaban las doctrinas que estudiaba— lo que estudias, Filetero el Zurdo, he leído a Herófilo de Calcedonia, a Hipócrates de Cos, y a tantos otros que han ahondado en la naturaleza del cuerpo humano. Si ya dispones de un marco de estudio, y tienes acceso a los antiguos tratados, dime, ¿cuál es tu petición y tu proyecto que requiere de mi audiencia?

—Permitidme que os enseñe. —Filetero pretendió desenrollar uno de los papiros, y el resto se le cayeron. Angustiado intentó recogerlos, pero desestimándolo por faltarle brazos, mostró a la reina unos dibujos anatómicos—. Permitidme. Aquí podéis ver los canales principales que van al cráneo, y la morfología de su contenido, centro de la voluntad humana. Tengo numerosas hipótesis y teorías sobre…

—Sabio, sin dudarlo tu dibujo se asemeja al fruto del nogal hispano —comentó Marco-Antonio, seguido de una mirada de reprobación de su amante por entretener al hombre.

—Sí, Cesar —contestó Filetero—. La naturaleza a menudo se calca a sí misma. Son la vasos internos como ramas de un árbol y la…

—Filetero el Zurdo, continúa con tu explicación —solicitó Cleopatra—. La semejanzas naturales son producto de necesidades afines, como bien cuenta Aristóteles, y no creo que sea el tema que quieras plantearme.

—Sí, divina Cleopatra —se disculpó—. Veréis, para seguir investigando en las teorías que formulo, los muertos ya no me son provechosos, porque han perdido el gobierno del ser, que es la base de mis investigaciones. Por eso, quisiera solicitaros que me permitierais disponer de algunos esclavos con los que poder experimentar. No soy hombre de gran riqueza, y no puedo costearme los sujetos que mi estudio demanda.

—Déjame ver tu trabajo —ordenó Cleopatra.

Con la ayuda de una sirvienta, Filetero le acercó los papiros a Cleopatra, procurando dejarlos bien alineados y ordenados. La reina los inspeccionó concienzudamente, fijándose en las notas que relataban las conclusiones del borrador. Mientras tanto, Marco-Antonio permanecía tumbado, mirando fijamente al estudioso, poniéndole nervioso a propósito. Sabía que el hombre se sentía incómodo, y se divertía observando cómo Filetero lidiaba por estarse quieto conteniendo sus impulsos, pero no era capaz de ello, y aquí se balanceaba, se ponía bien la túnica o se rascaba la barba.

—Eres ambicioso —concluyó Cleopatra—. Habla con Asisit para concretar cuántos esclavos y con cuánta periodicidad los requieres.

—Gracias, mi gran señora Cleopatra.

El sabio se retiró satisfecho. Cuando hubo marchado, Marco-Antonio habló:

—Esculapio y los demás dioses deben estar satisfechos de tu desinteresado patrocinio de las artes. Pero no se crea un gran imperio solo con escritos y palabrería; en Roma muchos creen que solo por ser buen orador uno puede llegar a gobernar, aunque sin el respeto y la fuerza de las tropas, el poder puede ser arrebatado con facilidad. Y así ocurre.

—Mi Cesar, los romanos siempre sois tan pragmáticos… solo pensáis en el momento. Ya sabes lo que me dolió cuando el incendio que provocó Julio calcinó un almacén de libros, porque los libros no son papiro, sino ideas. Y las ideas son lo que nos diferencia de los bárbaros, los esclavos domésticos o los animales. En la biblioteca se traduce y recopila el conocimiento humano, y por ello cultiva el mayor poder al que se puede aspirar: la fuerza de las ideas.

—Eres lista pero ingenua —dijo Marco-Antonio—. Las ideas se las lleva la arena del desierto, y aunque son importantes, la violencia es la fuerza que gobierna este mundo.

—Por esa razón, porque son efímeras como el cantar del ibis, deben ser conservadas. No puedes ni llegar a sospechar, Cesar, los secretos que se guardan en los templos o en los manuscritos de los primeros tiempos. ¡Y cuánto se ha perdido ya! Las matemáticas del desierto, que no entienden de números, solo de proporciones perfectas, o el idioma Thot, y sus crónicas perdidas. Todo cuanto nos define son ideas: el Imperio, los dioses, las espadas, el amor. ¿O crees que podrías gobernar si no se hubiera enseñado a los hombres a obedecer a sus padres, amos, o monarcas?

—Tu hablar, aunque inocente, es dulce como la ambrosía. Sigue, ¿cuéntame por qué es el respeto a los padres lo que me permite gobernar y no mis legiones?

Cautivado, Marco-Antonio gozaba escuchando a Cleopatra, aunque a veces solo pudiera captar parte de su sabiduría por la pared que erigían sus convicciones prácticas, convicciones que manaban de su experiencia política y militar.

—¿Cuál es la diferencia entre amo y esclavo? Pues que el amo se siente amo y el esclavo, esclavo —se contestó a sí misma Cleopatra.

—Y que el amo  puede  matar  al siervo si desobedece —apuntó Marco-Antonio.

—De igual manera que el siervo puede matar a su vez al amo. ¿Cómo explicar, si no, que dos guardias puedan custodiar a veinte esclavos, Cesar? A pesar de las armas, podrían eliminarlos sin problemas. ¿O cómo explicar, que yo pueda regir a mi antojo al pueblo egipcio? Sin las ideas que me otorgan el poder divino, ningún guardia podría protegerme, el tumulto me devoraría. Ese es el secreto más bien guardado del hombre, una idea que los padres han enseñado a los hijos para poder dominarlos. Hay libros, de los que tu ahora reniegas, que estudian el arte de la dominación, de la firmeza y docilidad para hallar un fin deseado. Nadie escapa de las relaciones de poder, ni tan siquiera el Cesar. Por muestra: los grandes hombres, forzados a imponerse a los demás, gozan en la intimidad de ser dominados, por contraposición a su condición habitual. ¿O acaso no te deleitas cuando te subyugo? Aunque después en público debas mostrarte rudo y tratarme a veces casi como una esclava, te excita que contenga y amordace tu violencia. Y como tú muchos reyes son.

Se sorprendió Marco-Antonio de sentirse ruborizado, sensación que no experimentaba desde su infancia. Hablar de forma abierta de su sexualidad se le hacía incómodo, él que había sesgado vidas y violado sin remordimientos, abrirse le hacía sentir vulnerable. Enseguida entendió que aquello era otro juego de la reina de Egipto, tan hábil con las artimañas mentales, y se sobrepuso fingiendo indiferencia.

—Cleopatra, no me desveles todas tus tácticas o no tendrás defensas para evitar que te conquiste y caigas a mis pies.

—Mi Cesar, ¿ahora lo entiendes? Las armas, la política, la vida, las ciencias… Todo está en las ideas, y las ideas están en los libros.

Agitando el faldón Marco-Antonio aplaudió, no sin cierto grado de escarnio, el elocuente discurso de su amante.

—Si quisieras, harías carrera en el foro, mi bella reina de Egipto —dijo—. Aceptaré que las ideas puedan llegar a ser poderosas, pero como tú dijiste, son efímeras como el cantar del ibis.

—Sí, son efímeras como las ovaciones de la multitud, más duradero es el respeto y el miedo. Pero Cesar —Cleopatra cambió a un tono menos serio—, creo que ya va siendo hora de que cumplas con la prenda de la apuesta, y recites la canción que para mí has compuesto. ¿O te escudarás eternamente en la excusa de faltarte los músicos?

Cogido de improvisto, Marco-Antonio ya ni se acordaba del asunto.

—Sin música no puedo cantar.

—Si es ese todo el problema, déjame la partitura que te han compuesto —dijo Cleopatra con una sonrisa.

Antes de desistir, Marco-Antonio oteó la entrada principal del patio, con la ilusa esperanza de ver en ella llegar a los músicos. Como era de esperar, persistía igual de vacía que un instante atrás, con la silueta difusa de un guardia de espaldas únicamente. Sin más dilación, se dio por vencido, y entregó a su amada un trozo de papiro minuciosamente plegado que guardaba en el cinturón.

Viendo que estaba alcanzando su objetivo, Cleopatra desplegó la partitura satisfecha, y mientras echaba una pícara ojeada a las notas, ordenó que se apresuraran en traerle una flauta. Obstinado, Marco-Antonio volvió a sondear la puerta, pero no halló músico alguno, y resignado, descubrió otro papiro manuscrito donde tenía apuntada la letra, más pequeño y arrugado incluso que el anterior, como si quisiera esconderlo de miradas indiscretas. Reafirmando esta impresión, al llegar la esclava con el instrumento, un oboe de dos cañas, Marco-Antonio hizo ademan de ocultar el escrito. Sintiéndose estúpido por su reacción, adoptó una posición erguida y arrogante al darse cuenta.

Cleopatra tocó un quejido de cinco notas al azar, más que nada para certificar que la flauta bicéfala se encontraba limpia y en buenas condiciones.

—Debo apuntar, Cleopatra, que la canción la he escrito en latín, que me es más cercano y dócil que el griego —explicó Marco-Antonio.

—Sabes, Cesar, que a pesar de expresarme mejor en griego koiné, hablo también el arameo, el sirio, y tantas otras lenguas de los hombres; el latín, no es una excepción. Pero dejemos ya la labia y concédeme ser tu auleta. Sé tú mi rapsoda.

La reina de Egipto hinchó los pulmones, y seguidamente el agudo chirrido de la flauta doble invadió el patio por completo. Recorrió Cleopatra el bucle armónico una vez, y a la segunda, Marco-Antonio se incorporó, con voz grave, necesariamente con cierto desafino.

 

Sublime hija del Nilo,

ni los mares ni Tifón pueden velar tu grandeza

aun admirándola desde la lejana Roma.

 

Como el viento arquea el trigo,

como la noche ciega las miradas,

como el hambre flaquea los cuerpos,

así los hombres ceden ante ti.

 

Tu reino es abrasador y fértil,

y tu alma, indomable y ardiente, lo imita.

 

Caerá el agua en la clepsidra,

pasarán siglos y reyes e imperios,

pero el mundo nunca te olvidará.

¡Oh gran reina, hija del Nilo!

La mujer con los labios más dulces,

la inteligencia más aguda,

y la ambición más grande.

 

¡Oh gran reina, hija del Nilo!

 

Eterna, mía —suspiró Marco-Antonio en una exhalación sentida—; Cleopatra.

 

La intérprete terminó la tonada con una aportación musical de su propia cosecha, que decreciendo la intensidad marcaba el punto y final a la tonada. Durante el concierto Marco-Antonio se había quedado hondamente sorprendido por la gran pericia de Cleopatra con aquel instrumento. Era curioso contemplar los mofletes hinchados de la monarca, y cómo los mismos pulmones que generaban su suave voz eran capaces de soplar con tal fuerza como para hacer resonar en todo el patio la intensa estridencia del aulós.

Una carcajada invadió a la reina, que por mimetismo Marco-Antonio respondió con una amplia sonrisa.

—Ya estarás contenta —comentó Marco-Antonio—. Pero debes saber que en la próxima apuesta la victoria será mía.

—Por fortuna de los mortales te dedicas al gobierno y no a la poesía —dijo entre risas Cleopatra.

—Tan mal no estuvo, y además espero ver tu réplica, desearás que esté a la altura.

—Sí, no estuvo tan mal —concedió, apaciguando la compulsiva risa—. Pero para oírme, primero deberás vencerme, Cesar.

—Así es, y así será.

—Te propongo una cosa, mi Cesar. Como te he relatado, y creo que al final habrás comprendido, preservar las ideas es quizás la empresa más importante a la que podemos aspirar, pensando en las generaciones futuras. Pero el tiempo y el cambio es un mal que todo lo deteriora, y es difícil escapar de él cuando se está en contacto con el aire y los elementos. ¿Por qué no cogemos este instante de alegría, que nos pertenece solo a ti y a mí, y lo encerramos para hacerlo eterno? Que perdure a las eras, y sobreviva a nuestras vidas, a nuestros imperios, y a nuestros sueños más audaces sobre el futuro.

—¿A qué te refieres Cleopatra? —preguntó Marco-Antonio intrigado—. ¿Cómo pretendes conseguir tal quimera?

—Encerremos en un cofre la canción, la partitura, y el aulós, y enterrémoslo en un lugar secreto, que nadie conozca, y que se pierda cuando nosotros ya no estemos. Será un regalo a la posteridad, permaneceremos intactos por los siglos, dentro del cofre, nuestro amor y nuestra felicidad…

—¿De qué servirá a nuestros descendientes tal futilidad, comparado con el recuerdo de nuestras gestas?

—El mundo cambia, mi Cesar, el mundo cambia inevitablemente, pero a un ritmo que nos es ajeno. Nuestros hijos nos recordarán, sí, pero puede que un cataclismo o el mismo transcurrir de los imperios nos haga caer en el olvido si es que el tiempo, nunca acaba. Ya el legado de grandes reyes del pasado ha sido borrado por la arena, y es que los dioses tejen sus planes a la velocidad en que crecen las rocas, y las dinastías mortales son suspiros en su respirar.

—Fantasiosa Cleopatra, tus palabras suenan a poesía, y como más te oigo más ganas tengo de escuchar los elogios que habrás compuesto para mí. Ahora, ¿qué juego extraño me propones…? —Marco-Antonio hizo una pausa para meditarlo—. Bien, hagámoslo —aceptó finalmente.

Tal como había planeado Cleopatra, pusieron en un cofrecillo de alabastro los papiros y el instrumento, y ordenaron a un criado fiel que discretamente, lo llevara a un punto concreto, y una vez allí lo enterrara sin ser visto. Cuando partió el siervo, Marco-Antonio inquirió a su amada:

—Cleopatra, ¿y si tu esclavo cuenta nuestro juego secreto? No se debe confiar en exceso en la prudencia de los siervos.

—No lo hará —contestó Cleopatra, que ya lo tenía previsto—, cuando vuelva mandaré que lo ejecuten de inmediato. Mi Cesar, solo los dioses y nosotros conoceremos la ubicación del recuerdo de este instante. Los hombres viven, los hombres mueren, pero tú y yo, siempre habitaremos felices, amándonos, dentro de ese insignificante pero imperecedero cofre de alabastro.



[ Novela «Espejos circunflejos» ]
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